El estilo de San Manuel González

Regalo de un amigo, tenía casi olvidado en mis estanterías un libro del que fuera obispo de Málaga Don Manuel González (ahora San Manuel). Concretamente el tomo II de sus Obras completas (Editorial Monte Carmelo, 2001) dedicado a la pastoral y al tema sacerdotal. Dormía el sueño de los justos esperando, como el arpa de Bécquer, la mano amiga que lo sacase a la luz. Su canonización me ha impulsado a su lectura y al descubrimiento -todavía inicial, en unos primeros atisbos- de una enorme figura humana y religiosa.

San Manuel -comenzamos diciendo lo que no es- no se muestra en estas páginas como un teólogo ni como un pensador con un mecanismo intelectual complejo, ni siquiera como un estilista creativo al modo de Santa Teresa; no plantea problemas teológicos, sociales o políticos en general, sino cuestiones prácticas y hasta detalles cotidianos. Sus escritos van dirigidos a alguien en concreto y tienen un objeto también concreto, el de ser útiles, el de ayudar y orientar.

Para ello usa un lenguaje sencillo, coloquial, no falto de ocurrencias y expresiones que podríamos decir populares. No están ausentes en estas páginas el sentido del humor, la ternura, la ocurrencia oportuna ni el detalle costumbrista.

Por ejemplo, el libro Lo que un cura puede hoy (1910), va dirigido a los curas de su época, perdidos a veces en parroquias rurales muy pobres y en un sociedad que tiene fuertes elementos anticlericales (”la sociedad de hoy es esencialmente anticristiana” [pág. 39*]) . Con una buena dosis de sentido común, que a veces también es el conocimiento de las propias limitaciones, dice dedicar su libro al un cura que se sitúa en la media: ni un santo al modo de Juan María Vianney ni el sacerdote “indigno”, sino al hombre normal y corriente, con sus fortalezas y debilidades.

Se piensa tópicamente en una iglesia rica e influyente; sin embargo, el libro nos pone por delante la humilde realidad que late por debajo de los tópicos triunfantes, de los grandes trazos de los estudios sociológicos e históricos.

Habla por ejemplo de la limpieza del templo (pág. 52). La limpieza para él es muy importante en la casa de Dios, que a veces es “la más pobre del pueblo”. Esta carencia se compensa con “unas paredes sin polvo ni telarañas”, “unos monacillos con sus sotanitas y sobrepellices sin goterones de cera”... Para ello el cura tiene que andarse listo pedir ayuda de “la señá Fulana o la señá Zutana” que, ellas misma o a traveś de sus criadas, vendrá a echarle una mano. Y si no es posible, el autor corta por lo sano: el cura tendrá que levantarse temprano, antes de abrir el templo, y él mismo coger la escoba y el trapo para dejar bien presentada esta casa pobre pero digna. Hay un pasaje de conmovedora sencillez, cuando se platea cómo atraer a los niños a la iglesia (pág. 66). San Manuel plantea una táctica de “marketing” agresivo. El cura se va para los niños, que están jugando en la calle, y se une a sus juegos; si son niñas, “hacer una rueda y ponerlas a jugar”; si niños, “formar un batallón y ponerlo en marcha” y entrar en la iglesia con paso marcial marcando el uno, dos. San Manuel sale al paso de las posibles críticas: ¨ ¿Que esto no es serio? ¿Y en que canon se manda tener al cura cara de juez?”. No importa perder la imagen pública de autoridad, de seriedad que un sacerdote tenía en aquellos tiempos, si se gana en cercanía.

En resumen, en estos escritos descubrimos a un hombre pragmático, realista, con los pies sólidamente apoyados en el suelo. Me recuerda esa espiritualidad del sentido

común, que no está falta de cierta ironía y humor, que es tan frecuente en las páginas de Chesterton. Ahora bien, los pies en el suelo, pero el corazón y la cabeza en el cielo. Continuamente apela a no olvidar, como base de toda la vida sacerdotal, la espiritualidad, la oración. Hay numerosas referencias a su muy querida devoción al Sagrado Corazón de Jesús y, por supuesto, a la que llamaríamos el “núcleo duro” de su espiritualidad: la devoción eucarística. Como Santa Teresa, ocupado en grandes temas y, al tiempo, pendiente de los “pucheros”.

Esta simbiosis de realismo y contemplación, de cercanía, humanismo y humor, configura el estilo de su obra, que, a fin de cuentas, es el estilo del hombre.

Tomás Salas

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