Hace unos días leíamos en los periódicos la muerte de un conocido etarra, y se nos decía que en sus últimos tiempos había sufrido una fuerte angustia vital, que había requerido tratamiento psicológico, porque no aceptaba la proximidad de su muerte. Como consecuencia de esta información, estos días he reflexionado bastante sobre lo que supone la fe a la hora de afrontar la muerte. Desde luego creo que los psicólogos no creyentes tienen muy poco que decir ante el problema de la muerte y del más allá. Para empezar, tienen una visión puramente materialista del hombre y le niegan su dimensión religiosa, lo que no deja de ser una muy seria mutilación de su personalidad, cuando ya desde la Prehistoria el hombre tiene una visión religiosa de la vida. Todavía hoy, si preguntamos a cualquiera cuál es su máxima aspiración, la respuesta masiva sería: «ser feliz siempre». Pero esta contestación, supone dos premisas: la existencia de Dios y la inmortalidad del hombre, porque sin ellas el conseguir la felicidad perpetua es sencillamente imposible. Ahora bien, si no nos posible ser felices siempre, seríamos víctimas de la mayor estafa imaginable. Claro que si Dios no existe, somos consecuencia del azar y como no hay ningún ser inteligente detrás del Universo, no existiría la lógica y cualquier absurdo sería posible.
El otro problema con el que se enfrentan es el de la inmortalidad. Cada vez que muere un pensador o un político no creyente, chocan frontalmente dos concepciones: la que todo termina con la muerte y el ansia de inmortalidad presente en todos nosotros.: Fulanito vive, está en la Historia, suele decirse, pero lo que es indiscutible es que en esa concepción, ha dejado de existir. Siempre me ha parecido una estupidez que mi inmortalidad consista en que mi nombre se encuentre en unos cuantos libros o periódicos viejos, de los cuales no tengo consciencia, porque he dejado de tenerla, aparte de la tremenda injusticia que supone para mis compañeros menos conocidos, caer totalmente en el olvido.
Con una visión de fe, el panorama es totalmente distinto. Las preguntas sobre los grandes interrogantes del hombre encuentran respuesta: ¿la vida tiene sentido?, ¿cuál?, ¿para qué estamos en este mundo?, ¿existe algo más allá de la muerte?, y sobre todo ¿podremos ser felices siempre? Para el creyente todas estas preguntas tienen contestación positiva. Por supuesto estamos convencidos que la vida tiene sentido, que ése no es otro sino amar y ser amado y pasar por este mundo haciendo el bien. Creemos no sólo que Dios existe, sino que se ha hecho hombre para redimirnos, salvarnos y abrirnos las puertas del cielo, es decir de la eterna felicidad. Ahora bien ese Dios que sí quiere salvarme, me ha hecho un hombre libre y respeta mis decisiones. Recuerdo que cuando era adolescente un sacerdote me dijo: «Tienes la idea de que vas por el bordillo de la acera y Dios está esperando que te caigas para mandarte al infierno. La realidad es esa misma, pero al revés. Dios va a hacer contigo todas las trampas que pueda, menos cargarse tu libertad, para llevarte al cielo». Y es que, como dijo San Agustín: «El Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti».
Si la víspera de nuestro nacimiento nos hubiesen comunicado que íbamos a ser expulsados del seno materno, muy probablemente hubiéramos protestado con todas nuestras ganas. Y sin embargo casi todos nosotros celebramos actualmente la fiesta de nuestro cumpleaños, el aniversario de ese día feliz en que nacimos. Pues bien, con nuestra muerte sucede lo mismo y por ello la Iglesia celera el día de los santos generalmente el día de su muerte, el día de su nacimiento a la vida eterna feliz. Y es que como dice el Prefacio de la Misa de difuntos: «Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo».
P. Pedro Trevijano, sacerdote
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