Su Dios es el vientre

El 24 de agosto de 2016, EL DÍA publicó una nota mía que dio mucho que hablar; su título era «La fornicación». La extrañeza era comprensible: la predicación omite el tema desde hace tiempo, y los católicos que asisten a misa no oyen decir nada acerca de los diez Mandamientos; menos todavía del sexto: nada de nada. En un matutino porteño, un periodista especializado en cuestiones religiosas encabezó así su comentario: «Molestia en la Iglesia por las expresiones de Mons. Aguer». Había consultado, según aseguraba él mismo, a «un obispo del conurbano», «otro obispo» y «sectores eclesiásticos». Ellos eran «la Iglesia». Por mi parte, recibí cerca de cien mensajes de aprobación y gratitud. El argumento de todos era: «por fin un obispo habla». Evoco aquel caso porque al artículo que ahora presento podría estamparle como subtítulo «La fornicación II.

En aquella publicación me ocupaba del hecho «según la naturaleza», es decir, como define el DRA: «tener ayuntamiento o cópula carnal fuera del matrimonio» (se sobreentiende: entre varón y mujer). Habría que vivir en la luna para no reconocer que esa violación del sexto precepto del decálogo de la Torá hebrea, tal como lo entiende la Iglesia Católica, se ha convertido en una costumbre muy extendida; ¿exagero si digo prácticamente general? Los adolescentes, que apuran cada vez más su iniciación sexual, no bien se ponen de novios (lo que se entiende actualmente por noviazgo) se ejercitan en la fornicación. Descarto ahora los abominables casos de violación y abuso; me refiero a lo que se practica libremente. Me consta que hay muchachos y chicas, buenos cristianos, que con la gracia de Dios excluyen ese comportamiento generalizado que se ha hecho «cultura» y viven castamente; tienen valor y están exentos de vergüenza por no hacer «lo que hacen todos».

Hoy deseo exponer sobre lo que podría llamarse fornicación «contra naturam», o sea, el ejercicio de la relación homosexual. En el ámbito clásico y en el griego del Nuevo Testamento, se dice «pornéia»; originalmente el término significaba prostitución, pero extendió su sentido para abarcar toda acción deshonesta por el uso ilegítimo de la potencia sexual. Las campañas de promoción de la homosexualidad excluyen, obviamente, toda consideración ética; se han convertido en una ola capaz de sumergir a la opinión contraria, la que afirma la existencia de una naturaleza humana que exige determinados comportamientos. El gobierno anterior ha introducido en el ordenamiento legal argentino el «matrimonio igualitario»; el de Cambiemos se ha convertido en un puntal de la propaganda gay, sobre todo el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, declarada «gay friendly» y que exhibe los multicolores característicos en el obelisco.

Antes de adentrarme en una descripción crítica de la publicidad progay, debe quedar en claro mi respeto y aprecio de todas las personas, también las que experimentan la inclinación homosexual. El Catecismo de la Iglesia Católica establece una distinción entre la tendencia y su ejercicio; aparece allí una explicación que no puede ofender a nadie, y a la vez se recuerda que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados, objetivamente pecados graves. Conviene recordar, además, que – como dice el Catecismo- el origen de la tendencia no ha sido totalmente esclarecido. Hasta hace pocos años los catálogos publicados por la autoridad médica mundial, incluían a la homosexualidad entre las enfermedades mentales. Sigmund Freud se acerca a la doctrina católica al sostener que la sodomía y el onanismo son perversiones e impudicias que menoscaban la cualidad personal del cuerpo humano en la relación sexual. Los nombres de esas conductas antinaturales proceden de la Biblia. La sodomía era un vicio universal entre los habitantes de Sodoma, según se indica en varios capítulos del libro del Génesis. El episodio central ocurre cuando dos misteriosos visitantes llegan a casa de Lot, el sobrino de Abraham. Dice el texto: «Aún no se habían acostado, cuando los hombres de la ciudad, los hombres de Sodoma…llamaron a Lot y le dijeron: ¿Dónde están esos hombres que vinieron a tu casa esta noche? Tráelos afuera, para que nos acostemos con ellos» (Gén. 19, 5). Como es sabido, el castigo divino consistió en que Sodoma fue destruida por el fuego. Según Génesis 38, Onán, incumpliendo la ley que obligaba a suscitar descendencia a su hermano Er, ya muerto, cuando se unía a su cuñada Tamar, a la que había tomado por esposa, «derramaba el semen en la tierra. Su manera de proceder desagradó al Señor, que lo hizo morir».

La propaganda gay es accesible a todos, también a los niños, en internet. Varios usuarios de aplicaciones de Google me han brindado estos datos. Los videos de diversa duración están protagonizados por actores dedicados a la pornografía, aunque se exhiben también filmaciones domésticas. Se rompe el estereotipo del homosexual afeminado; es cosa de varones esbeltos y musculosos que practican el culto del cuerpo, con una característica preponderante: el tamaño enorme del miembro viril, al cual designan con diversos nombres de una jeringonza propia de esos ámbitos reservados. No es éste un detalle secundario, sino un dato fundamental en los numerosos videos sobre el tema.

Entre paréntesis: en su Nuevo Diccionario Lunfardo, José Gobello registra no menos de diez términos nuestros, porteñísimos, para nombrarlo, que no coinciden con aquellos esotéricos. El único que figura en el Diccionario de la Real Academia es «verga», que en su primera acepción se define: «miembro genital de los mamíferos». Esta amplitud sugiere simplemente la animalidad, no lo específicamente humano. En las escenas divulgadas no aparece un amor auténtico entre las personas (no muestran eso los actores), sino la búsqueda de placer, muchas veces en pulsión desesperada. Se repiten la penetración bucal y la anal, y la masturbación que las acompaña. Suele llamarse sexo oral a la felación, nombre que procede del latín clásico; Plinio empleaba «fellator» para nombrar al que mama o chupa. Según me refieren, en algunas filmaciones el onanismo llega a extremos repugnantes. Esos límites no parecen comportamientos propiamente humanos, y exhiben la inmoralidad de escindir la doble dimensión de la relación sexual, que ha de ser, según la naturaleza humana, expresión física del amor y apertura a la transmisión de la vida; lógicamente pues entre varón y mujer. Las descripciones que acompañan a los videos son obscenas y banalizan la realidad noble, bella y sagrada de la sexualidad humana. Se ofrecen también sugerencias aberrantes: entre padre e hijo, entre hermanos, tío y sobrino, y otras combinaciones igualmente perversas. Abundan, asimismo, los actores infantiles, que actúan profesionalmente. ¿Y sus padres? Estarán orgullosos y ganarán plata.

En su carta a los Filipenses, el apóstol Pablo exhorta a los cristianos a ser fieles a su ciudadanía celestial; ellos ya en su vida terrena anticipan el destino que les espera, el cual incluye la transformación gloriosa del cuerpo a semejanza del cuerpo glorioso de Cristo resucitado. De esta convicción se sigue que, como el mismo Pablo escribe en otra de sus cartas: «el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo» (1Cor. 6, 13). No nos resulta fácil gobernar las pasiones, contenerlas y encauzarlas para que cumplan de modo plenamente humano su función natural; siquiera para intentarlo es preciso conocer qué somos, quiénes somos y cuál es el sentido de nuestra existencia en la tierra. La escritura apostólica continúa: «yo les advertí frecuentemente y ahora les repito llorando: hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que debería avergonzarlos, y solo aprecian las cosas de la tierra» (Fil. 3, 18-19).

Algunos exégetas interpretan «su dios es el vientre» como una referencia crítica a la glotonería. Otros, en cambio, entienden el original griego «koilía» como «el bajo vientre»; el pasaje sería entonces una advertencia contra el desarreglo sexual. Así comprendida, la actualidad de esta palabra bíblica es impresionante: para muchos sumergidos en la cultura fornicaria – y aún progay- que se impone en nuestra sociedad, «su dios es el vientre». Digamos con mayor precisión: su dios es el cuerpo, al que rinden pleitesía, y mejor aún: su dios es el largo apéndice de los muchos nombres. Quizá entre esos actores, y quienes les siguen para procurarse excitaciones, haya personas bautizadas. No está de más recordar, como lo hacía el Apóstol en el siglo I, que ellos han sido lavados en el bautismo y destinados a la resurrección de sus cuerpos. La condición es que no se conviertan en «enemigos de la cruz de Cristo», y crean en el Dios vivo y verdadero, del cual nadie se burla (Gál. 6, 7). Es difícil calibrar el efecto de semejante reducción de la vida y el amor a esos vicios atractivamente presentados, pero la curiosidad puede llevar a muchos incautos a quedar atrapados en la aceptación de los comportamientos contra la naturaleza. Sobre todo si por el contagio de la cultura vigente, piensan como postulaba Jean-Paul Sartre: «si Dios no existe, todo está permitido».

«Horresco dicens»: me causa horror decir esto, pero es la verdad, y alguien tiene que recordarla. Espero que nadie se moleste por mis expresiones.

+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata

Publicado originalmente en El Día

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