La persona sin vínculos fuertes sólo tiene que preocuparse del éxito personal y de su propia salud. Pero el que ama a otro, aunque permanezca el amor, está amenazado siempre por la muerte, algo que imposibilitará vivir bien del todo pero sin que queramos renunciar a ello. Aunque las pasiones puedan deformar nuestro juicio, la reacción pasional nos enseña lo inconmensurable de nuestros bienes y valores. Mi renuencia hacia «el ascenso del deseo» socrático, donde el amor y el temor quedan excluidos, haciendo a cambio menos frágiles nuestros apegos, se ve refrendada ante la pérdida de un ser querido: no entiendo por qué el buen vivir debe excluir o minimizar nuestros apegos más frágiles e inestables, siendo que se encuentra en ellos no sólo la causa de dolor (ay, ni siquiera sabe uno qué hacer ya con su libertad), sino la fuente del conocimiento y de la excelencia. Al cabo, lo humano es inseparable de la vulnerabilidad. Para no caer en la desolación, C. S. Lewis nos dirá que en el amor por la esposa o por el amigo, el único elemento eterno es la presencia transformadora del Amor en sí mismo. Creyendo en Él entonces podré creer en el Cielo y en la reunión con el ser amado. Por eso, nada hay más apremiante que la santidad.
En el reciente Documento Final del Sínodo de los Obispos sobre los Jóvenes, se propone un «cambio de perspectiva». En lugar de fijar la mirada en los abusos de algunas personas de la Iglesia, en la actitud de la proclividad al pecado o en decantarse por una omnímoda autonomía del hombre frente a Dios, elegir la benevolencia de potenciar la santidad de sus miembros: a través de la santidad de jóvenes dispuestos a ser fieles al Evangelio, la Iglesia puede renovar «su ardor espiritual y su vigor apostólico». Lo decía Benedicto XVI cuando se dirigió a los estudiantes de las escuelas católicas británicas en el año 2010, al manifestarles que sólo cuando comienza la amistad con Dios se percibe «el deseo de reflejar algo de su infinita bondad en nuestra propia vida». Desde esa unión con Él se muestra el pecado como lo que realmente es, como una tendencia destructiva que causa un profundo sufrimiento, y entonces comienza ese «cambio de perspectiva» que te lleva a la compasión, la ayuda, el consuelo, la generosidad.
Este «cambio de perspectiva» es el realizado por el Nuevo Testamento. Si el Antiguo Testamento afirma: todos son pecadores, el Nuevo Testamento dirá: todos son redimidos. El hombre existe a causa de Cristo. Es la cruz de Cristo, y no la caída de Adán, lo que nos da la medida cabal de las dimensiones de la culpa. Es el misterio de la salvación lo que esclarece el misterio del pecado, y no al revés. El pecado de Adán no es lo primero, ni la historia se inicia con el pecado del hombre, sino con la voluntad agraciante de Dios: «Cuando se modelaba el barro, se pensaba en Cristo, el hombre futuro», manifestará Tertuliano.
No se trata de cerrar los ojos al mal o de externalizar la culpa. Desde el principio el hombre se ha decantado contra Dios: con la misma perseverancia que Dios salva, el ser humano delinque. No sólo hay un misterio de culpa original contrario a la voluntad divina, un pecado originante, sino que el hombre puede levantarse contra Dios, contrarrestar la llamada divina, decidirse en su contra. Junto a la tensión hacia Dios coexiste una tendencia a alejarse de Él, un pecado originado, un pecado personal. La mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia, de la «casta meretrix», de los depredadores de un corpus mixtum, de una «sociedad» problematizada y estancada que llora y se avergüenza sin apenas estridencias de los pecados de sus hijos, emplazados a un esfuerzo continuo por realizar un examen de conciencia para no devorar a los más indefensos.
El «cambio de perspectiva» consiste en el reconocimiento de que, junto a la historia de crisis de fe y de escándalos existe también la historia de la fe fecunda de los santos, de una Iglesia capaz de proyectar en la historia un halo de luz y de esperanza, de inmensa belleza y serena verdad en el testimonio de personas que vivieron un cristianismo auténtico de fe y de amor. Ni siquiera los santos podrían dar su propio testimonio sin el testimonio de fe de la Iglesia. Así lo expresaba Ratzinger: «Gracias al don del Señor, la Iglesia es para siempre la comunidad santificada por él. Es la santidad del Señor la que está allí presente y la que con un amor paradójico, elige sin descanso, como receptáculo de su presencia, las manos sucias de los hombres. Es una santidad que explota y se manifiesta como santidad de Cristo en medio del pecado de la Iglesia». Incluso para quienes desprecian la Iglesia, dirá Henri de Lubac, «si todavía admiten a Jesús, ¿saben de quién lo reciben?». La Iglesia militante es defectible, peca en sus miembros pecadores, es deficiente en ellos. Hay una especie de responsabilidad y culpabilidad eclesial, una responsabilidad que no es sólo personal, sino del Cuerpo en cuanto tal. Con todo, la Iglesia, aun pobre y pecadora, es a la vez santa, la Madre que se defiende y que no debe ser ensuciada, como recuerda el papa Francisco. Sería un fracaso total la obra reparadora de Cristo si la Iglesia no fuera santa. Siempre ha florecido en la Iglesia la virtud, el retorno de los pródigos, almas santas que son los testigos, minoría pero gran muchedumbre como relata el libro del Apocalipsis.
El beato Newman habla de la necesidad de la santidad para la salvación. Y cita el texto de la Carta a los Hebreos: «La santidad, sin la cual nadie puede ver a Dios». Newman hace una interesante declaración: «aun suponiendo que un hombre de vida no santa entrase en el cielo, no podría ser feliz allí, y no supondría misericordia alguna hacia él permitirle entrar. No podría soportar el rostro del Dios vivo. El Dios santo no sería para él motivo de gozo: ¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno?». La santidad o separación interior de las cosas mundanas es necesaria para ser admitidos en el cielo porque el cielo no es cielo, no es lugar de felicidad, sino para quien es santo.
El cristiano está obligado a una vida de santidad: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí». Si alguno no quisiera amar a Dios, dirá Santo Tomás de Aquino, no cumpliría el precepto de la caridad. El fundamento ontológico es el mismo para todos: el bautismo. La santidad no es un privilegio concedido a unos y denegado a otros, sino el común destino y la obligación común a todos. San Francisco de Sales, en su Introducción a la vida devota, fue la figura providencial capaz de demostrar la perfecta conciliación de la santidad con cualquier profesión y condición de vida civil. San Josemaría Escrivá de Balaguer supo rescatar el ideal de la santidad del marco de la excepcionalidad, identificar en la vida ordinaria el lugar de la santidad cristiana. Es tal la liberalidad de la Iglesia, señala Chesterton refiriéndose a san Luis, rey de Francia, que no puede prohibir a un monarca soñar con ser un buen hombre.
Seguir a Cristo conduce a la santidad, es escuchar su doble y único mandamiento de amar al Señor y al prójimo. Seguir a Cristo significa, en primer lugar, dar una respuesta personal, como la dio Nicodemo, el encuentro con una Persona que llama y a quien hay que responder. Paul Claudel lo describía así en su conversión súbita: «Es alguien, es un ser tan personal como yo. Me ama y me llama». Es un encuentro que exige renunciamiento radical respecto de lo que no es Dios, sufrimiento y cruz, morir al «hombre viejo», no vivir «según la carne». Aunque la santidad es la obra conjunta de la gracia y de la lucha personal, la prelación se ha de dar siempre a la gracia.
Paradójicamente, aunque el propio Cristo es quien lleva a su término en nosotros la obra de nuestra santificación, cuanto más lo hace tanto más gravosa nos resulta; cuanto más avanzamos hacia la meta, más empinado y fatigado es el camino, más tiende Él a privarnos de nuestras fuerzas y seguridades, a desposeernos de cualquier recurso, de modo que al final yacemos en un desconcertante y terrible desvalimiento, en una espantosa oscuridad. Teresa de Lisieux no ve nada: «Sueñas con la luz. Crees poder salir un día de las brumas que te rodean. ¡Adelante! ¡Adelante! Gózate de la muerte que te dará no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada». Su presentimiento de «otra tierra» se hunde en el sentimiento de la nada, en una noche más profunda tras la muerte, la «noche de la nada». Teresa de Calcuta se ve arrastrada por Dios a la angustia de los ateos, a fin de que en esta participación su santidad irradie hasta ellos: «Si un día llego a ser santa, seré sin duda una santa de las tinieblas».
Sí, caminamos en régimen de fe, no de visión. Cualquier experiencia será una experiencia marcada por nuestra condición itinerante, por una felicidad fundada en el dolor. En medio de la quietud hay desasosiego. Lo sentenció Konrad Weiss en un fragmento póstumo: «La contemplación no descansa hasta que encuentra el objeto de su ceguera», donde el hombre abandona ya cualquier acto que permanezca sin interrupción para dar paso a la dicha de la simplicitas, al nunc stans, un reposo en el cual todo está conforme a la voluntad de Aquél para quien existes.
Roberto Esteban Duque
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