(L'Occidentale/InfoCatólica) Entrevista al cardenal Burke:
–Cardenal Raymond Leo Burke, en Francia es de la mayor actualidad el caso Lambert, condenado a muerte por deshidratación y desnutrición. Hace unas semanas, en los Países Bajos a la joven Noa, afectada de depresión por consecuencia de la violencia sufrida, se la dejó morir de hambre y de sed con la ayuda de un equipo médico que la acompañó hasta el final. ¿Es éste el lugar de aterrizaje natural de la modernidad o el Occidente se está convirtiendo a una cultura de la muerte que conduce a la supresión de toda debilidad?
Lo que estamos viendo es un ataque contra el derecho fundamental a la vida de todos los que se encuentran en una situación de profundo sufrimiento o malestar físico. Constituye una gravísima violación del respeto incondicional debido a cada hermano y hermana y especialmente hacia aquellos que son débiles en razón de la edad avanzada, enfermedad grave o cualquier discapacidad. Todo esto me genera una perturbación muy profunda, tanto personalmente como en mi servicio como pastor en conformidad con la ley natural y el magisterio de la iglesia, en los puntos esenciales que se refieren al ministerio de los obispos. De hecho, como el papa San Juan Pablo II ha enunciado en su encíclica Evangelium vitae, la enseñanza sobre la vida y sobre la eutanasia está fundada sobre la ley natural y sobre la palabra de Dios. Para responder a la pregunta, no creo categóricamente que estemos ante un lugar natural de aterrizaje de la modernidad. Por el contrario, es el resultado de una distorsión y de un trastorno profundo en que está involucrada nuestra sociedad. Sin embargo, nosotros los católicos y todas las personas de buena voluntad tenemos una clara obligación de defender la máxima dignidad de la vida humana, en cada uno de sus estadios.
En este momento de grandísima confusión, también es necesario que la Iglesia haga un frente unido para lanzar un mensaje claro de su enseñanza. La Iglesia, en su sabiduría milenaria, nunca ha trivializado o disminuido la condición de profundo abandono y sufrimiento en que se hallan estas personas, sino por el contrario, siempre ha tratado de evitar que se sientan una carga para la sociedad o, peor, como descartes reducidos a la inutilidad, en una sociedad que como señala Evangelium Vitae, cada vez más depende más de «tendencias actuales de irresponsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otras cosas, la falta de solidaridad hacia los miembros más débiles - como los ancianos, enfermos, inmigrantes, niños - y la indiferencia que a menudo se registra en las relaciones entre los pueblos aún cuando están en juego elementos básicos como la supervivencia, la libertad y la paz ». La tarea de cada uno de nosotros, en este momento de verdadera lucha en defensa de la vida, es promover una cada vez más completa «cultura de la vida».
–Cuando se habla de eutanasia, se suele evocar la autodeterminación del individuo y la concepción de la libertad vinculada con el derecho exigible a morir, del cual el Estado debe garantizar el ejercicio. ¿Es admisible para un estado que se haga dispensador de la muerte? El cristianismo postula la libertad del hombre, pero ¿cómo podemos conciliar este principio con la idea de que la libertad individual pueda alcanzar un límite?
El argumento de la libertad como justificación de la autodeterminación sin ningún límite, especialmente para un cristiano, cuyo mayor don reside precisamente como hijo de Dios, en la libertad, es sin duda sugerente pero si no se contextualiza, corre el riesgo de vaciarse completamente de significado, perdiendo así todo el valor. La verdadera libertad nunca puede separarse de la realidad humana en su dimensión más verdadera y profunda, que se caracteriza de modo particular por el don de sí mismo, en una perspectiva relacional. La libertad está siempre en relación con la verdad.El Señor nos dijo: La verdad os hará libres (Jn 8, 32). La Evangelium vitae en este sentido dice lo siguiente: «Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de tal confianza que Dios da a todo hombre la libertad, que posee una dimensión relacional esencial. Es el gran don del Creador, puesto como está al servicio de la persona y su realización a través del don de sí mismo y la aceptación del otro; cuando se absolutiza de manera individualista, la libertad se vacía de su contenido original y se contradice en su propia vocación y dignidad. Hay un aspecto aún más profundo que enfatizar: la libertad se niega, se autodestruye y se elimina de la eliminación del otro cuando ya no reconoce y ya no respeta su vínculo constitutivo con la verdad.»
Es con esto en mente que debe tener lugar cualquier profundización del papel del Estado en estas cuestiones.
Un estado que reniega de su rol primario como defensor y promotor de la vida, es un estado derrotado en sí mismo. Cuestionar el primado de la dignidad de la vida humana conduce a no anclar el derecho y la autoridad del Estado al hombre y su plena protección. Así llegamos al nefasto desenlace de una dictadura del relativismo en la que no hay más lugar para los más débiles, que, en el mejor de los casos, antes que otros lo hagan por él, se dan cuenta de que está «de más» y decide entregarse al abrazo mortífero del estado.
Un estado que, de hecho, se crea a mero nivel de posibilidad el ser portador de la muerte, disfrazado como un reconocimiento del derecho a una «muerte digna e inútil», en las personas que ya sufren una situación de malestar existencial infunde la duda de una de esas hipótesis en que es mejor para uno mismo y para los seres queridos recurrir al asesinato del estado. Este es el fracaso de la relación humana y de ser el guardián de los demás como el mayor instrumento de ejercicio de la libertad. Como obispo y responsable del cuidado y custodia de todas las almas y especialmente de las que más sufren, insto a los responsables de decidir y legislar sobre estas cuestiones, a no permitir que prevalezca ningún interés político a expensas de la protección de la vida inocente y se declaren concreta y claramente en defensa de la misma.
–En uno bello libro suyo, «Un cardenal en el corazón de la Iglesia», Ud. ha denunciado un riesgo: la idea de que sólo los fuertes pueden ser considerados verdaderamente libres, igualando la idea de libertad con la plena eficiencia física y mental, con normas debajo de la cual una vida ya no valdría la pena de ser vivida. De hecho, cada vez se producen más casos de eutanasia que son independientes de la voluntad misma del individuo: personas que no son capaces de entender y querer ser suprimidas, en nombre de su supuesto interés. ¿Es una forma de progreso que tiende a hacer desaparecer la imperfección y el sufrimiento de este mundo, o estamos enfrentando el Acantilado de Tarpea del tercer milenio?
Desafortunadamente, el criterio del «interés mejor» y de querer medir el valor de la vida y, por lo tanto, la sensación de seguir viviendo de factores como la productividad, la eficiencia, la plena autonomía y la energía, está deshumanizando la sociedad occidental. No están en juego ni la autodeterminación (pienso por ejemplo, en el pequeño Charlie Gard o Alphie Evans, ni el discapacitado Vincent Lambert, personas incapaces de expresarse con palabras) ni, de hecho, el mejor interés, sino más bien una ideología y una antropología. Por lo tanto, quisiera reiterar con firmeza, en particular a los que se encuentran en estas condiciones y a sus familias, que la vida humana y su dignidad no varían en función de las circunstancias físicas o mentales, en cualquiera de estos casos. A menudo se dice que es humillante, para aquellos que se encuentran en estas condiciones graves, continuar con tales sufrimientos y una vida «no digna de ser llamada tal». Por el contrario, me parece único e intrínsecamente humillante llegar a comparar la vida humana con la de una planta, hacerles percibir a estas personas, ya muy probadas por su condición, esa opinión pública mayoritaria, o incluso peor, del estado, que creen que sus vidas ya no valen la pena. Una vez más, como pastor, quisiera traerles la voz de Cristo y de su Iglesia, que siempre ha proclamado que en cualquier etapa y condición que se encuentre, la vida del hombre es siempre preciosa a Sus ojos.
–En Italia en la última legislación se aprobó una ley sobre el llamado «testamento biológico» que, según los críticos, se abre a la eutanasia pasiva porque, por ejemplo, permite la suspensión de la hidratación y la nutrición, incluso en caso de incapacidad de entenderlo y quererlo. Sobre esta base, se ha pedido la intervención del Tribunal Constitucional pidiendo que se amplíen activamente las causales para la eutanasia y, con toda probabilidad, en caso de inercia del Parlamento, en la audiencia del 24 de septiembre, se tomarán medidas sobre las normas que hoy castigan la ayuda al suicidio. ¿Es apropiado tratar de intervenir por vía legislativa para prevenir esos resultados, o es justo dejar que los acontecimientos sigan su curso?
La propia Corte, consciente de la extrema delicadeza del tema, fue la que pidió al Parlamento que intervenga. Por otra parte, una asamblea de representantes electos, que tiene la tarea de representar la voluntad del pueblo y de servir y promover el bien común, no puede eludir su tarea en situaciones relativas a la vida y a la muerte, que son los cimientos de la comunidad humana. La política, conscientemente o no, siempre se basa en unos principios éticos y una antropología.
Benedicto XVI, en Caritas in Veritate, concluye con una declaración de importancia fundamental: «la cuestión social se ha vuelto radicalmente antropológica», haciendo hincapié en el vínculo que une la ética social con la de la vida, y desarrollando en el nuevo contexto de la globalización y posmodernidad, conceptos ya contenidos en la Evangelium vitae. Creo que hoy, ante los enormes cambios introducidos por la biotecnología y acompañados de cambios culturales igualmente grandes, los políticos y gobernantes deben dejar claro, frente a los ciudadanos, qué antropología les está guiando, como los principios éticos irrenunciables; para dar un ejemplo concreto y urgente, sería de esencial importancia saber cuál es la posición de cada partido frente a la idea de que la muerte puede ser un derecho exigible, ofrecida por el sistema sanitario estatal.
–Nos encontramos ante una cuestión que afecta al mismo tiempo a la legislación civil de un Estado y a los principios que la tradición cristiana debe considerar primarios e innegociables. Dado a César lo que es de César, ¿puede la Iglesia darse el lujo de desinteresarse de ello en nombre de la laicidad del estado, o es justo que haga oír su voz? Y los políticos que se definen como católicos, ¿pueden permitirse el lujo de hacerse los tontos?
Nadie, creyente o no, puede dejar de lado el juicio ético sobre cuestiones que tan profundamente desafían las conciencias. El caso Lambert en Francia plantea una pregunta a la que todo ser humano está llamado a responder: ¿puede interrumpirse la vida de una persona porque está discapacitado, porque está confiado a los demás? ¿Puede el Estado dar muerte a los inocentes e indefensos? Recuerdo que hace unos años, en Italia, hubo un caso similar, el de Eluana Englaro, que con razón involucró a todo el país, incluidas las más altas autoridades del Estado y del Parlamento. Una reacción similar hubo también en América para el caso de Terri Schiavo. El Magisterio de la Iglesia siempre ha sido claro sobre la defensa de la vida, especialmente de los más frágiles, los más expuestos. Un político católico no debe, ni puede hacer otra cosa que referirse al derecho natural, como se expresa en la enseñanza de la Iglesia, y actuar con energía y coherencia. La Iglesia no necesita desarrollar nuevas respuestas, pero no puede permanecer callada frente a la violencia sobre los que no pueden defenderse, sobre los frágiles e indefensos; creo que debe prestar su voz al que no tiene voz.
Tradudico por M. Virginia O. de Gristelli para Infocatolica.
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