Uno de los grandes problemas a los que me tengo que enfrentar es el de qué sentido tiene mi vida, caso que tenga alguno y cómo hacer para encontrar ese sentido.
Nunca se me olvidará lo que en cierta ocasión me contó un amigo: «Estábamos un grupo de bancarios haciendo un curso, cuando surgió el teme del sentido de la vida. Me impresionó ver que, fuera de mí, católico practicante, y un protestante, los demás no tenían ni idea de para qué estaban en el mundo». Y es que la fe no sólo te hace creer en Dios, sino que te aclara para qué estás en este mundo.
El creyente parte de un supuesto: Dios me quiere más que yo a mí mismo. Por tanto estoy en buenas manos y Dios me ha hecho para que me realice como persona, con una vocación personal en la que Dios me pide que sea yo mismo, nunca la copia servil de otros, aunque pueda ver en otros en algún aspecto un modelo de cómo me gustaría ser.
A la hora de decidir mi futuro, cualquiera que sea éste, no puedo prescindir de lo que Dios me pide es que me entregue plenamente y sin reservas a Él y que eso es válido para cualquier persona, en cualquier estado de vida. No puedo olvidar que lo que Dios quiere es siempre lo mejor para mí, mi plena realización personal y que en ningún sitio me realizaré mejor como persona, ni seré más feliz que haciendo su voluntad y entregándome plenamente a Aquél que me ama desde toda la eternidad. El amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano.
En el cristianismo creemos que sólo el amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos da sentido y es la meta de la vida humana en todas sus dimensiones. Todos hemos sido llamados al amor y en consecuencia a la santidad. Una vocación cristiana supone espíritu de oración y de sacrificio, pero también alegría y sentido del humor, así como el convencimiento que vale la pena apostar la vida por la causa de Cristo. Nuestra vocación supone haber iniciado el camino hacia nuestra plena realización personal, en obediencia hacia mi recta conciencia, que no es otra cosa sino la voz de Dios que resuena en mi interior, no siendo la felicidad otra cosa sino esta obediencia que me permite realizarme, aunque todavía no me haya realizado del todo.
Pero si podemos decir que éstos son los principios generales, tenemos también que enfrentarnos con la realización concreta. Yo a mis alumnos les recomendaba que escogiesen una profesión que les gustase, porque es muy triste y desconsolador tener un trabajo que odias, que les permitiese ganarse la vida, pero sin olvidar que mi profesión es uno de los instrumentos principales que tengo para hacer el bien. No hace muchos días un médico me decía que cuando empezó a ejercer, su padre, también médico, le dijo: «Hijo, recuerda que detrás de cada paciente hay una persona que sufre, y detrás de él, hay una familia que también sufre». Y es que evidentemente el ejemplo y testimonio de otras personas no sólo te enseña el camino, sino que la realización de éste es factible. El valor de cualquier vocación depende de la capacidad de amar sinceramente, y como cristianos que somos, de amar de modo especial a aquéllos que nadie ama.
Pero en un artículo así, no puedo olvidar que soy sacerdote. Siempre he pensado que es una gracia inmerecida que Dios me ha concedido. Si alguien sospecha que Dios le llama como llamó a Mateo, pidiéndote que le consagres tu vida, no creas que eso es una faena, sino que lo que indica es que Dios, aunque no lo entiendas y te parezca increíble, , pero lo que ello supone que Él ha puesto su confianza en ti. Simplemente no le fallemos.
Pedro Trevijano
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