No hay salvación en ningún otro (Hch 4,12)

En Hch 4,12 leemos hablando sobre Jesucristo: “No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”.

Cuando leo el Nuevo Testamento siempre me llama la atención su enorme actualidad. Aunque lleva casi dos mil años escrito, parece como si los autores lo hubiesen hecho en la actualidad y para nosotros. Y es que no en vano es Palabra de Dios.

Si hacemos referencia al versículo que da origen a este artículo, vemos una afirmación clara: si queremos salvarnos, tenemos el deber de seguir a Jesucristo, quien nos dice de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), que es una declaración inequívoca que existe la Verdad absoluta, a la que llamamos Dios.

Actualmente, el gran problema en torno a la Verdad es: ¿Existe una Verdad Objetiva, sí o no? Ante esta pregunta hay una doble respuesta. Mientras unos pensamos que por supuesto hay una Verdad Objetiva, que el Bien y el Mal son claramente diferentes, que existen una serie de valores eternos e inmutables, los otros, por el contrario, defienden que no hay verdades objetivas, que todo es opinable y depende del punto de vista desde el que se mire, y que ni siquiera los valores esenciales, como la libertad, la vida, la justicia, el amor, la paz, son objetivos e inamovibles.

Los relativistas generalmente no creen en Dios o por lo menos son agnósticos, y en consecuencia tampoco en la Ley ni en el Derecho Natural. Para ellos la Verdad y el Bien no son algo objetivo, sino que, llegado un momento dado, son perfectamente modificables: lo que ayer era malo, hoy puede ser bueno y al revés. Es un enfrentamiento entre dos modelos sociales contrapuestos; el modelo relativista, conforme al cual la sociedad debe construirse a partir de una exaltación de la libertad, y el modelo basado en la defensa de una serie de principios y valores morales, que son los que hacen posible la convivencia.  No nos extrañe por ello la reiterada condena del Magisterio al relativismo:

Ya el Concilio Vaticano II en su Declaración “Dignitatis Humanae” sobre la Libertad Religiosa decía en el nº 1: “Por su parte, todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y una vez conocida, a abrazarla y practicarla”, si bien es cierto “que la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas”.

El Beato Pablo VI afirma en la Encíclica “Ecclesiam Suam” nº 18: “el relativismo, que todo lo justifica y todo lo califica como de igual valor, atenta al carácter absoluto de los principios cristianos”. San Juan Pablo II dice en la “Veritatis Splendor” nº 84: “De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral… Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación” y subraya en la “Fides et Ratio” nº 5: “La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas”. La afirmación que algunos hacen: “tú tienes tu verdad, yo tengo la mía”, no sólo es falsa, sino además es una idiotez, porque en todos los campos de la vida hay verdades inconcusas, y además va contra el principio de contradicción.

Por su parte Francisco, en la Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” nº 64: “Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de normas morales objetivas, válidas para todos, ‘hay quienes presentan esta enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual’”.

Pero todo esto tiene consecuencias, como ya San Pedro nos advertía en el Nuevo Testamento: “Pues quien desee amar la vida y ver días buenos, refrene su lengua del mal y sus labios de pronunciar falsedad; apártese  del mal y haga el bien, busque la paz y corra tras ella, pues los ojos del Señor se fijan en los justos y sus oídos atienden sus ruegos” ( 1 P 3,10-12)

Pedro Trevijano,sacerdote

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