Homilía en la Fiesta de los Beatos de Paracuellos.
Con inmensa alegría hemos recibido como regalo del Papa Francisco la beatificación de otros nueve hermanos que reposan en este cementerio humilde de Paracuellos, constituido por la Providencia en la Catedral de los mártires de la persecución religiosa sufrida en España en el siglo XX. Con ellos ya son 143 los beatificados cuyos cuerpos esperan en este valle la llamada de la resurrección. Como los pinos, que fueron testigos de su martirio, extienden sus ramas, así nosotros abrimos hoy nuestros corazones para abrazarles como vencedores en el combate de la fe. Entre ellos hay sacerdotes, religiosos y laicos a los que recibimos como trofeos que nos indican la victoria de la gracia en la debilidad humana. Ellos forman parte de los 60 beatos de la Familia Vicenciana vinculados a la Reina de los mártires en su advocación de la Medalla milagrosa. Estos 60 beatos proceden de toda la geografía española: Madrid, Guadalajara, Oviedo, Teruel, Orense, Burgos, Vizcaya, Córdoba, Valencia, Valladolid, Baleares, Soria, Navarra, Pontevedra, Huesca, Barcelona, Tarragona, Badajoz y Murcia. Son por tanto expresión de la fe católica sembrada en España y claro exponente de la unidad religiosa regada con la sangre de los mejores hijos de la Iglesia.
Entre los nueve beatos enterrados en este cementerio, que con cariño custodia la Hermandad de Ntra. Sra. de los Mártires de Paracuellos, quisiera destacar la figura del seglar, padre de familia, Miguel Aguado Camarillo, cuya hija y familiares nos acompañan en esta celebración. Fue martirizado el 27 de noviembre de 1936, festividad de la Virgen Milagrosa, de la que él era congregante. Él vivía en Madrid en una buhardilla de la calle Ponzano, 38 y era un sencillo obrero que trabajaba como mozo en un almacén de recauchutados y que se distinguía por asistir a Misa diariamente y por ser Adorador nocturno. Fue martirizado a los 33 años dejando a su mujer viuda a los 30 años con sus cuatro hijos. Según refiere una de sus hijas, esta madre viuda les pedía a sus hijos rezar todos los días por su padre y por el alma del asesino. Su testimonio, unido al de todos los mártires y caídos en este arroyo de San José, hoy emerge como un rayo de luz que viene a iluminar el camino de nuestra fe y a disipar las sombras que se ciernen sobre España. Las cruces blancas de este cementerio, presididas por la cruz que se extiende sobre la colina, hoy brillan con nuevo resplandor recordándonos las raíces cristianas de nuestro pueblo y llenando nuestros corazones de nuevo entusiasmo al contemplar el triunfo de la cruz.
Los 143 beatos, y los que están en camino, hacen de este lugar un santuario que nos invita a la peregrinación para recibir el aliento de quienes nos precedieron en el itinerario hacia el Cielo. Con gratitud quiero comunicaros que la Sagrada Penitenciaria nos ha concedido la gracia de la Indulgencia plenaria para aquellos que, con los requisitos habituales, visiten este cementerio. Estos requisitos son asistir a la Santa Misa y recibir la comunión, cumplir con las condiciones habituales de confesarse, rezar por el Santo Padre y tener la disposición interior de desapego total del pecado, incluso del venial. Esta indulgencia se podrá ganar todos los primeros domingos de mes, y el obispo diocesano podrá conceder dicha indulgencia para el resto de los días previa solicitud al obispado de Alcalá de Henares.
Para todas las Congregaciones religiosas cuyos beatos están aquí enterrados, para todas las familias de los caídos, para nuestra diócesis de Alcalá de Henares y para toda España, éste es un lugar significativo que merece el respeto por parte de todos, la veneración y el culto con el que honramos a los beatos, y al mismo tiempo lugar de peregrinación de los creyentes, particularmente los más jóvenes, para que recibiendo el testimonio de los mártires se animen a seguir a Jesucristo como el Camino, la Verdad y la Vida.
El texto del libro de los Proverbios que se ha proclamado como primera lectura nos invita a dar frutos como esa mujer fuerte que es la honra de su marido y que le trae ganancias para su vida. Como es habitual en la Sagrada Escritura se nos propone la importancia de la familia y el papel decisivo de la mujer como esposa y como madre que abre sus brazos incluso al necesitado y pobre. Su secreto es el temor de Dios, reconociendo su soberanía sobre nosotros como el verdadero camino de nuestra libertad, ya que Él es el Sumo bien, nuestro fin y la meta de nuestro destino. Como nos enseñó el Papa San Juan Pablo II «Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente» (Fides et ratio, 90).
El Salmo responsorial habla de la familia de los que temen al Señor y los llama dichosos, reconociendo que del temor del Señor viene la bendición, la prosperidad y la dicha. Esta mujer fuerte, que el salmo describe como parra fecunda y a los hijos como brotes de olivo, bien podemos referirla a España. Las naciones, como las personas, están guiadas por la Providencia de Dios y tienen asignada una misión que cumplir en la historia. Si repasamos sin prejuicio nuestra historia, no nos resultará difícil comprender que España ha sido llamada, elegida para transmitir la fe católica a las naciones, como refiere el profeta Isaías: «Enviaré supervivientes a las naciones [….] ellos anunciarán mi gloria» (Is. 66,19). Como madre feliz de los hijos mártires que hoy veneramos, España puede reconocerse en esta mujer fecunda y afanosa en la propagación de la fe. Todos sus hijos, como brotes de olivo, están llamados a sentarse alrededor de la mesa del Señor y propagar la paz representada en el olivo y en el fruto de la parra fecunda, llamado a convertirse en la Sangre de Cristo que nos purifica y vivifica.
¿Acaso no fue éste el afán del Cardenal Cisneros, de quien hemos celebrado los quinientos años de su muerte, y quien procuró extender la fe en el norte de Africa y envió misioneros al Nuevo Mundo? Gracias a este Siervo de Dios, y en comunión especialísima con la Reina Isabel, España conoció la reforma religiosa, fortaleció la formación del clero y se vio libre de la herida que con Lutero dividió la cristiandad.
Como Cisneros, nuestros mártires supieron discernir las circunstancias para no ser sorprendidos por la muerte, que según el apóstol Pablo llegará como un ladrón. Como hijos de la luz e hijos del día supieron estar vigilantes y preparados, haciendo de las distintas cárceles espacios donde permanecía ardiendo la llama de la fe. En este sentido es muy elocuente el testimonio del mártir barcelonés P. Vicente Queralt, fundador de la Asociación «Juventud de San Vicente Paúl», para la que compuso el himno cuya letra dice: «En la tempestad más fuerte enraizaremos/ muriendo por Dios, si es necesario con noble anhelo; / pero nunca bajaremos, cobardes la cabeza, / que el mártir siempre muere mirando al Cielo».
Este es el secreto de los mártires: ver el Cielo abierto y desear llegar a la bienaventuranza eterna junto a Dios. De ahí arranca su libertad y la capacidad que da la gracia para afrontar el sufrimiento y la muerte. Ellos son para nosotros maestros que nos enseñan a purificar nuestro corazón y a impedir que la razón se llene de soberbia. Como resulta evidente, en la persecución religiosa se puso de manifiesto el odio a Dios y a la fe. Sabiendo que en el corazón de todo hombre está presente el anhelo de justicia, en vez de conducir este anhelo por los caminos de la caridad constructiva y la paz que nace del perdón, se encaminaron por las sendas del odio y del rencor. Y es que cuando falta la fe en Dios la razón cae presa de las ideologías y acaba ciega. Lo mismo el corazón, cuando no está plenificado por el amor de Dios, fácilmente puede ser llevado por los movimientos revolucionarios. Por ello no podemos olvidar que la llama que se encendió en Rusia en la revolución de 1917, cuyo primer centenario se cumple este año, prendió también en España hasta el extremo de poner en la Puerta de Alcalá una pancarta en la que se leía: ¡Viva Rusia! ¡Muera España!
Esto que a la distancia de tantos años nos parece incomprensible, no tiene explicación si no caemos en la cuenta de que tanto la razón como el deseo humano necesitan purificarse continuamente. Así nos los explica Benedicto XVI en su Carta Encíclica Deus caritas est, cuando nos dice que «para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar» (Deus charitas est, 28). Sólo así se explican las dos guerras mundiales y los totalitarismos del siglo pasado.
Si recuerdo estas cosas, no es para renovar heridas sino para que, desde la reconciliación, no volvamos a cometer los mismos errores. Como sabéis, el Papa Francisco ha querido que hoy celebráramos en toda la Iglesia Católica la Jornada Mundial de los Pobres. Con ello el Papa pretende que pongamos nuestra mirada y nuestro corazón en los más necesitados que manifiestan hasta donde llegan las consecuencias del pecado y los frutos del egoísmo humano. Hoy nuestra oración se sumará al clamor de los pobres, siendo a la vez conscientes de que no hay peor pobreza que el desconocimiento de Dios. De ahí la importancia de los mártires que, siendo pobres, fueron enriquecidos por la gracia de Dios quien les regaló la fe, la esperanza y la caridad que plenificó sus corazones.
Los mártires de Paracuellos supieron negociar sus talentos como nos recuerda el Evangelio. Paro ello no sólo presentaron al Señor sus cualidades acrecentadas y sus obras, sino que ofrecieron sus personas como holocausto de alabanza a Cristo Rey. Ellos, como Cristo, fueron granos de trigo que cayeron en la tierra y la fecundaron. Sus frutos son la fe de nuestro pueblo que sigue su estela de luz. Ellos ya han llegado a la Patria definitiva, la Jerusalén del Cielo y han podido escuchar las palabras del Señor: «Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21). Animados por su testimonio y por el desenlace de su vida a nosotros nos corresponde sembrar nuestra tierra de la semilla del Evangelio. Como ellos, nosotros necesitamos volver el corazón a Cristo, el único maestro que nos enseña verdaderamente «el arte de vivir», porque Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida. Como ellos necesitamos dejar más espacio a Dios en nuestra vida, suplicar la conversión y poner toda nuestra esperanza en Cristo, quien, mediante la Iglesia, nos conduce al Cielo, a la gloria de los bienaventurados. Dejar de ser testigos de Cristo y dejar de anunciar el Cielo sería la peor injusticia y la peor pobreza para España, que ha recibido de Dios la misión de propagar la fe.
Queridos hermanos: los mártires nos esperan en el Cielo e interceden por nosotros. Esta Eucaristía, que será prolongada con la Exposición del Santísimo y la bendición de las fosas donde reposan nuestros hermanos, ya nos hace participar sacramentalmente del Cielo. Por la intercesión de la Virgen María y de todos los mártires suplicamos del Señor poder entregar a nuestros hermanos más pobres la mejor de las limosnas: la fe en Dios que nos abre a la esperanza. Si es así, un día escucharemos el cántico profético: «Al paraíso te lleven los ángeles, a tu llegada te reciban los mártires, y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén. El coro de los ángeles te reciba, y junto con Lázaro, pobre en esta vida, tengas descanso eterno». Amén.
+ Juan Antonio Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares
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