(InfoCatólica) Corría el año 1987 cuando vi la luz en un pueblo del interior de Finlandia. A los pocos días recibí el bautismo en la Iglesia luterana, pues mi familia pertenece a ella. Soy el primogénito de un total de 9 hermanos. Mis padres quisieron desde el principio darnos una sólida formación cristiana. Solíamos ir a la misa luterana, y a diversas actividades que la parroquia ofrecía a los niños.
En los países nórdicos la presencia de la Iglesia luterana es muy fuerte. En Finlandia llega casi al 75 % de la población. Tiene estatus de Iglesia nacional, con algunas ventajas fiscales que ayudan a organizar la tarea de formar y servir a muchas personas. Hasta el año 2000 el presidente de la República nombraba a los obispos luteranos del país. Por su parte, la Iglesia Católica es una minoría en la sociedad finlandesa, apenas el 0,2 % de la población. Muchos luteranos la ha visto como «el coco», algo con connotaciones muy negativas y que suscita desconfianza: así lo era también para mí.
No sabría explicarlo, pero ya desde pequeño sufría por la división y separación de los cristianos. Me interesaba entender el porqué de esas divisiones. Al mismo tiempo iba creciendo en mi interior la sensación de que me faltaba algo. Tenía unos 15 años cuando manifesté en casa esta inquietud.
De la Iglesia Católica y de la ortodoxa siempre me habían llamado la atención la piedad litúrgica, el silencio en el interior del templo, la alegría y la paz. Además, con su belleza, arte, decoración y, sobre todo, la celebración de la Misa, sus iglesias me producían un cierto atractivo. De joven estaba muy interesado en la filosofía, y devoré la literatura clásica, a la par que ejercitaba el boxeo, mi deporte favorito por aquél entonces.
En Finlandia hay una costumbre muy arraigada entre los jóvenes luteranos de entre 15 y 16 años. Se trata del campamento de Confirmación. Suelen ser dos semanas de verano donde se imparte un curso de formación cristiana a los jóvenes que desean recibir la Confirmación. Esta te posibilita recibir la sagrada Comunión sin necesidad de ir acompañado de un adulto. Hoy en día participa en esos campamentos más del 80 % de los jóvenes finlandeses. Se reza, se canta, se habla, se nada, se organizan barbacoas... Unos días de intenso trato con Dios y con los demás, disfrutando de los bosques y lagos que ofrece la naturaleza finlandesa. En ese encuentro siempre hay un pastor y algunos voluntarios jóvenes, que han sido formados especialmente para esa ocasión. Yo también fui uno de esos jóvenes voluntarios. Ayudé a decenas de jóvenes a acercarse más a Dios y a la Iglesia.
Allí conocí a un pastor luterano que estaba terminando su tesis doctoral en la Universidad de Helsinki y estaba muy interesado en la práctica piadosa católica. Con él tuve largas e interesantes conversaciones sobre filosofía, sobre todo la Ética a Nicómaco, de Aristóteles. Al mismo tiempo, este pastor me enseñó a vivir una vida contemplativa con ayuda de una intensa oración.
En esa época me venía a la cabeza con frecuencia la Iglesia Católica. Aproveché mi confianza y amistad con ese pastor para charlar sobre algunos aspectos de la doctrina católica. Me explicó el significado del Papa y su ministerio en la Iglesia Católica, y la diferencia de concepto de sacramento en las dos Iglesias. Además, me explicó el papel particular del sacerdote católico en la Iglesia. Con gusto me corrigió algunas ideas imprecisas que tenía yo sobre el culto a la Virgen María y a los santos, el purgatorio y la infalibilidad del Papa. Esas conversaciones, llenas de paciencia por parte del pastor, fueron decisivas en mi decisión de incorporarme a la Iglesia Católica más adelante. De hecho, me preguntaba a mí mismo por qué no somos todos católicos. Esto, precisamente gracias a la honradez de un pastor luterano.
Comencé a participar activamente en programas que se organizaban a jóvenes en diversos campamentos y clubes juveniles luteranos. También participaba con mis amigos en la actividad que ofrecía nuestra parroquia. Pero poco a poco noté en mi interior que mi vida luterana se quedaba corta. Faltaba algo más. No me llenaba totalmente. En ese momento intuí que ese vacío lo llenaría totalmente la Iglesia Católica: allí encontraría la plenitud de los medios de salvación y los medios para mi plenitud como cristiano.
No había ninguna razón humana para tomar esa decisión; es más, esas razones eran más bien contrarias. Tampoco había ningún deseo ardiente o una gran evidencia en la decisión. Sólo un pequeño barrunto que rondaba en mi mente y corazón.
Mi madrina de bautismo, con el transcurso del tiempo, había pasado de ser una activa luterana a una agnóstica convencida. En un día de Navidad, escuchando una homilía de Juan Pablo II en la radio, decidió hacerse católica. Teniendo yo este barrunto decidí acudir a ella. Me habló de su vida de fe como católica en Finlandia, donde eran minoría y las parroquias se contaban con los dedos de una mano. Me causó mucha impresión su coherencia de vida. Tantas veces sola y lejos de otros católicos, y a la vez muy unida a todos los católicos del mundo. Decidi ir a Misa con ella cuando viajara a Helsinki. Allí me presentó al sacerdote.
Después decidí ir a Misa, ya solo, todos los domingos. Para un luterano no es obligatoria la asistencia a la misa dominical, y de hecho se suele ir sólo dos o tres veces a lo largo del año. Sí, en cambio es habitual ir a la parroquia para rezar, cantar, beber café o comer algo y charlar sobre temas referentes a la fe. Para mí era un salto de calidad y cantidad muy grande. Pero lo intenté.
Comencé a ir a misa dominical en Kouvola, donde conocí a su párroco, un cura de origen polaco. En ese momento en la Iglesia Católica en Finlandia apenas se llegaba a los 20 sacerdotes, todos extranjeros menos uno. Desde el primer momento me sentí en casa. Tenía la seguridad de que al entrar por primera vez por la puerta de esa parroquia ya no podía haber más excusas o hipocresías en mi vida. Pasar por esa puerta era no dar marcha atrás jamás. Había de vivir coherentemente como cristiano católico. Allí comencé un curso semanal sobre la doctrina católica, y la Misa del domingo se hizo carne de mi carne. Al cabo de un tiempo prudente, cuando ya estaba preparado, me incorporé a la Iglesia católica profesando el Credo y recibiendo el sacramento de la Confirmacion. A esa ceremonia tan especial para mí asistieron también muchos amigos luteranos.
Cuando me preguntan por qué me incorporé a la Iglesia Católica, no sé explicarlo bien con palabras. Era claro que mi familia, mis parientes, mis amigos habían influido decisivamente. Es más, conté siempre con su apoyo. Y, curiosamente, todos ellos son luteranos. Veo claro que Dios llama a través de otras personas. Por otra parte, fui fiel a ese barrunto que sentí en mi interior, produciendo un enorme cambio en mi vida: de un pequeña semilla ha crecido un árbol.
Para mí la incorporación a la Iglesia Católica no es un fin en sí misma, sino un comienzo. Como luterano me sentía un poco individualista. Sí, rodeado de gente, pero yo solo, con mi propia vida y mi propia salvación. Además, comprobé cómo el significado del sacerdocio ministerial luterano iba debilitándose para hacerse cada vez más mundano, acorde con las circunstancias que la sociedad dictamina. Esto causó en mí una reacción muy fuerte de rechazo.
En la Iglesia Católica vi que los sacerdotes son administradores de los misterios de Dios. Yo disfrutaba al recibirlos: la confesión de vez en cuando, la santa Misa y mi vida de oración. Considero que la participación en la misa dominical es una medicina eficaz para mis propias heridas, defectos y preocupaciones. La regularidad en la oración y los sacramentos me protegen de muchos males. Una buena y sana alimentación nunca daña, aunque a veces no reciba suficiente.
Ahora estoy casado. Mi mujer es luterana y tenemos dos hijas pequeñas bautizadas en la Iglesia católica. Vamos a Misa juntos, rezamos juntos e intentamos formar a las niñas en la fe católica. La ayuda de mi mujer en esta tarea es imprescindible. Dice mucho de su generosidad y entrega, pues aunque sea luterana acepta totalmente la decisión que tomamos sobre la educación católica de nuestros hijos. Para esto, el mejor modo de formar a mis hijos es con mi propio ejemplo de buen católico. Cuando mi mujer quedó embarazada de la primera hija que hemos tenido empecé a entender mejor que estoy llamado a ser mejor persona, mejor cristiano, mejor católico y, sobre todo, mejor padre.
Hace dos años me encontré de casualidad con isä Raimo, sacerdote del Opus Dei y vicario general de la diócesis, en el aeropuerto Oulu en el centro del país, cuando despedía a mi hermano recién casado. A isä Raimo le conocía de hacía tiempo, pero vivíamos a una distancia de más de unos 400 kilómetros. Pocos días antes de encontrarnos en el aeropuerto, me había trasladado con mi mujer y mis dos hijas a vivir a Helsinki. En esta ciudad comenzaría mi doctorado en Ciencias Económicas. Me preguntó si pudiéramos encontrarnos algún día en Helsinki. Comencé a tener regularmente dirección espiritual con él y así también fui conociendo el Opus Dei. Con la ayuda que estoy recibiendo noto como crezco pasito a pasito en mi vida interior, entendiendo mejor qué significa el amor a Dios y a los demás y el olvido de uno mismo. Quizá el foco que como luterano tenía hacia mi propia salvación se abre ahora a esa dimensión de servicio a los demás. He sido elegido para el apostolado comenzando por mi propia familia y amigos allá donde me encuentre.
Cuando mis amigos me preguntan qué significa ser cristiano, les respondo que significa imitar a Cristo, intentar cada día en casa, en el trabajo, con los amigos, poner a las personas antes que a uno mismo, intentando amarlas a todas.
Para mí, ser católico significa que acepto y entiendo con alegría que necesito la ayuda que me ofrece la Iglesia, especialmente a través de los sacramentos, precisamente para imitar a Cristo y servir con amor a los demás.
En la Misa, Dios mismo se entrega de nuevo por nosotros en su humildad bajo la forma de pan y vino, para poder vivir dentro de nosotros y transformarnos por dentro, haciéndonos semejantes a Él. Cuando no somos capaces de amar al prójimo, Él nos ofrece el perdón a través del sacramento de la Penitencia. Así, del mismo modo también nosotros aprendemos a humillarnos y perdonar a los demás.
Texto de Ville Savolainen, Investigador y doctorando en Ciencias Económicas
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