Hermanos: «Porque Dios nos tenía reservado algo mejor, y no quiso que ellos llegaran a la perfección sin nosotros. Y por tanto nosotros, rodeados de una multitud tal de testigos, y habiendo dejado atrás todo el lastre y el pecado que nos asedia, fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el que da origen a la fe y la porta a su cumplimiento». (Hebreos 11, 40, 12,2)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El día de nuestro bautismo, se repite para nosotros la invocación a los santos. Muchos de nosotros en ese momento éramos niños en los brazos de nuestros padres. Poco antes de recibir el óleo de la unción bautismal como catecúmenos, símbolo de la fuerza de Dios en la lucha contra el mal, el sacerdote invita a toda la asamblea a rezar por aquellos que están a punto de recibir el bautismo, invocando la intercesión de los santos. Esta es la primera vez que en el curso de nuestra vida, se nos regala la presencia de los hermanos y hermanas «mayores»- los santos-, que han pasado por nuestro mismo camino, que han vivido nuestras mismas fatigas, y viven para siempre en el abrazo de Dios. La Carta a los Hebreos define esta compañía que nos rodea, con la expresión «multitud de testigos».(12,1) Así son los santos: una multitud de testigos .
Los cristianos en el combate contra el mal, no desesperan. El cristianismo cultiva una confianza inquebrantable: no cree que las fuerzas negativas y disgregantes puedan prevalecer. La última palabra sobre la historia del hombre, no es el odio, no es la muerte, no es la guerra. En cada momento de la vida nos asiste la mano de Dios, y también la discreta presencia de todos los creyentes que « nos han precedido con el signo de la fe» (Canon Romano). Su existencia nos demuestra sobre todo que la vida cristiana no es un ideal inalcanzable. Y además nos conforta: no estamos solos, la Iglesia está compuesta de innumerables hermanos, a menudo anónimos, que nos han precedido y que por la acción del Espíritu Santo están involucrados en las vivencias de los que todavía viven aquí abajo.
La del bautismo, no es la única invocación a los santos que marca el camino de la vida cristiana. Cuando los novios consagran su amor en el sacramento del Matrimonio, viene invocada de nuevo para ellos- en esta ocasión como pareja- la intercesión de los santos. Y esta invocación es fuente de confianza para los dos jóvenes que parten hacia el «viaje» de la vida conyugal. Quien ama de verdad tiene la necesidad y el valor de decir «para siempre», - para siempre- ,pero también sabe que necesita de la gracia de Cristo y de la ayuda de los santos, para poder vivir la vida matrimonial para siempre. No como dicen algunos: « mientras dure el amor». No: ¡para siempre!. Si no, es mejor que no te cases. O para siempre o nada. Por esto, en la liturgia nupcial, se invoca la presencia de los santos. Y en los momentos difíciles, hace falta el valor para alzar los ojos al cielo, pensando en tantos cristianos que han pasado por tribulaciones y han conservado blancos sus vestidos bautismales, lavándolos en la sangre del Cordero (Ap. 7,14). Así dice el Libro del Apocalipsis.
Dios no nos abandona nunca: cada vez que le necesitemos, vendrá un ángel suyo a levantarnos y a infundirnos su consuelo. «Ángeles» que algunas veces tienen un rostro y un corazón humano, porque los santos de Dios están siempre aquí, escondidos en medio de nosotros. Esto es difícil de entender y también de imaginar, pero los santos están presentes en nuestra vida. Y cuando alguien invoca a un santo o santa, es porque está cerca de él.
También los sacerdotes custodian el recuerdo de una invocación a los santos pronunciada sobre ellos. Es uno de los momentos más conmovedores de la liturgia de ordenación. Los candidatos se echan a tierra, con la cara vuelta hacia el suelo. Y toda la asamblea, guiada por el Obispo, invoca la intercesión de los santos. Un hombre, que permanece aplastado por el peso de la misión que se le confía, pero que al mismo tiempo siente todo el paraíso en sus espaldas, que la gracia de Dios no faltará, porque Jesús permanece siempre fiel, y por tanto se puede partir serenos y llenos de ánimo. No estamos solos.
¿Y qué somos nosotros?. Somos polvo que aspira al cielo. Débiles en nuestras fuerzas, pero potente el misterio de la gracia que está presente en la vida de los cristianos. Somos fieles a esta tierra, que Jesús ha amado en cada instante de su vida, pero sabemos y queremos esperar en la transfiguración del mundo, en su cumplimiento definitivo, donde finalmente no habrá más lágrimas, ni maldad ni sufrimiento.
Que el Señor nos de a todos la esperanza de ser santos. Pero alguno puede preguntarme: «Padre, ¿se puede ser santo en la vida de todos los días? Si, si se puede.» ¿Pero esto significa que debemos rezar todo el día?» No, significa que debes cumplir con tu deber todo el día: rezar, ir a trabajar, cuidar de tus hijos. Pero todo hecho desde el corazón abierto a Dios, de manera que el trabajo, también en la enfermedad y el sufrimiento, y en las dificultades; esté abierto a Dios. Y así podemos hacernos santos. Que el Señor nos de la esperanza de ser santos. No pensemos que es una cosa difícil, ¡que es más fácil ser delincuente que santo! No. Podemos ser santos porque el Señor nos ayuda; es Él quien nos ayuda.
Es el gran regalo que cada uno de nosotros puede devolver al mundo. Que el Señor nos de la gracia de creer tan profundamente en Él, que podamos volvernos imagen de Cristo en este mundo. Nuestra historia necesita «místicos». Tiene necesidad de personas que rechazan todo dominio, que aspiran a la caridad y a la fraternidad. Hombres y mujeres que viven aceptando también una porción de sufrimiento, porque se hacen cargo de la fatiga de los demás. Y sin estos hombres y mujeres el mundo no tendría esperanza. Por esto les deseo – y deseo también para mi mismo- que el Señor nos conceda la esperanza de ser santos.
¡Gracias!
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