Escuchamos en el evangelio de este domingo la parábola del buen samaritano, que es un autorretrato del mismo Jesús. El relato viene provocado por la pregunta de un letrado que se dirige a Jesús para saber qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Jesús le responde con el resumen de los mandamientos: Amor a Dios y amor al prójimo. Pero el letrado preguntó: y ¿quién es mi prójimo? Y aquí viene la parábola del buen samaritano, de Jesús el buen samaritano.
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó». Hasta que no recorre uno esa distancia no se da cuenta de lo que supone ese trayecto. Se trata de un trayecto de pocos kilómetros, pero con un desnivel de casi mil metros. Es, por tanto, un recorrido muy empinado. De Jerusalén a Jericó, cuesta abajo. Se presta al pillaje, al vandalismo, al asalto improvisado.
Y aquel hombre de la parábola fue asaltado y despojado de todo, «cayo a manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto». Este hombre representa a tantos hombres a quienes los demás hombres despojan injustamente, con violencia y lo dejan como descartado, medio muerto, para no hacerle caso nadie. Si miramos el horizonte de nuestra sociedad, así se encuentran millones de personas, a quienes el abuso de los demás ha dejado en la cuneta.
Ante esta situación, uno puede mirar para otro lado. No se entera o no quiere enterarse, le resulta más cómodo no echar cuenta. Pasa de largo. Otros pasan también de largo, viendo incluso la extrema necesidad del descartado y apaleado. No tienen tiempo, no se sienten implicados, no va con ellos. Encuentran siempre algún pretexto para no implicarse. No tengo, no puedo, no sé, no va conmigo.
Mas, por el contrario, hay alguien que se siente interpelado y no pasa de largo. Se detiene, siente lástima, se acerca, desciende de su cabalgadura, venda las heridas, lo sube a su cabalgadura y lo lleva a la posada, cargando con los gastos que lleve consigo aquella cura de reposo. ¿No vemos a simple vista a Jesús en este caminante que se acerca?
Jesús se ha abajado hasta nosotros, se ha sentido interpelado por nuestra situación en la que hemos perdido nuestra dignidad de hijos, en la que hemos quedado apaleados en la cuneta de la vida. Es el hombre expulsado del paraíso por su pecado, es el hombre que se ha apartado de Dios y ha quedado huérfano y sin remedio, es el hombre que no puede salvarse por sí mismo, que está condenado a muerte irremediablemente. Es el hombre oprimido por el hombre, que es abusado, que es explotado. Es el hombre objeto de trata, de esclavitud. Es el hombre o la mujer, que ha sido violentamente acosado por el egoísmo de los demás y ha sido tratado como un objeto de usar y tirar. Cuántas personas nos encontramos así en el camino de la vida.
Jesús nos enseña a no pasar de largo, a implicarnos, a remangarnos, a compartir, a devolver la dignidad, a cargar sobre nuestros hombros, a llevar a la comunidad a aquellos que encontramos tan despojados de todo. La posada aquí significa la Iglesia, la comunidad de los hermanos que acogen, que aman, que sirven, que comparten lo que tienen y por eso sanan con el amor cristiano. Cuántas personas, cuyo aspecto aparente es de normalidad, sufren en su corazón por tantas razones. Cuántos corazones se sienten defraudados, traicionados por quienes debían amarles. También esos son despojados de la vida, a quienes hay que atender.
Ese es tu prójimo, nos viene a decir Jesús. Prójimo es aquel a quien tú te acercas, movido por el amor cristiano. No se trata de una justicia internacional que nunca llega, de los grandes principios que brotan de grandes proclamas. Se trata sencillamente del amor de cada día al que tienes más cerca, a aquel al que te acercas movido por el amor. Anda, y haz tu lo mismo.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
Publicado en DiócesisdeCórdoba.com
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