Los periodistas de Charlie Hebdo no han facilitado las cosas, precipitando la retórica que ata y ciega, la matanza de otros seres humanos por la religión, la forma más horrible de impiedad, en palabras del escritor nigeriano Wole Soyinka, premio Nobel de Literatura. Exonerar a la madre de los pecados de los hijos sólo conduce a la ceguera intelectual: la ideología blasfema secular ha despertado el desprecio y el odio en esa carrera hacia la degradación humana o denigración acumulativa de la sensibilidad humana que entrañan los actos terroristas.
El semanario francés Charlie Hebdo significa un bastión vigente del sesentayochismo, encarna el laicismo radical negador de las creencias, entregado a la idolatría de revocar la religión tradicional y destruir imágenes sagradas. Imbuido de su propio código moral, satisfecho de sí mismo, hostigador anárquico de toda forma de autoridad religiosa ajena a las libertades de la República, Charlie Hebdo apresuró, en su afán subversivo de derribar al hombre de su hipocresía y de sus valores éticos, el advenimiento del integrismo y el terror. El propio Benedicto XVI afirmaba que si alguna vez se llega a un enfrentamiento de culturas no será por un choque de religiones sino por el conflicto entre esa emancipación radical del hombre, negadora de lo trascendente, y las grandes culturas históricas.
Los atentados terroristas del pasado siete de enero en París, lejos de incrementar el nivel general de miedo en la mente del ciudadano, han encontrado una respuesta eficaz en la comunidad internacional. Toda acción terrorista que parezca fomentar la inmunidad sólo puede generar la sumisión del mundo a un régimen totalitario. La filosofía que sustentaba el nazismo era una filosofía de elitismos, era filosofía de los Elegidos contra el Resto. La filosofía del terror islamista sólo puede esperar sanciones justas y debidas a escala mundial. Después de muchos errores y abandonos de responsabilidades, el mundo ha creado tribunales internacionales para crímenes contra la humanidad, mecanismos y sanciones oportunas contra la violación de los Derechos Humanos.
Pero produce una evidente crispación que la respuesta al terror, presente, al igual que Jano, dos caras distintas en los medios de comunicación y sean tan dispares las impugnaciones a un idéntico desafío a la seguridad de la sociedad. El yo tengo razón, tú estás muerto, proveniente de una cultura acostumbrada al terror y a la violencia, donde la vida tiene un valor relativo y se adoptan a menudo actitudes fatalistas, se aplica contra cristianos martirizados cada día en Oriente Medio o en Nigeria sin que se advierta ninguna respuesta internacional, como la que se produce ahora en la matanza de París. La muerte cotidiana de cristianos africanos, sirios o iraquíes es confinada a la oración, sin ningún respaldo mediático ni político. Mientras que se tienden puentes en la comunidad internacional a un liberalismo negador y blasfemo, que ni siquiera se respeta a sí mismo, se levantan muros obscenos de incomunicación y de indiferencia hacia el cristianismo, religión portadora del amor y del respeto a la vida. El cristiano que todo lo sacrifica por el amor de Dios, que entra en toda soledad y dolor en Irak y representa la santidad de lo invisible en muchos lugares del mundo, sólo merece la indolencia infame y cruel de una débil respuesta de Occidente, un ominoso silenciamiento cómplice y sin correctivos, incapaz de impugnar el mismo rechazo al terror islamista que hoy recae sobre el ciudadano y la República francesa. La secularización creciente de la sociedad europea penaliza al cristiano al ostracismo mientras tributa homenaje al laicismo dogmático francés, pretenciosamente portador de la paz civil.
Desactivar el devastador terror islámico exige organizar una cultura de paz preventiva, la formación de ciudadanos pacificados y de unos medios de comunicación que no contribuyan a la violencia de modo irresponsable, como hace el semanario Charlie Hebdo desde el hostigamiento y la provocación, invocando una legítima libertad de expresión por medio del nefasto ejercicio de un clericalismo civil laicista, que establece sus propios dogmas, utilizando el viejo combate contra la religión, las creencias y la autoridad de las distintas confesiones religiosas. El amor por la libertad y la tolerancia del pueblo francés, al que apela Manuel Valls, primer ministro francés, la indignación contra el terrorismo que quiere dividirnos y que es enemigo de la libertad, no podrá construirse sino desde la asunción previa educativa de la propia responsabilidad hacia el respeto religioso. La imposición de un escenario social en el que coexista un Estado laico y el imperio del relativismo inmoral en la sociedad civil sólo puede significar el fracaso de la laicidad y de cualquier proyecto de paz.
Roberto Esteban Duque
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