La historia humana lleva en su interior un drama, una lucha continua entre el poder de las tinieblas, Satanás, y el poder de Dios, que se ha manifestado en Cristo resucitado, vencedor de la muerte. La victoria final es del poder de Dios, que llegará a su plenitud por el camino del amor. En este combate la mujer tiene un papel fundamental. Lo sabemos porque Dios mismo nos lo ha desvelado, nos lo ha dicho en su revelación en distintos momentos de la historia.
Ya en las primeras páginas de la Biblia, Dios le dice a la serpiente (que representa a Satanás): «Pongo hostilidades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón» (Gn 3,15). Aquellos primeros padres, primeros habitantes de la especie humana en la tierra, habían quebrantado el mandamiento de Dios. Por sugerencia de Satanás antepusieron su gusto a la obediencia a Dios, y fueron expulsados del paraíso, perdieron la inocencia original, perdieron la gracia y los dones preternaturales. Introdujeron un fuerte apagón en la historia humana y nos dejaron a todos los humanos inclinados al pecado, es decir a la desobediencia de los preceptos divinos. La mujer vencería a la serpiente. En los cuadros de la Inmaculada aparece expresado bellamente: María aplasta con su talón la cabeza de la serpiente. Cristo en su resurrección ha derrotado a Satanás.
En las últimas páginas de la Biblia, se alude ampliamente a este combate en el que la mujer tiene un especial protagonismo: «Apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas, está encinta y grita con los dolores de parto y con el tormento de dar a luz. Y apareció otro signo en el cielo: un gran dragón rojo que tiene siete cabezas y diez cuernos… El dragón rojo se puso en pie ante la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo cuando lo diera a luz» (Ap 12). La mujer es la Iglesia, es María. El dragón rojo es Satanás, cuyo objetivo es devorar al hijo de esta mujer, Jesús. Y al ser librado de esta amenaza, Satanás lleno de ira se dedica a hacer la guerra al resto de su descendencia, los discípulos de Jesús. Pero la Mujer llevará a la humanidad entera a la victoria final por el camino del amor: «Mi corazón inmaculado triunfará», dijo María a los pastorcitos de Fátima.
Hemos vivido en nuestra ciudad en los días pasados un rebrote de esta lucha dramática entre la Mujer y Satanás, para recordarnos a todos que el combate no ha terminado, sino que está latente en la historia y de vez en cuando se hace visible. Ha habido opiniones para todo. Opiniones históricas, artísticas, jurídicas, políticas, etc. Desde el servicio pastoral que el Señor me confía, os invito a situarnos en esa dimensión sobrenatural de la fe, desde la cual aparecen algunas lecciones.
En primer lugar, María es imbatible. Es imbatible porque el poder del mal no ha podido tocarla. Es purísima e inmaculada. Su vida es un canto a la vida nueva que Cristo nos ha regalado, a la vida de gracia que en ella se ha derramado. Por eso, es la llena de gracia. Es la llena de gracia para ella, que es toda hermosa, y para nosotros pecadores, a los que limpia y embellece, como hace una madre buena con su hijo pequeño cuando se ensucia. Pero, además, porque a ella le ha encomendado Dios que ayude a todos los humanos en este combate, ella es la mujer que nos libra de las garras del dragón y que aplasta con su pie la cabeza de la serpiente. Ella nos promete que en este combate vencerá, que venceremos con ella. Y la lucha y la victoria no es contra los poderes de este mundo, sino contra los espíritus del mal, contra Satanás y toda su corte, aunque a veces en esa corte satánica podemos estar implicados los humanos de una u otra manera. De los humanos esperamos la conversión, de Satanás no hay posibilidad.
La propuesta creyente puede resultar grotesca para quienes no tengan fe. Y puede incluso resultar ingenua para quienes quieren atacar la fe cristiana. A pesar de todo, de la mano de María y en el mes de mayo, seguiremos ofreciendo nuestras «flores a María», sin imponer nada a nadie, y ofreciendo a todos la posibilidad de que admiren una belleza que el pincel humano no puede producir, la belleza de una mujer, la belleza de la Inmaculada, la belleza de la gracia, esa belleza que salvará al mundo.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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