¿Claustrofobia?

El título de este artículo reproduce, añadiendo los signos de interrogación, el de un libro del periodista italiano Aldo María Valli: Claustrofobia. La vita contemplativa e le sue (D) Istruzioni. En esta obra denuncia «el ataque conducido desde los vértices de la Congregación que se ocupa de los religiosos… a esa joya de espiritualidad que son los monasterios de clausura». Responsabiliza de ese ataque a la jerarquía católica, y afirma que el mismo tiene su fuente en la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere y en la Instrucción aplicativa Cor orans. Según su interpretación, se ha armado «un aparato normativo que amenaza la autonomía de los monasterios y, con la excusa de la renovación y de la formación, se pone en discusión la idea misma de aislamiento y de vida de clausura». Considera que el fundamento se encuentra en una espiritualidad totalmente horizontal, completamente afincada en lo social, incapaz de discernir la belleza y la grandeza de una relación exclusiva con Dios. Señala el autor «el eslogan que recomienda obsesivamente evitar el aislamiento», y descubre en esa inclinación la voluntad de crear un nuevo monarquismo, en el que todas las monjas sean puestas bajo idéntica forma de aggiornamento y adoctrinamiento, hasta cambiar las reglas de vida». Las monjas, dice, porque los documentos mencionados tratan acerca de los monasterios femeninos de clausura, y a ellos se refieren sus disposiciones. Además, denuncia Valli que «el exterminio silencioso del monaquismo» se extiende, más allá de las dimensiones espiritual y cultural, al orden material mediante el control de los bienes de los monasterios.

  ¿Qué pensar de estos hechos insólitos y de la severa invectiva contra la conducción romana de la vida monástica?

  A modo de proemio, me parece oportuna y útil una sumaria exposición de la doctrina tradicional acerca de las relaciones entre vida contemplativa y vida activa, que tiene su raíz evangélica en la comparación de la figura de Marta con la de su hermana María (cf Lc. 10, 38 ss.). Marta estaba solícitamente ocupada (periespâto) en las múltiples tareas de la casa, dispersa en ellas, para servir a Jesús; María, en cambio, sentada en los pies del Señor, escuchaba (ēkouen) su palabra. La primera, fastidiada, no comprende esa actitud pasiva y protesta. Bondadosamente, Jesús le hace ver que ella se disipa en muchas cosas; los términos registrados por el evangelista son bien elocuentes: el verbo merimnáo significa inquietarse, estar preocupado; thorybéo vale por turbarse, agitarse, estar desconcertado, perder la cabeza; es decir, Marta perdió el centro de la atención y se entregó ansiosamente a lo que no dura, aún con la mejor intención. María eligió la parte mejor (tēn agathēn merída), la más noble y propicia, que nunca perderá; es la contemplación, inicio y pregusto de la eternidad. Soeren Kierkegaard escribió en su Ejercitación del cristianismo: «Lo absoluto consiste únicamente en escoger la eternidad». Mediante el trabajo servicial podemos obtener la vida eterna, pero con la contemplación se la anticipa y goza.

  La tradición patrística teológica ha desarrollado ampliamente estos conceptos, que encuentran expresión admirable en los místicos de todas las épocas y en los escritos de los grandes reformadores de la vida religiosa. Es imposible, en los límites del artículo, acoger muchas de esas exactas y bellísimas formulaciones, que han sido expuestas escolásticamente en los tratados clásicos de Teología Ascética y Mística y en los que se refieren a la perfección cristiana. Bastan las siguientes referencias a Santo Tomás de Aquino -que por cierto no son exhaustivas-; el insigne Doctor de la Iglesia resume: Toda operación humana se ordena a la contemplación como su fin, ya que «el conocimiento de las realidades divinas es el fin último de todo conocimiento y operación» (Summa contra Gentiles, L. III, cap. 25, Item). Afirma, además, que al reposo de la contemplación se accede más fácilmente en la consagración religiosa que en el estado secular (Quodl. 4, 23 c, 16 m). Las raíces de esta convicción están arraigadas en una sana antropología, luego confirmada por el Evangelio. El Doctor Angélico asume las ocho razones que Aristóteles presenta en su Ética a Nicómaco, Libro X, capítulos 7 y 8, y las desarrolla en su comentario a ese texto, en las lecciones 10, 11 y 12. La afirmación general se formula así: «La vida contemplativa es, en absoluto (simpliciter), mejor que la activa». Incluye, también, esas razones en la comparación de ambas ofrecidas por la Suma Teológica (II-II q. 182, 1c); la primera de las dos formas de vida es más divina (tò theiótaton) decía ya Aristóteles; es la mejor actividad (enérgeia) por ser ejercicio del alma y puede persistir más allá de la muerte ya que no se trata de trabajo corporal. Sigue la exposición de las razones:

1.- Conviene al hombre según lo que es óptimo en él, a saber, el intelecto (ho noûs) y sus objetos propios (tón gnóstón, intelligibilia) que son las realidades espirituales, del orden inteligible; en cambio, la vida activa se ocupa de las realidades exteriores.

2.- La vida contemplativa tiene mayor continuidad, es synejestáte, aunque en esta condición no se verifica el grado supremo de la contemplación, que es una cima en la cual no se puede permanecer sin límites.

3.- En ella hay mayor deleite, dulzura, recreo, contento, gusto especial (hédoné, delectatio). San Agustín recurría a las figuras evangélicas clásicas para la interpretación: Marta se inquietaba (turbabatur), mientras que María disfrutaba como convidada a un banquete (epulabatur).

4.- En la vida contemplativa el hombre se basta más a sí mismo (es sibi sufficiens, tiene autárkeia, autarquía) Tomás cita aquí el reproche de Jesús: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas»; es decir, depende de ellas (Lc. 10,41).

5.- La vida contemplativa es apreciada por ella misma, es un fin digno de ser amado, mientras la activa se ordena a otra finalidad (di autén agaspásthai, magis propter se diligitur). Cabe aquí la cita del salmo 26, 4: «Una cosa he pedido al Señor, y esto es lo que quiero: vivir en la casa del Señor y contemplar su templo todos los días de mi vida, para gozar de su dulzura». Se expresa así una inefable experiencia de Dios.

6.- La vida contemplativa consiste en una cierta vocatio; Aristóteles llama esta dimensión sjolé, ocio. Que no es ociosidad, pereza, vagancia, si no tregua en lo penoso del trabajo, ocupación estudiosa en las realidades espirituales, tiempo del cual se puede disponer libremente; equivale a la libertad. Santo Tomás cita el salmo 45,9: «Vengan a contemplar las obras del Señor; en el texto hebreo del salmo se lee jadzá, y con esa misma raíz se dice jodzé, el que contempla lo que Dios le ha revelado y por eso mismo es un vate, un profeta.

7.- La vida contemplativa se refiere a las realidades divinas; la activa a cosas humanas. Según Aristóteles, «tal vida sería demasiado excelente para el hombre; en cuanto hombre no vivirá de esta manera, si no en cuanto que en él hay algo divino (theîon). Agustín comentaba: María oía «en el principio era el Verbo»; Marta servía al Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 1. 14).

8.- Esta razón retoma la primera. Vernos en la ética aristotélica: «Lo que es propio de cada uno por naturaleza es también lo más excelente y lo más agradable para él». Eso es la vida según el espíritu, el orden de la inteligencia y de la sabiduría (ho katá tòn noûn bíos), es la fuente de la mayor felicidad (eudaimonéstatos).

  El Estagirita se refería a la theoría o contemplación filosófica, a una sabiduría (sophía) humana; Santo Tomás a la contemplación cristiana de Dios, obra de la gracia y su dinamismo sobrenatural, la fe y la caridad, potenciada por los dones de sabiduría y entendimiento, que asume y supera aquellas disposiciones naturales. Por eso añade una novena razón tomada de los personajes evangélicos de Marta y María, que como se ha señalado repetidamente son las figuras asumidas por la tradición para ejemplificar las vidas activa y contemplativa. Agustín puntualizaba que Marta no era mala, que no consistía en eso el desbalance de la comparación.

  Desde los inicios del monaquismo cenobítico, la celda, el claustro, han sido los sitios correspondientes al abandono del mundo para entregarse a Dios en la contemplación. En ese ámbito, la soledad y la fraternidad han procurado siempre armonizarse. El Concilio Vaticano II decidió en su momento impulsar una renovación (renovatio) que debía ser ante todo espiritual, pero entendida como «acomodación a las necesidades de nuestro tiempo»(optimas accomodationes ad necessitates temporis nostri, Decreto Perfectae caritatis, 2 e). Esta idea se repite machaconamente en el texto conciliar: «según lo aconsejan nuestros tiempos»,«en las circunstancias de tiempo actual», «a la luz de las circunstancias del mundo presente», «las mejores acomodaciones a las necesidades de nuestro tiempo», «suprimidas las ordenaciones que resulten anticuadas», «dar leyes sobre una adecuada renovación», «para la adecuada renovación de los monasterios de monjas», «su manera de vivir (se refiere a los institutos puramente contemplativos) ha de revisarse», «su adecuada renovación», «la adaptación de la vida religiosa a las exigencias de nuestro tiempo», «que ajusten su vida a las exigencias actuales», «acomódese a las circunstancias de tiempos y lugares» (el hábito); «acomódese a la circunstancias de tiempo y lugares» (la clausura de las monjas). ¡Si no he contado mal, son veintiuna veces! Se me ocurre introducir aquí la cuña de una modesta digresión bíblica: una frase de San Pablo (Rom. 12, 2). Las traducciones varían levemente, pero el sentido es unívoco: «no tomen como modelo a este mundo», «no se acomoden a este siglo», «no sigan la corriente del mundo en que vivimos». El texto griego dice: mē synschēmatizesthe tō aiōni toutō; aiōn (eón) equivale a «tiempo presente», «esta edad» o «esta generación»; el verbo griego sysjematídzo significa «conformarse», «modelarse», «asumir esa posición (sjéma, esquema) de conformidad. La Vulgata latina lee: nolite conformari huic saeculo. En su clásico comentario, M. J. Lagrange apunta: No adoptar las maneras de este mundo, por su naturaleza son de lo más pasajero que hay, ya que sigue la moda, algo caduco e imperfecto. Este tiempo que pasa no tiene forma sólida, es un esquema (sjéma), bien alejado de la forma (morphé) de Cristo. La razón la subraya el Apóstol en 1 Cor. 7, 31: «La apariencia de este mundo es pasajera» (paragei gar to schēma tou kosmou toutou); otra vez: sjéma es la figura exterior, apariencia que no dura. No hay nada que resulte más rápidamente anticuado que una adaptación; si uno se interna por ese camino, se ve obligado a adaptarse o acomodarse sin cesar. La renovación (renovatio) es otra cosa, es transformación interior, conversión (metamorphoûste, Rom 12, 2). Quizá en este planteo se encuentre la clave de la crisis posconciliar. El parámetro que identifica la realidad cristiana es mirar, escoger la eternidad; el aggiornamento se agota en el giorno.

  El Decreto Perfectae caritatis contiene, obviamente, muchos elementos propios de la tradición de la Iglesia acerca de diversas formas de vida religiosa; no podía ser de otra manera, pero llama la atención esa apelación tan repetida al aggiornamento, que se clavó hace medio siglo en el Cuerpo de la Iglesia y que alcanzó la fuerza de una verdadera obsesión. Desconcierta también que en ningún momento se mencione cuáles son esas «exigencias de los tiempos». Por más «adecuada» que haya sido deseada la renovación, es innegable que al socaire de un pretendido «espíritu del concilio» se cometieron numerosas tropelías que dañaron la identidad de la vida religiosa. Para este ámbito, como en general para toda la vida de la Iglesia, cabe la dolorosa constatación de San Pablo VI: un crudo invierno se impuso a la floreciente primavera que se esperaba, y por una rendija penetró el humo de Satanás. El principio de toda adecuada renovación lo expresó ya en el siglo V San Vicente de Lerins: es la homogeneidad en el desarrollo de la doctrina y las instituciones eclesiales: in eodem scilicet dogmate, eodem sensu eademque sententia: se conserva la identidad, sin alteración. El mismo padre de la Iglesia deploraba las novedades del lenguaje, que consideraba más propias de los herejes que de los católicos. El Cardenal Robert Sarah, ex Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ha analizado ampliamente la actual crisis, y señala entre sus múltiples componentes el de «una visión horizontalista de la Iglesia, que conduce inevitablemente al deseo de alinear sus estructuras con las de las sociedades políticas». ¿Es esta la inclinación de las recientes normas sobre los monasterios femeninos de clausura?

  No puedo compartir el proceso de intenciones que entabla Valli en su libro. Lo que sí me parece puedo hacer, con el máximo respeto, con libertad de espíritu y, por supuesto, no sin timor errandi, es presentar algunas observaciones que me sugiere la lectura de la Constitución Apostólica y de la Instrucción aplicativa.

  El texto pontificio contiene una elocuente sección en la que se expresa, con entusiasmo y afecto, el «aprecio, alabanza y acción de gracias por la vida consagrada y la vida contemplativa monástica». Es muy importante y valioso este reconocimiento. Hace ya años he conocido responsables de la Iglesia, obispos, que no comprenden el sentido de una vida dedicada exclusivamente a la contemplación, en la estabilidad del claustro. Un detalle: les espanta la reja, por ejemplo. Se trata de una carencia bien actual, con perfiles ideológicos. Piensan que las monjas deberían salir cada tanto para recrearse y ejercer alguna actividad, como si no se recrearan -con mucha y fraterna alegría- y no trabajaran -¡y cuánto!- dentro del monasterio, además de atender visitas y recibir huéspedes, que desean pasar algunos días de retiro y crecer en la vida interior. Paralelamente, esas mismas personas a las que he aludido, en el caso del sacerdote diocesano, oponen estudio y pastoral. La dedicación exclusiva a estudiar, publicar el fruto de sus trabajos y enseñar, no sería «pastoral». En virtud de este prejuicio, implícitamente se descalifican los aportes intelectuales, la sabiduría y el servicio educativo de insignes sacerdotes, se obstaculiza la preparación de jóvenes presbíteros para continuar la obra de aquellos y se resiente la formación de los seminaristas.

  En la sección mencionada (nn 5-6) se destaca, sobre todo, que la elección de una existencia dedicada a la búsqueda del rostro de Dios sitúa a las monjas «en el corazón del mundo», «en el corazón de la Iglesia y del mundo». Recuerdo cómo definía su vocación Santa Teresita del Niño Jesús: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor». Algunas formulaciones llaman la atención, por ejemplo, en el nº 1 el párrafo en que se asume el nº 169 de la Encíclica Evangelii gaudium: la dinámica de la búsqueda impone encaminarse a la luz de la fe, por un éxodo del propio yo auto-centrado, atraídos por el rostro de Dios santo, y al mismo tiempo por la tierra sagrada del otro». También se cita Perfectae caritatis, 2: «fidelidad a Cristo, al Evangelio, al propio carisma, a la Iglesia, al hombre de hoy». ¿Qué significa este último capítulo de fidelidad? ¿No habrá sido, en cada época, fiel al hombre esa época? Estos son -se dice- criterios irrenunciables de renovación; sería útil una explicitación del último de los criterios elencados. En el nº 8 de la Constitución Apostólica expone una justificación de la necesidad de promulgarla: «El intenso y fecundo camino que la Iglesia misma ha recorrido en las últimas décadas a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, como también las nuevas condiciones socio-culturales»; se menciona asimismo el «rápido avance de la historia humana con la que es oportuno entablar un diálogo». Es una observación que se refiere a hechos innegables. Faltaría, en mi opinión, una referencia a la crisis posconciliar que, como lo señalaron voces más autorizadas que la mía, se extiende a los días que estamos viviendo, a pesar de todas las instancias de corrección y remedio, que no faltaron ni faltan. La mención de la crisis es más que pertinente en este caso: ¿Cuántos conventos de monjas han desaparecido en los últimas cinco décadas?; ¿Cuántos nuevos se fundaron?; ¿Cuántos han visto reducido el número de sus miembros a una cantidad insignificante? En los días que corren los conventos de varones continúan diezmándose en algunas regiones.

  Por otra parte, me parece que la insistencia en la actualización tendría que tomar en cuenta el influjo arrollador del secularismo en la cultura vigente, sobre lo cual advirtió San Juan Pablo II en la Encíclica Tertio millennio adveniente, donde afirmaba que la confrontación con él era un compromiso ineludible y principal. Asimismo, Benedicto XVI dejó en claro que el secularismo «se manifiesta ya desde hace tiempo en el seno mismo de la Iglesia».

  En la descripción de los elementos esenciales de la vida contemplativa se cuentan varias repeticiones. Algunas expresiones son muy gratas, otras novedosas, por ejemplo: «una historia de amor apasionado por el Señor y por la humanidad», «la apasionada búsqueda del rostro de Dios». Si recordamos a Santa Catalina de Siena, el adjetivo no me parece inadecuado, pero como no estamos en el siglo XIV nos podríamos preguntar: ¿Se está pensando en términos místicos o psicológicos? ¿La pasión mística puede ser interpretada como sensualidad? Algunos autores lo han pretendido. Otra justa referencia es el ejemplo de la Virgen Madre, llamada summa contemplatrix (título debido a Dionisio el Cartujo): «el contemplativo es la persona centrada en Dios, es aquel para quien Dios es el unum necessarium (cf. Lc. 10,42)». El texto papal advierte sobre diversas tentaciones que pueden insinuarse, entre las que destaca la apatía, la rutina, la desmotivación, la desidia paralizadora, la psicología de la tumba «que poco a poco convierte a los cristianos en momias del museo»; es curiosa esta expresión familiar en un texto normativo de la máxima autoridad eclesial, también está tomada de Evangelii gaudium. Se describe muy bien, sin usar el nombre, la acedia, que Santo Tomás estudia en la Suma entre los vicios opuestos al gozo de la caridad (II-II q. 35): una tristeza que deprime el ánimo, lo retrae de hacer el bien, una especie de torpor espiritual; es pecado venial -dice el Angélico- si sólo afecta a la sensibilidad, como repugnancia de la carne al espíritu, pero mortal cuando llega al alma, que «consiente a la fuga, horror y estación del bien divino, porque la carne prevalece totalmente sobre el espíritu (art 2 c). Más aún, es un vicio capital (a. 4c), del que se siguen desesperación, pusilanimidad, indolencia para cumplir los preceptos, rencor, malicia, andar vagando entre cosas ilícitas (ib. ad 2 m). Buena cautela es advertir contra esta tentación. El cardenal Sarah, en su libro Le soir approche et dèjá le jour baisse dedica un capítulo a este problema, que relaciona con la crisis de identidad en la Iglesia.

  La Constitución señala doce «temas objeto de discernimiento y de revisión dispositiva». Sólo destaco la exacta observación, de raíz bíblica, que «las suertes de la humanidad se deciden en el corazón orante y en los brazos levantados de las contemplativas», pero quedo perplejo cuando se postula «una espiritualidad que os haga llegar a ser hijas del cielo e hijas de la tierra». Pienso: ¿cómo entenderían esta aplicación San Benito -antes incluso otro padre del monaquismo de Oriente y Occidente-; San Bernardo y Santa Teresa de Jesús, tan vagabunda ella? En el tema de la autonomía del monasterio, señala la indicación de preservarse «de la enfermedad de la autorreferencialidad», porque ella prepara lo que se dice brevemente en el nº 30 sobre las Federaciones, presentadas como estructuras importantes para que los monasterios «no se queden aislados». Este punto es ampliamente desarrollado en las Normas Generales y en el capítulo 2 de la Instrucción Cor orans. Muy bien lo que se dice sobre la ascesis para «liberarnos de todo aquello que es típico de la mundanidad». Solo que habría que compaginar esta óptima cautela –si es posible sin incoherencia- con tantas iniciativas de adaptación a la actualidad que se multiplican desde el Decreto Conciliar Perfectae caritatis y que podrían ser sospechosas de mundanización. Subrayo también la mención del sentido profético de la vida de entrega, el valor de la estabilidad y la exigencia de las relaciones fraternas en la comunidad claustral. En cambio, no considero muy feliz la iniciativa de favorecer la asociación, inclusive jurídica, de los monasterios con la orden masculina correspondiente -que en muchos casos puede resultar fatal-, y la creación de confederaciones y Comisiones internacionales de varias órdenes, sobre todo si estas estructuras tendrán algún poder de decisión. Inversión innecesaria de tiempo, viajes y dinero. La Iglesia es, por cierto, una comunión, primeramente de carácter espiritual y sobrenatural, es la amistad divino-humana del ágapé en el corazón de Cristo; la proyección de la misma al plano de la organización institucional debe evitar - me parece- el escollo mundano de asemejarse a la ONU u otras estructuras semejantes.

  Deseo ahora comentar el Capítulo Segundo de la Instrucción Cor orans, emitida por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, como aplicación de la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere. En las Normas Generales ya se mencionan los organismos a crearse: federaciones de monasterios, asociaciones, conferencias, confederaciones, comisiones internacionales, congregaciones monásticas (n 7-12). La intención expresa es que los monasterios «superen el aislamiento». Obsesión que conduce a la fabricación de una enorme burocracia con su costo -como ya lo he indicado- de tiempo, viajes, distracción y dinero.

  El Capítulo Segundo comienza determinando la naturaleza y fin de las federaciones, para que los monasterios «no permanezcan aislados» y para promover la vida contemplativa. En principio, la incorporación a estos organismos es obligatoria para todos los monasterios, aunque felizmente se deja abierta la posibilidad de una excepción: «Un monasterio, por razones especiales, objetivas y justificadas, con el voto del capítulo conventual puede pedir a la Santa Sede (léase: a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica) ser dispensado del tal obligación»; es decir, no pertenecer a una Federación (n 94). ¿Serán muchos los monasterios que lo soliciten? ¿Se les concederá la excepción?. Las Federaciones pueden constituir entre ellas una Confederación, «para dar dirección unitaria y una cierta coordinación a la actividad de cada una de las federaciones» (n 95). Se trata de uniformar bajo una voz de mando, con poder económico (n 99-101), la formación de las monjas y otras finalidades. Habrá un Consejo Federal, una Asamblea, una Presidenta y una Ecónoma federales. La Presidenta será covisitadora junto al visitador regular; la vigilancia está perfectamente organizada: Ella «vigila particularmente sobre la formación inicial y permanente de los monasterios» (n 117); y está llamada «a exigir la participación de quienes ejercen el servicio de la formación» (n 118). Uno puede preguntarse: ¿Esta uniformidad de la formación se ha de referir al cuidado de la doctrina de la fe y a las características esenciales de la vida contemplativa claustral, o a la imposición de un pensamiento único ajeno a la Gran Tradición eclesial, y como suele decirse -con perdón de la palabra-progresista? El parlamentarismo de la organización se expresa en la labor del Consejo Federal, elegido por la Asamblea Federal (n 123 ss); este asume las funciones del Consejo del monasterio autónomo que, mediante la afiliación, «es confiado a la Presidenta de la Federación en el proceso de acompañamiento para la revitalización o para la supresión del monasterio» (n 132). Eufemismos. Omito referirme a las numerosas normas sobre «la tarea de tutelar el patrimonio carismático de los monasterios federados» y «promover una adecuada renovación» (n 133-141). Vigilar, tutelar, dar dirección unitaria; todos los monasterios del mundo quedan virtualmente intervenidos. Se establecen «Oficios Federales»: Ecónoma, Secretaria, Formadora.

  El Capítulo Tercero de Cor orans contiene desarrollos exactos, bien dichos, sobre la separación del mundo y la vida de clausura. Con todo, no puedo dejar de pensar, con perplejidad, en las consecuencias efectivas que tendrá la movilización exigida por la organización que se ha decidido, aunque ahora contemos con recursos informáticos que pueden suplir en parte los desplazamientos y reuniones presenciales. Es verdad que las circunstancias históricas y culturales han cambiado mucho, y aceleradamente, pero la cuestión es con qué espíritu se intenta tomar debida cuenta de ellas y reflejar esa evolución en la vida monástica sin alterar su esencia. Me resulta sospechoso, como ya lo he indicado, y lo reitero, esa obsesión por evitar la autorreferencia, y el presunto «aislamiento» de los monasterios; que lleva al intento de imponer estructuras que, después de todo, son mundanas.

  Para concluir, se me ocurre que sería posible señalar una analogía entre la organización de que se quiere dotar a la vida de los monasterios y la estructura de las Conferencias Episcopales. Éstas han sido pensadas como organismos de comunión, y medios para otorgar unidad y eficacia al ministerio apostólico de los obispos. Además, las conferencias se agrupan en organismos englobantes (el CELAM, por ejemplo, y los similares de otros continentes). Mi experiencia de 25 años de Episcopado (como emérito ya no soy miembro de la Conferencia Episcopal) me invita a interrogarme: ¿Es este el mejor tipo de organización? Encontramos un fundamento diverso esbozado a fines del siglo I, o comienzos del siguiente, en las cartas de San Ignacio de Antioquía, que toma forma en la tradición antigua posterior. Según el discípulo del Apóstol Juan, la Iglesia son las iglesias particulares, en las que el Obispo representa a Dios Padre, el Presbiterio al Colegio de los Apóstoles y los Diáconos a Jesucristo. La Iglesia Romana es la que preside el ágapé, el misterio de la comunión eclesial; es esto una primitiva afirmación de su primacía. Más tarde la organización se concreta en las provincias eclesiásticas, presididas por el Metropolitano. Esta realidad, connatural a la Iglesia, ha sido borroneada con la reciente fabricación de Regiones Pastorales que, de acuerdo con mi experiencia en Argentina, son ámbitos gratísimos de encuentro fraterno, pero ineficaces en el orden pastoral. La Conferencia Episcopal es un parlamento del cual el pastor diocesano queda democráticamente absorbido en un conjunto, en el cual su voz muchas veces, y su voto resultan frustrados en decisiones que no podría compartir. Hay ejemplos actuales, y antes históricos de despiste: recordemos la oposición de varias conferencias episcopales a la Encíclica Humanae vitae tradendae, de San Pablo VI, y las pretensiones anticatólicas de la Conferencia Episcopal Alemana, en la reunión populista de su Sínodo, cuyas aspiraciones desmedidas no sabemos aún cómo acabarán. Volviendo a mi experiencia vivida, debo recordar, con indiferencia o con pena, declaraciones discursivas para uso de los periodistas sobre asuntos coyunturales sociales y políticos. Sólo cada tanto se elabora y publica un documento sustancioso sobre cuestiones religiosas, y un diagnóstico veraz sobre el influjo de la cultura secularista, descristianizada, sobre la fe de los fieles. Pareciera que se teme denunciar errores y señalar el peligro de la paganización de muchísimos bautizados.

  Quizá otra organización, más tradicional, podría recrearse: las diócesis articuladas en las provincias eclesiásticas, y la Asamblea de los Metropolitanos de cada nación. Es una hipótesis. Alguien puede pensar, con todo derecho, que una propuesta semejante es un disparate. Lo es sobre todo si se considera irreversible una mentalidad y una organización montada, que concibe como visión actualizada de la Iglesia principalmente alertar sobre el cambio climático, la deforestación, el peligro de la proliferación de las armas nucleares, la violación de los derechos humanos y las injusticias sociales; temas sin duda ineludibles de nuestra Doctrina Social. Pero ¿qué lugar le destinamos al clarísimo mandato del Señor registrado en el final de los evangelios de Mateo y de Marcos, que señala otras prioridades, cada vez más urgentes en un mundo que ha desplazado a Dios? Las palabras de envío pronunciadas por Jesús dirigen la misión de los apóstoles a todos los pueblos – panta ta ethnē, Mt 28, 19- para hacerlos discípulos, cristianos, bautizarlos y enseñarles a cumplir los mandamientos que Él hay establecido. Son enviados a todo el universo – eis ton kosmon apanta, Mc 16,15- para anunciar el Evangelio a todas las criaturas –pasē tē ktisei, ib-. Con la previsión del posible resultado: «el que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 16). El caso es serio, es der Ernstfall, al que se refería Hans Urs von Balthasar, en su libro Córdula o el caso auténtico. Ciertamente, el tenor del envío no fue: «Todos los hombres son cristianos anónimos –Rahner dixit- ustedes háganles mejor, más feliz, la vida en este mundo».

+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.

Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

Buenos Aires, lunes 14 de junio de 2021.-

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