(Aleteia) Los primeros días del pasado mes de agosto fueron testigos de la salvaje violencia desatada por las milicias paramilitares Liyu, de religión musulmana, contra los cristianos en la ciudad de Jijiga y la región de la que es capital, Somali, en el sudeste de Etiopía.
En los ataques, perdieron la vida 15 sacerdotes ortodoxos (cuatro de ellos quemados vivos), así como 50 fieles. El trágico balance cuenta además 10 iglesias quemadas o destruidas, así como 20 mil personas desplazadas.
El sacerdote anglo-español Christopher Hartley, misionero en Etiopía, narra ahora en esta estremecedora carta la devastadora persecución que vivió su comunidad.
Era el 4 de agosto de este 2018… y serían más o menos las 9:30 de la mañana… Un día más, un día cualquiera en la vida de la misión. Y sin embargo, sería un día que se recordará para siempre en la misión, como el día de la infamia, en la memoria colectiva de este maltrecho pueblo etíope.
El día había amanecido soleado y abrasador – ¡como siempre! – y ya a esa hora el sol apretaba sobre el caleidoscopio variopinto de las interminables planchas de cinc, de las casuchas apelmazadas y amontonadas sin orden, de las callejuelas de Gode.
Me dirigía al pequeño aeropuerto de nuestra localidad en compañía de un buen amigo sacerdote español, que marchaba de vuelta después de haber compartido con nosotros algunos días la vida de la misión.
Mientras le veía caminar hacia el avión bimotor de Ethiopian Airlines, desde la destartalada terminal de nuestro aeropuerto, – con mucho más de chiringuito que de terminal -, me di la vuelta y de nuevo en mi camioneta, volví a la misión.
Era un día más en la vida de la misión con su entretejido de pequeñas tareas, aparentemente intrascendentes, como puñados de semillitas pequeñas de mostaza que, arrojadas tenazmente hacia el viento, con esperanza terca, nos prometía una fecunda cosecha evangélica para este sufrido pueblo somalí.
Estalla el horror
No llevaría yo en la misión ni cuarenta y cinco minutos, cuando sonó mi teléfono… al principio no lograba entender lo que la chica me decía entre lloros y gritos desesperados. Por fin, descifré que decía: «¡padre, nos van a matar, están apedreando a los cristianos y quemando las casas de los cristianos! ¡Venga a buscarnos, venga a buscarnos!».
Y sin pensarlos dos veces, me fui a la ciudad a buscar a las dos mujeres, trabajadoras de nuestra «caritas diocesana». No sabíamos lo que nos íbamos a encontrar por el camino, el peligro que correríamos, lo que nos podría pasar…
Llegamos a su pequeña oficina, nos esperaban ambas a la puerta con su petate al hombro, se subieron de un brinco, y regresamos a la misión a toda velocidad. Allí, los demás voluntarios, estaban en la capilla rezando el santo rosario, pidiendo por nuestra seguridad y por la paz.
Veíamos aterrorizados las columnas de humo que se levantaban al cielo desde diferentes puntos de la ciudad, especialmente donde se encontraba la parcela de la iglesia ortodoxa.
Terror en toda la región
Mientras, el teléfono no dejaba de sonar, informándonos de que estos mismos acontecimientos se sucedían en todas las otras ciudades de la región somalí de Etiopía, con especial virulencia en Jijiga, capital de nuestra región.
A media tarde me llamó el obispo, para contarme todo cuanto les había pasado a ellos en Jijiga, mientras bendecían una capilla recientemente edificado, con enorme sacrificio, por el párroco.
Cuando ya anochecía, y debido a las múltiples peticiones de ayuda que nos llegaban del director regional del hospital de Gode, decidimos cargar una buena cantidad de medicinas en las camionetas, y nos fuimos al hospital para colaborar con médicos y enfermeras, en las curas y primeros auxilios de los heridos.
Al volver a la misión, nos encontramos que muchos cristianos –católicos y ortodoxos– habían llegado por sus propios medios hasta nuestra casa pidiendo refugio.
Mientras algunos de nosotros convertíamos las aulas de nuestra escuela en dormitorios en un incesante trasiego de pupitres y escritorios que salían y camas, colchones, almohadas, sábanas que llegaban para convertir las clases en improvisados refugios para estas pobres gentes… Otros se afanaban en la cocina, preparando calderos de comida que ofrecer a nuestros inesperados huéspedes…
Entrada ya la noche, nos fuimos todos a la capilla, expuse el Santísimo Sacramento, Cristo vivo en la Eucaristía y oramos con enorme intensidad, sobrecogidos por una confluencia de emociones hondas, difícilmente traducibles a la pobre palabra humana… miedo, tristeza, fraternidad, incertidumbre, experiencia de Evangelio, angustia… Palabras mil veces escuchadas y pocas veces tomadas en serio: «nadie tiene amor más grandeque el que da la vida…». «No tengáis miedo, yo estoy con vosotros…». «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen…». «Este ha sido puesto para que muchos caigan y se levanten…».
Leímos reposadamente – en inglés, español y amhárico – el capítulo seis de san Juan, lo comentamos entre todos mientras los refugiados compartían entre lágrimas los miedos y las angustias que habían vivido esa mañana…
Odio desencadenado
Mientras cenábamos nos dieron más detalles de como hordas de musulmanes, cegados por el odio y la venganza entraron en las casas de los cristianos, calle por calle, casa por casa, apaleando a hombres y mujeres, moliéndolos a golpes, apedreándoles, propinando machetazos y patadas… los mismo a hombres que mujeres, niños pequeños y ancianos, mientras arrancaban puertas y ventanas, se dedicaban al pillaje, robaban lo que podían y destruían reduciendo a un montón informe de escombros, los pobres enseres de las familias cristianas.
Miles de cristianos corrieron despavoridos. Los que no vinieron a nuestra casa, se escondieron en el perímetro de la iglesia ortodoxa; otro grupo numeroso logró llegar al destacamento militar del ejército federal.
Mientras, bandadas de musulmanes recorrían a modo de patrullas las calles, buscando más cristianos que matar o apalear; más tiendas y negocios de cristianos que destruir, robar y vandalizar…
Esa noche del 4 de agosto de 2018, Gode quedó sumido en el terror.
Jamás, en mis once años de misión por estos secarrales africanos, habían visto mis ojos nada igual… Gode, la región somalí, nunca volvería a ser lo mismo.
Al amanecer del día siguiente recorrí sobrecogido las callejuelas de la ciudad, iba sorteando vehículos calcinados, sillas rotas, televisiones destripadas, ropas hechas jirones, piedras por doquier… parecía que al barrio cristiano lo había sacudido un terremoto y en realidad así había sido, un terremoto humano, el terremoto del odio hacia los cristianos.
Traumatizados para siempre
Para siempre quedarán en mi memoria los gritos que por teléfono escuchaba de nuestro pobre enfermero católico, que me pedía que fuese a buscarlo. Para siempre recordaré el dilema que me atenazaba el alma, sin saber yo qué hacer… de un lado, le quería ayudar a toda costa, aún a riesgo de mi vida, por otro lado, pensaba en la responsabilidad que tenía frente a tantas personas de las que yo era responsable; pensaba qué sería de ellas si les faltase la cabeza, el pastor.
Por pura gracia de Dios, nuestro enfermero (omito todos los nombres por motivos de seguridad) consiguió saltar la tapia y ocultarse en la casa de los vecinos mientras una banda de jóvenes musulmanes tiraba abajo la puerta de su habitación a patadas, lo revolvía todo y le robaban todas sus pertenecías de valor. A la mañana siguiente logramos llegar hasta él y le trajimos con nosotros.
Nunca ha vuelto este hombre a ser la misma persona. Como tantos otros cristianos, ha quedado profundamente traumatizado por lo que sus ojos han visto, por la experiencia vivida. Ya no sonríe como antes… sencillamente no es la misma persona.
Me acerqué a la iglesia ortodoxa para interesarme por la situación de los sacerdotes y los cientos de familias que allí se habían refugiado entre el templo y la escuela. Al ir a darle un abrazo al sacerdote, en el instante que le toqué la espalda dio un salto y un grito de dolor. Quedé asombrado y me explicó que los musulmanes que habían asaltado su recinto con la intención de quemar la iglesia hasta sus cimientos, como ya habían hecho en Jijiga, Dehabur, Kebre Deher… le apedrearon y molieron a palos.
Sin pensármelo dos veces, le obligué a subirse a mi camioneta y le llevé al hospital para que le hiciesen un examen general y radiografías. Estaba tan traumatizado y aterrorizado, que no se había atrevido él a ir por su cuenta, por más que le insistieron sus feligreses. Estaba en estado de shock solo de pensar que tenía que salir a la calle y que de nuevo las bandadas de musulmanes le volviesen a atacar.
Regresamos a mi casa él y yo, le dimos de cenar, le facilitamos las medicinas que le habían recetado y una misionera le dio una sesión de fisioterapia; de allí regresamos a su casa… o lo que quedaba de ella…
Eran tantos los refugiados cristianos que se arremolinaban en torno a la iglesia ortodoxa, hambrientos, sedientos, enfermos, asustados, sin nada para pasar la noche más que los jirones de ropa que llevaban puestos que, en nombre de la Iglesia católica, pagamos la comida y el agua de los casi quinientos refugiados. Eran nuestros hermanos… «a Mí me lo hiciste…»
Durante los días en que los refugiados permanecieron con nosotros, tratamos de ayudarles a arreglar sus casas, armados de serruchos, clavos y martillos; compramos los enseres básicos para que pudiesen comenzar de nuevo su vida y les regalamos una compra de comida a cada uno, gracias sobre todo a la generosidad de Cáritas de Toledo.
El grito de las víctimas todavía hoy resuena
Aún me resuenan en los oídos los gritos y llantos de los niños más pequeños, que nos contaban, con su lengua de trapo, cómo los musulmanes les habían golpeado, a ellos y a sus madres, cómo las habían empujado al suelo, dado patadas –arrastraron a sus madres por el suelo tirándolas del pelo y arrancaron violentamente su ropa…–.
Incluso supimos de mujeres que habían sido salvajemente violadas.
Las noticias que nos llegaban de Jijiga eran igualmente terribles. Si bien el gobierno había cortado las comunicaciones por internet y suspendido los vuelos a la región, dejándonos aislados, los teléfonos aún funcionaban. Gracias a ello pude estar en comunicación constante con el obispo, que aún seguía atrapado en Jijiga.
En Jijiga, me contaba el obispo que habían matado a varios sacerdotes y diáconos ortodoxos, quemado las iglesias, desacralizado y profanado los lugares de culto. Nos contaban que habían sido tantos los cristianos asesinados, que las excavadoras cargaban los cadáveres en camiones y los tiraban a las afueras de la ciudad para que se los comieran las hienas…
El obispo, que había ido a Jijiga para el día, hubo de quedarse allí cinco días, hasta que por fin las tropas del ejército federal lograron penetrar el cerco de las fuerzas paramilitares somalíes, logrando abrir un corredor humanitario.
Esta crónica mía de lo sucedido es sobria y breve, os lo aseguro.
Lecciones de vida
Me doy cuenta de que una cosa es leer las noticias de las atrocidades que a diario cometen los musulmanes contra los cristianos, porque sencillamente nos odian, y cosa muy diferente es ser parte de la noticia, «estar dentro de la noticia», verlo con tus ojos, sufrirlo en tu carne y en tu espíritu.
Creo que después de vivir estos sucesos, nunca se vuelve a ser la misma persona…
Y sin embargo, se aprenden muchas lecciones de vida…
He aprendido que Cristo está vivo.
Que es un honor y un privilegio del todo inmerecido sufrir y morir por amor a Jesucristo.
Que la vida se pasa en un vuelo, como esa mañana de ese 4 de agosto, donde a las 10 de la mañana todo es paz y tranquilidad y a las 11, morían tantos cristianos por el simple delito de «ser de Cristo», de ser la Iglesia.
He aprendido la importancia de estar preparado, de vivir siempre en la gracia del Señor, de tener la lámpara encendida; que a la hora que uno menos lo espera «llega el Esposo».
He aprendido que la vida pasa en un vuelo: «una mala noche en una mala posada» decía la gran Santa Teresa de Jesús y que de nada sirve decir tantas veces como decimos en la liturgia divina: «¡Maran athá, Maran atha, Maran atha…!» Si en el fondo no esperamos al Señor con el hatillo al hombro y «la cintura ceñida…».
He aprendido que para nadie es el martirio una posibilidad tan real como para los misioneros. Esos extraños hombres y mujeres, de corazón inquieto y desasosegados, perdidos en las periferias y trincheras del primer anuncio evangélico.
He aprendido la importancia fontal que para un sacerdote misionero tiene el vínculo con su obispo. Al día siguiente del ataque, logré hablar con España con mi obispo, el arzobispo de Toledo, Don Braulio Rodríguez Plaza. Hasta ese momento estaba yo atenazado por la angustia, por la emoción de todo lo vivido, estaba lleno de dudas, sin saber qué hacer… hablé mucho rato con él… no sé bien cómo explicarlo, me dio mucha paz la serenidad de sus palabras y la sabiduría de sus consejos. Sentí que no estaba solo, que estaba entroncado por él con los apóstoles, con la Iglesia… ¡injertado en Cristo! Que yo no estaba ni solo, ni peleando batallas por mi cuenta. Me sentí «reenviado» por Cristo y por la Iglesia. Desde ese momento algo cambió en mi corazón y en mi disposición pastoral y misionera.
He aprendido tanto del heroísmo del obispo de nuestro vicariato, monseñor Angelo Pagano, O.F.M. Cap. Fue él quien nos inspiró a todos durante esos días. No sobre todo con discursos elocuentes o de simple «sabiduría humana», sino por animarnos con su ejemplo a abrazarnos a la cruz, por su disposición a no abandonar su grey pasara lo que le pasara y aún a riesgo de perder su vida. Es una gracia inmensa para mí colaborar con tan buen pastor y padre.
Rezad por nosotros ¡No nos abandonéis! Orad por nosotros, ayudadnos con los donativos que podáis a que sigamos ayudando donde el Cuerpo de Cristo vuelve a ser crucificado en la carne de los cristianos.
Nada más, mis queridos amigos; a todos os damos las gracias en nombre de tanta gente pobre que no pueden hacerlo por sí mismos. Le pido a la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, Madre de los misioneros y Madre de los pobres, que a todos nos cubra con su manto bendito.
Ante el Sagrario de la misión oramos cada día por todos vosotros.
Padre Christopher Hartley
Es posible colaborar con la misión que dirige el padre Christopher Hartley a través de la página web oficial: http://www.missionmercy.org/colabora/
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