Papa Francisco: «La Iglesia Católica participa plenamente en el espíritu nacional rumano»

(Zenit) Discurso del Pontífice:

Señor Presidente,

Señora Primer Ministro,

Beatitud,

Excelentísimos Miembros del Cuerpo Diplomático, Distinguidas Autoridades,

Distinguidos Representantes de las diversas Confesiones religiosas y de la sociedad civil,

Queridos hermanos y hermanas:

Dirijo un cordial saludo y mi agradecimiento al señor Presidente y a la señora Primer Ministro por su invitación a visitar Rumanía, y por las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido, también en nombre de las demás Autoridades de la Nación y de vuestro querido pueblo. Saludo a los miembros del Cuerpo Diplomático y a los representantes de la sociedad civil aquí reunidos.

Saludo con deferencia a Su Beatitud el Patriarca Daniel, como también a los Metropolitanos y Obispos del Santo Sínodo, y a todos los fieles de la Iglesia Ortodoxa rumana. Hago extensivo un saludo afectuoso a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los miembros de la Iglesia católica, a los que he venido a confirmar en la fe y a alentar en su camino de vida y de testimonio cristiano.

Me complace estar en vuestra zara frumoasa (tierra hermosa), veinte años después de la visita de san Juan Pablo II, y en el momento en que Rumanía, por primera vez desde que se unió a la Unión Europea, preside en este semestre el Consejo Europeo.

Este es un momento propicio para dirigir una mirada de conjunto sobre los últimos treinta años desde que Rumanía se liberó de un régimen que oprimía la libertad civil y religiosa, la aislaba de otros países europeos y la llevaba también al estancamiento económico y al agotamiento de sus fuerzas creadoras. Durante este tiempo, Rumanía se ha comprometido en la construcción de un proyecto democrático a través del pluralismo de las fuerzas políticas y sociales, y del diálogo recíproco en favor del reconocimiento fundamental de la libertad religiosa y la plena integración del país en el amplio escenario internacional. Es importante reconocer lo mucho que se ha avanzado en este camino, aun en medio de grandes dificultades y privaciones. El deseo de progresar en los diversos campos de la vida civil, social, cultural y científica ha puesto en marcha tantas energías y proyectos, ha liberado numerosas fuerzas creativas que antes estaban retenidas y ha dado un nuevo impulso a las numerosas iniciativas emprendidas, conduciendo el país al siglo XXI. Los aliento a seguir trabajando para consolidar las estructuras e instituciones necesarias que no sólo den respuesta a las justas aspiraciones de los ciudadanos, sino que estimulen y permitan a su pueblo plasmar todo el potencial e ingenio del que sabemos es capaz.

Al mismo tiempo, es necesario reconocer que las transformaciones requeridas tras la apertura de una nueva etapa han comportado –junto a logros positivos– la aparición de obstáculos inevitables que hay que superar y los efectos colaterales que no siempre son fáciles de gestionar para la estabilidad social y para la misma administración del territorio. Ante todo, pienso en el fenómeno de la emigración, que ha afectado a varios millones de personas que han abandonado sus hogares y sus países de origen para buscar nuevas oportunidades de trabajo y de una vida digna. Pienso en la despoblación de tantas aldeas, que en pocos años han visto marcharse a un número considerable de sus habitantes; pienso en las consecuencias que todo esto puede tener sobre la calidad de vida en esos territorios y el debilitamiento de sus más ricas raíces culturales y espirituales que los sostuvieron en la adversidad. Rindo homenaje a los sacrificios de tantos hijos e hijas de Rumania que enriquecen con su cultura, su idiosincrasia y su trabajo, los países donde emigraron y ayudan con el fruto de su empeño a sus familias que quedaron en casa.

Para afrontar los problemas de esta nueva fase histórica, para hallar soluciones efectivas y encontrar la fuerza para aplicarlas, hay que aumentar la colaboración positiva de las fuerzas políticas, económicas, sociales y espirituales; es necesario caminar juntos y decidirse todos con convicción a no renunciar a la vocación más noble a la que un Estado debe aspirar: hacerse cargo del bien común de su pueblo.

Caminar juntos, como forma de construir la historia, requiere la nobleza de renunciar a algo del propio punto de vista, o del interés personal específico, en favor de un proyecto más amplio, de tal manera que se pueda forjar una armonía que permita avanzar con seguridad hacia metas comunes.

De esta manera es posible construir una sociedad inclusiva, en la que cada uno, poniendo a disposición sus propios talentos y capacidades, con educación de calidad y trabajo creativo, participativo y solidario (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 192), se transforme en protagonista del bien común donde los más débiles, los más pobres y los últimos no sean vistos como indeseados, como obstáculos que impiden que la «máquina» camine, sino como ciudadanos y hermanos para ser plenamente insertados en la vida civil; es más, sean considerados como la mejor verificación de la bondad real del modelo de sociedad que se está construyendo. De hecho, cuanto más una sociedad se responsabiliza del destino de los más desfavorecidos, tanto más puede llamarse verdaderamente civil.

Todo esto debe tener un alma y un corazón y una clara dirección de marcha, que no esté impuesta por consideraciones extrínsecas o por el poder desenfrenado de los más importantes centros financieros, sino por la conciencia de la centralidad de la persona humana y sus derechos inalienables (cf. ibíd., 203). Para un desarrollo sostenible y armonioso, para la reactivación concreta de la solidaridad y la caridad, para la sensibilización de las fuerzas sociales, civiles y políticas hacia el bien común, no es suficiente con actualizar las teorías económicas, ni con las técnicas y las habilidades profesionales, aunque sean necesarias. Se trata en efecto de desarrollar, junto con las condiciones materiales, el alma de vuestro pueblo.

En este sentido, las Iglesias cristianas pueden ayudar a redescubrir y alimentar ese corazón palpitante del que brote una acción política y social que partiendo de la dignidad de la persona lleve a comprometerse con lealtad y generosidad por el bien común de la comunidad. Al mismo tiempo, se esfuerzan por convertirse en un reflejo creíble y en un testimonio atractivo de la acción de Dios, promoviendo entre ellas una verdadera amistad y colaboración. La Iglesia Católica quiere situarse en este cauce, quiere contribuir a la construcción de la sociedad, quiere ser un signo de armonía, esperanza de unidad y ponerse al servicio de la dignidad humana y el bien común. Desea colaborar con las Autoridades, con las demás Iglesias y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad para caminar juntos y poner sus talentos al servicio de toda la comunidad. La Iglesia Católica no es extranjera, sino que participa plenamente en el espíritu nacional rumano, como lo demuestra la participación de sus fieles en la formación del destino de la nación, en la creación y el desarrollo de estructuras de educación integral y formas de asistencia típicas de un Estado moderno. Por eso, desea contribuir a la construcción de la sociedad y la vida civil y espiritual de vuestra hermosa tierra de Rumania.

Señor Presidente:

Al mismo tiempo que le deseo a Rumania prosperidad y paz, invoco abundantes Bendiciones divinas sobre usted, sobre su familia, sobre todos los presentes, así como sobre toda la población de este país.

Que Dios bendiga a Rumania.

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