La Iglesia vive de la liturgia para ser la Iglesia del Señor. En la liturgia, la Iglesia lo recibe todo del Señor, se santifican sus hijos y crece como Iglesia en el mundo.
En la liturgia, la Iglesia es fortalecida para la misión evangelizadora y enviada al mundo con la fuerza del Espíritu Santo. El dinamismo apostólico y evangelizador halla su impulso claro y real en la liturgia que sostiene su vida. No es, entonces, un buenismo moral, ni el compromiso de los esforzados, ni la solidaridad natural: ¡es la liturgia transformando e impulsando, redimiendo y enviando al mundo, dando las gracias necesarias y capacitando!
Todo esto lo expresa el Concilio Vaticano II afirmando:
«Al edificar día a día a los que están dentro para ser templo santo en el Señor y morada de Dios en el Espíritu, hasta llegar a la medida de la plenitud de la edad de Cristo, la liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo y presenta así la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones para que debajo de él se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están dispersos, hasta que haya un solo rebaño y un solo pastor» (SC 2).
1. Siguiendo lo que san Pedro afirma en su carta (1P 2,5) que los cristianos son las piedras vivas que edifican el Templo vivo de Dios, la liturgia, según la Sacrosanctum Concilium, edifica a los fieles.
Esta edificación de los fieles hay que entenderla no sólo en el sentido moral, o en sentido instructivo, sino en un sentido pleno y muy real. La edificación de la Iglesia, su crecimiento, su vitalidad, se opera en la liturgia por la acción del Espíritu Santo. Los fieles crecen en la liturgia, reciben gracia suficiente, se incorporan más plenamente a la Iglesia y así, la Iglesia misma, como Templo del Dios vivo, crece y se edifica constantemente.
Por eso los fieles lo reciben todo de la liturgia, y su vida cristiana y espiritual se forja en la liturgia de la Iglesia.
Este crecimiento y edificación de los fieles se realiza configurándose con el divino y único Modelo, Cristo, que los va asimilando y uniendo a Sí mismo, en un progreso constante y sobrenatural.
2. A la vez que en la liturgia los fieles son edificados, «la liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas» (SC 2).
La fuente de todo es la liturgia. La tarea del apostolado, el trabajo, la misión, no se pueden basar en las propias capacidades, fuerzas, proyectos o compromisos: «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 126). Sobre una excesiva confianza en el propio hombre, sobre un optimismo antropológico que olvida la situación real del hombre, su pecado y la concupiscencia.
Las fuerzas y la capacidad para el apostolado provienen de la gracia de Cristo por medio de la liturgia, y a mayor y más honda vida litúrgica, mejor capacitación y más entregado será el apostolado.
La tarea es «predicar a Cristo» (SC 2), anunciar a Jesucristo, desarrollando así el oficio profético recibido en el Bautismo. La misión evangelizadora de la Iglesia mediante cada fiel bautizado es predicar a Cristo sin sustituirlo por nada ni por nadie, sin reemplazarlo por «los valores» o por una simple filantropía o solidaridad.
La experiencia litúrgica une a los fieles con Cristo, realizan un encuentro con él que no pueden por menos que desear que otros realicen ese mismo encuentro y salen de la santa liturgia con vivo impulso apostólico, fortalecidos por la gracia. Sin liturgia, no hay misión ni apostolado. Sin liturgia, no se anunciaría a Cristo, sino una ideología o filosofía social o discurso populista que el mundo sí aplaudiría a rabiar porque ni le cuestiona ni le mueve a conversión.
Finalmente, predicando a Cristo, se mostrará la Iglesia como una enseña para las naciones, como «un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es la Iglesia el rebaño santo de Dios, su pueblo santo y amado, al que son convocados todos los hombres para vivir unidos entre sí y con Dios.
La liturgia conduce a degustar el misterio de la Iglesia y educa a sus hijos: quien predica a Cristo lo hace en la comunión de la Iglesia, no al margen o en contra de la Iglesia, y encamina a todos a incorporarse a la vida eclesial en el sentido más católico y universal posible. El sello eclesial garantiza la verdadera predicación de Cristo y esto es algo más que la reducción de dirigir a todos al propio movimiento o comunidad exclusivamente.
La vida litúrgica de la Iglesia es el mejor motor e impulso de la edificación de los fieles y de la predicación de Cristo a los hombres, agregándolos a la Iglesia, incorporándolos a la Familia de Dios.
Javier Sánchez Martínez, pbro.
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