Candace Bushnell, escritora y columnista, es conocida fundamentalmente por haber escrito «Sex and the City» («Sexo en Nueva York» en España o «Sexo en la ciudad» en otros países de Hispanoamérica). Un libro que da lugar a una serie de televisión y dos películas protagonizadas por Sarah Jessica Parker, una escritora de Nueva York que elige su independencia sobre la maternidad (y sí, por independencia puedes entender eso en lo que estás pensando).
Ahora al llegar a los 60 años se arrepiente de no sólo de no haber tenido hijos, sino de haber elegido su carrera en lugar de tenerlos, se encuentra «verdaderamente sola»
Le dijo al Sunday Times:
«Cuando tenía treinta y cuarenta años, no lo pensé. Luego, cuando me divorcié y tenía más de cincuenta años, comencé a ver el impacto de no tener hijos y de estar realmente solo. Veo que las personas con niños tienen un ancla de una manera que las personas que no tienen hijos no la tienen.»
Creo que es indudable que si los hubiese tenido, Sex and the City no habría existido tal como es. Habríamos ganado todos.
Esa pérdida del sentido de la maternidad y paternidad nos va a dejar una sociedad muy distinta a la que hemos vivido, llena de seres infecundos que todo lo más imaginan una realidad incomprensible para ellos, por falta de referentes, «anclas». Porque esto va más allá de derivas personales o de situaciones demográficas.
El profesor García de Leániz en uno de los artículos más sugerentes de este verano, La desaparición de los hijos, lo analiza estupendamente. Habla de datos («La mitad de nuestros jóvenes no tendrá ni siquiera un nieto») o de futuro social (una sociedad que va bien materialmente pero es «incapaz de explicar y fundamentar por qué es un bien que haya hijos que los puedan disfrutar»), y, para mí lo más interesante, desliza algunas consecuencias sociológicas de que no haya hijos (negritas suyas):
La repercusión de esta anomalía normalizada de la ausencia del hijo en la configuración doméstica -y de la vida humana misma- es ya evidente. Un informe de Funcas expone que el número de hogares con un núcleo conyugal sin hijos pasó de 1,5 a 4,4 millones entre 1977 y 2015, es decir, se triplicó una tendencia que, como se ve, sigue al alza. El cambio que han experimentado los hogares españoles -y, por tanto, la textura de la vida humana- durante las últimas décadas es notorio: en la España actual, cuatro de cada diez hogares son de pareja con hijos; una cuarta parte, de pareja sin hijos; y otra cuarta parte, unipersonales; el resto están compuestos fundamentalmente por hogares de núcleo monoparental y un grupo reducido se halla formado por hogares habitados por personas sin relación familiar entre ellas.
Todo ello supone un acontecimiento histórico sin parangón que atraerá la atención perpleja de los futuros historiadores y pensadores (si es que quedan), cuando afronten la desaparición de la paternidad y maternidad en nuestras categorías vitales. Lo cual supone un modelo de sociedad basado en la extinción paulatina de esa otra realidad que llamamos nuestros hijos, es decir, nuevas personas y por tanto nuevos comienzos. Una sociedad terminal que hace que, usualmente, ya tengan familias numerosas (a partir de tres hijos) progenitores con hondas convicciones cristianas -ciertamente, una minoría que coincide con el franco declive del catolicismo en nuestro país- o fieles del Islam afincados aquí.
«La desaparición de la paternidad y maternidad en nuestras categorías vitales». Ayuda a entender la escala de valores en las acciones de gobierno, en todos los sentidos, y en los objetivos de las personas. También en la Iglesia. Las madres y padres (extendido a los espirituales) tienen una concepción distinta, o al menos, más precisa de conceptos como protección, dar la vida, para siempre, compromiso, sacrificio, dejar poso, alegría, preocupación, llevar a hombros para que el alzado se luzca, señorío, hogar, patria, perdón, educar, futuro, heredad, …
Y para la evangelización presenta un reto enorme, el de poder hablar con personas que no son capaces, intelectual y vitalmente, de entender la alegría del encuentro personal con un Padre que tanto nos ama que entregó a su Hijo por nosotros y de un Hijo que nos anima a tratar a Dios, Abba, papaíto.
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