En el Ángelus del pasado domingo, el Papa Francisco, antes de bendecir a las figuras del Niño Jesús que le llevaban las familias romanas, hizo una referencia a la misión que venía a realizar en el mundo ese Niño, el Salvador. «Su misión consiste, señaló, en la redención del pecado y de la esclavitud personal y social que el pecado original. Él ha venido a la tierra para dar a los hombres la dignidad y la libertad de los hijos de Dios».
La Navidad, sin una clara referencia a la liberación del Pecado, banaliza todo su profundo y misterioso significado, que es manifestar la grandeza de Dios que se hace hombre para perdonar el pecado, y permitir que el hombre, arrepentido, que confiesa humildemente su pecado, llegue a descubrir el inmenso Amor que Dios le tiene, y le convierte en hijo suyo en Cristo Nuestro Señor
El hombre tiene miedo al Amor de Dios, y por eso no habla de Pecado.
En su libro «Creación y pecado», que recoge conferencias a universitarios en los años de la década de los años 70 del siglo pasado, el entonces sacerdote Josep Ratzinger, ha dejado escritas una palabras que tienen plena actualidad y vigencia en los momentos actuales. Haciendo referencia a reuniones de sacerdotes en las que se hablaba de temas presentes en la Iglesia, señaló:
«Hablamos mucho, y a gusto, de evangelización, de la buena nueva, para hacer atrayente a los hombres el cristianismo. Pero casi nadie –opinaba el obispo- se atreve ya a expresar el mensaje profético: ¡Convertíos! Casi nadie se atreve en nuestro tiempo a hacer esta elemental llamada al evangelio con la que el Señor quiere llevarnos a cada uno a reconocernos personalmente como pecadores, como culpables y a hacer penitencia. Nuestro colega añadía además que la predicación cristiana actual le parecía semejante a la banda sonora de una sinfonía de la que se hubiera omitido al comienza el tema principal, dejándola incompleta e incomprensible en su desarrollo. Y con ello tocamos un punto extraordinario de nuestra actual situación histórico-espiritual. El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo.
«La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La sociología y la psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal.»
Si se silencia la realidad del Pecado, y de alguna manera se recuerda casi ocultándola, con frases como «todos somos pecadores», «pobres pecadores», sin hacer la mínima referencia al pecado «reconociéndonos personalmente cada uno pecador, y con pecados muy concretos y palpables», la «conversión» no tiene lugar, seguimos «siendo pecadores», y de tanto acostumbrarnos al «pecador», consideramos nuestros actos como lo más normal del mundo.
Se deja entonces de hablar del «bien y del mal», y se habla sencillamente de «lo que todo el mundo hace», y se da por «bueno», de esa bondad diluida, porque me gusta, porque lo necesito.. El caso, el pecado, de vivir juntos sin más «en pareja» es patente. Y no digamos «el aborto», la corrupción, etc. etc. ¿Quién los considera «pecado»? Si acaso se hablar de «errores», sin más.
¿Por qué no hablamos de pecado, cuando los cristianos sabemos que el Hijo de Dios, Jesucristo ha nacido en Belén y ha muerto en el Gólgota, «para redimirnos del pecado», y «convertirnos» después en hijos de Dios en Él mismo? En la lista de preguntas a los jóvenes, que se han hecho en relación con el próximo Sínodo de Obispos, la palabra «pecado» aparece en contadísimas ocasiones: tan pocas que sobran casi todos los dedos de una mano para contarlas.
No hablamos, entre otras causas, porque tenemos un cierto temor a hablar de la Vida Eterna, y del Infierno eterno. Y no hacerlo es, además de banalizar el concepto de pecado, contribuir a que el convivir de los hombres en la tierra, se convierta en un verdadero infierno. El pecado esteriliza hasta lo mejor que podemos guardar en nuestro corazón.
San Pablo, por el contrario, habla con una claridad meridiana, que quizá asuste hoy a alguno: «¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los borrachos, ni los avaros, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios». (1 Cor 6, 9).
No hablar del Pecado, y la de la conversión y arrepentimiento que exige su liberación, es dar por inútil la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. Si no hablamos de Pecado, ¿de qué nos ha salvado Cristo? Y no solo banalizamos la Misericordia de Dios, que ya no origina en nosotros la salvación, porque la rechazamos al no reconocer nuestro pecado y arrepentirnos de todo corazón. Sin arrepentirnos del pecado jamás llegaremos a llenar el corazón del Amor de Dios. Seguiremos siempre teniendo miedo a Amar.
La Navidad, la mirada materna de la Sin Pecado que duerme a su Hijo en los brazos, nos recuerda que el pecado sigue vivo en el corazón de los hombres, y nos trae a la mente que el Hijo de Dios que se ha hecho hombre en el seno de María, nos ofrece el triunfo sobre el Pecado, sobre la Muerte, si en plena libertad y sin miedo alguno, arrepentidos, le pedimos perdón en el sacramento de la Reconciliación.
Ernesto Juliá, sacerdote
Publicado originalmente en Religión Confidencial
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