Sacerdotes de los que nadie habla

«Recordamos los 160 años de la muerte del santo Cura de Ars, a quien Pío XI presentó como patrono para todos los párrocos del mundo. En su fiesta quiero escribirles esta carta, no sólo a los párrocos sino también a todos ustedes, hermanos presbíteros, que sin hacer ruido ‘lo dejan todo’ para estar empeñados en el día a día de vuestras comunidades. A ustedes, que, como el Cura de Ars, trabajan en la ‘trinchera’, llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20,12) y, expuestos a un sinfín de situaciones, ‘dan la cara’ cotidianamente y sin darse tanta importancia, a fin de que el Pueblo de Dios esté cuidado y acompañado. Me dirijo a cada uno de ustedes, que, tantas veces, de manera desapercibida y sacrificada, en el cansancio o la fatiga, la enfermedad o la desolación, asumen la misión como servicio a Dios y a su gente e, incluso con todas las dificultades del camino, escriben las páginas más hermosas de la vida sacerdotal».

Con estas palabras comienza el papa Francisco una carta dirigida a todos los sacerdotes que entregan su vida, cada día y por amor a Dios, a Cristo Nuestro Señor, en servicio de los fieles a ellos encomendados. Y con estas líneas quiero unirme a la oración del Papa, bien consciente de que el trabajo y las fatigas, las alegrías y las penas de esos sacerdotes saltan de sus corazones al de Dios, y que apenas los ven y aprecian otras personas. En no pocos casos, ni siquiera sus propios Obispos, pero ellos miran cara a cara a Dios, a Él se entregan en cuerpo y alma, y elevan su mirada al Cielo en el momento de cerrar los ojos a los horizontes de la tierra.

A mi memoria vienen ahora, entre muchos otros con quienes me he encontrado a lo largo de mi vida, estos tres sacerdotes con quienes viví momentos difíciles en su vida de servicio a Dios y a los hombres, en Cristo Jesús.

El presbítero ya bien entrado en años a quien cerré los ojos al encontrármelo muerto en su cama. Vivía solo, en una residencia de ancianos. Nos veíamos todas las semanas, charlábamos un rato, abría su alma, rezábamos por la Iglesia y por la paz del mundo, además de pedir al Señor que moviera el corazón de tantos pecadores, para que se arrepintieran, pidieran perdón y descubrieran el Amor de Dios.

Estaba un poco apenado porque nadie le iba a visitar, pero no perdía la sonrisa: sabía que el Señor estaba con él y me invitaba a rezar para que sus compañeros de parroquia no acabasen sus vidas como la estaba rindiendo él, y para que el Señor enviase más vocaciones al seminario.

El joven que en su primer encargo pastoral, apenas ordenado sacerdote, que se encontró sólo atendiendo tres pequeños pueblos, que llevaban años abandonados prácticamente de atención sacerdotal. Le conocí en un momento en el que el demonio le tentaba con la desesperación y la conciencia de la inutilidad de sus esfuerzos: parecía que sus oraciones no llegaban al Cielo.

Fuimos juntos a rezar a una ermita de la Virgen situada entre los tres pueblos, y abandonada desde hacía años. El rezo pausado de un Rosario sentados sobre las ruinas de la iglesita, le dio ánimos para seguir en la batalla. Al cabo de unos meses volví a verle, y me encontré con que ya había conseguido levantar los muros de la ermita, y el campanario lanzaba cantos de paz a los habitantes de aquellos campos: Santa María estaba de nuevo en su lugar y en el corazón de los fieles, y la serenidad y la paz, en el corazón del joven cura.

«En cuanto muera mi madre, cuelgo la sotana y me voy». Guardé silencio ante aquel sacerdote de unos cincuenta años que estaba harto de los contratiempos de su tarea, de las incomprensiones que tenía con la curia de su diócesis. Faltaban sacerdotes y no habían encontrado ninguno para que le acompañara en sus labores. La atención a su madre le exigía mucho tiempo, y le creaba mucha tensión el no poder atender sacerdotalmente a la gente, como a él le gustaría.

Conversamos unas dos horas, a dos pasos del lecho de su madre que, en la cama, dejaba correr entre sus dedos las cuentas del rosario, con la cabeza ya casi del todo ida. Sabía que la Virgen la escuchaba, y eso le bastaba; y no había dejado de pedirle cada día que su hijo fuera fiel a la llamada del Señor al sacerdocio.

Pocas semanas después, murió la madre. Todo el pueblo le acompañó en el funeral y en el entierro. Yo estuve a su lado hasta que dejó caer el último terrón de tierra en la tumba de su madre. En silencio volvimos a casa. Ya tenía preparadas las maletas para abandonar el lugar, y «colgar la sotana».

Me dio las gracias por la compañía; y con una paz que no le conocía desde hacía tiempo, me dijo que las oraciones de su madre le habían llegado al fondo del alma. Y convencido de que su madre seguiría rezando por él en el Cielo, deshizo las maletas y volvió a estrenar su sacerdocio.

Los periódicos no suelen recoger hechos semejantes. No saben que estos acontecimientos son los que mantienen viva la presencia de Jesucristo en su Iglesia. Esa Iglesia que quiere anunciar íntegra la Verdad de Cristo, sin rebajar nada del misterio del vivir de Dios con nosotros y en nosotros, y sin acomodar esa Verdad a los cambios antropológicos y culturales del momento como algunos acomplejados laicos y eclesiásticos pretenden hacer hoy.

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