El obispo de Bayona recuerda que la ley de Dios es superior a la ley de la República

(FC/InfoCatólica) El examen en primera lectura del proyecto de ley de «Confirmación del respeto a los principios de la República», que acaba de finalizar en la Asamblea Nacional, ha dado lugar a un sorprendente repunte del anticlericalismo. Monseñor Marc Aillet, obispo de Bayona, Lescar y Oloron, ha mostrado en una entrevista a France Catholique su preocupación por un texto que modifica profundamente el de 1905 y ataca la libertad de conciencia

Interrogado sobre el respeto de «la carta de los principios del Islam de Francia», el ministro del Interior, Gérald Darmanin, declaró que los creyentes deben considerar la ley de la República como superior a la ley de Dios. ¿Cómo reacciona usted?

Sin duda es el islamismo el que ha sido atacado aquí, en la medida en que exige la aplicación aquí de la «sharia», que el Islam reivindica como ley divina que se impone a los musulmanes en la ciudad. Hay que decir que, en el Islam, lo político y lo religioso están totalmente entrelazados. Sin embargo, cuando, bajo el fuego de las críticas, asume plenamente su punto, entonces el Ministro del Interior parece extenderlo a todas las religiones, rompiendo con la neutralidad del Estado, que nos llevaría de un régimen de separación a uno de subordinación.

En este sentido, esto es inaceptable porque simplemente conduce a la negación de la libertad de conciencia. En efecto, si Dios existe, cosa que cree un número importante de ciudadanos de todas las religiones, su ley no puede someterse a la República, a riesgo de obstaculizar la libertad de conciencia, garantizada por la Constitución y el discurso oficial. Para nosotros, los católicos, la ley de Dios está inscrita en la conciencia del hombre, no sustituye a la ley humana, sino que es la medida última de ésta.

Considerar la ley de la República como «superior» a la ley de Dios: ¿en qué sentido es peligroso?

La República es esencialmente un modo de organización del poder político, que hoy coincide generalmente con la democracia. Pero aquí se convertiría en una especie de hipóstasis, incluso en una verdadera «diosa» que podría imponer a los ciudadanos una ideología totalizadora de sus vidas. Sin embargo, la República no podía abarcar de ningún modo la totalidad de la vida del hombre sin atentar gravemente contra sus libertades fundamentales.

El fin último de la sociedad humana es el bien común, es decir, el conjunto de condiciones sociales, económicas y culturales que permiten a cada persona buscar su fin último, que trasciende todas las formas de organización social y va necesariamente más allá del horizonte de la sociedad política.

Esta actitud es indicativa de una cultura marcada por una especie de humanismo inmanentista cerrado a la trascendencia, en la que el Estado pretende gobernar toda la vida de sus ciudadanos, a riesgo de encerrarlos definitivamente en los límites de la ciudad terrenal. Pero también de una concepción positivista del derecho donde la apreciación del bien y del mal dependería únicamente de la arbitrariedad del Príncipe o de una mayoría democráticamente elegida. El venerable Pío XII denunció este positivismo jurídico como un «error que está en la raíz del absolutismo estatal y que equivale a un endiosamiento del propio Estado» (Discurso al Tribunal de la Rota, 13 de noviembre de 1949).

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