Mi artículo «Ante la muerte», dio pie a diversos comentarios sobre el Purgatorio, por lo que quiero tocar expresamente este tema.
Cuando tengo un funeral, mi texto preferido en la primera lectura suele ser 2 Macabeos 12,39-46. En este texto se nos cuenta como Judas Macabeo, tras una batalla, descubre en los cadáveres de sus caídos objetos consagrados a los ídolos y prohibidos a los judíos, por lo que «volvieron a la oración, rogando que el pecado cometido les fuese totalmente perdonado,» …y mandó (Judas Macabeo) hacer una colecta en las filas, recogiendo hasta dos mil dracmas, que mandó a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado; obra digna y noble, inspirada por la esperanza de la resurrección; pues si no hubiera esperado que los muertos resucitarían, superfluo y vano era orar por ellos»…Obra santa y piadosa es orar por los muertos»(vv. 42-46). Por su parte Mt 12,32 nos recuerda que hay pecados que pueden perdonarse en esta vida o en la otra, si bien las afirmaciones de la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia nos recuerdan también la existencia del infierno si no nos arrepentimos de nuestros pecados mortales y rechazamos en consecuencia el amor misericordioso de Dios..
Pero para el cristiano está claro que la muerte hay que verla a la luz de la esperanza cristiana y de la fe en la resurrección. El Catecismo de la Iglesia católica nos dice: «los que mueren en la gracia y en la amistad con Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo»(nº 1023); en cambio «los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (nº 1030). Siempre me ha parecido que el dogma de fe del purgatorio, proclamado como tal en los Concilios de Florencia (DS 1304; D 693) y Trento (DS 1580 y 1820; D 840 y 983), era de sentido común. En efecto, si en el cielo no puede haber nada imperfecto, está claro que muchos de nosotros en el momento de nuestra muerte podemos tener todavía una serie de imperfecciones, que aunque no muy graves, no dejan de ser imperfecciones y obstaculizan nuestra entrada en el cielo. Es precisamente la creencia en el Purgatorio la que da sentido a los funerales, porque si creemos que los difuntos van derechitos y por muchas barbaridades que hayan hecho al cielo, ¿qué sentido tiene rezar por ellos?
Y es que podemos preguntarnos: ¿hay alguna relación entre nosotros y nuestros difuntos? Está claro que con nuestras oraciones podemos ayudarles, pero ¿ellos a nosotros? Estoy convencido que ellos también velan por nosotros y que después de nuestra muerte descubriremos que nuestra separación ha sido mucho menos radical de lo que podríamos pensar.
Personalmente me gustaría que el día de mi muerte, me estén esperando mis seres queridos en la puerta del cielo. Deseo que todos me digan gracias, porque he rezado por ellos. Supongo que habrá entre ellos dos grupos: unos me dirán que no han necesitado mis oraciones, porque han ido directamente al cielo, pero otros me las agradecerán seguramente más, porque esas oraciones les han ayudado a salir del Purgatorio. Nosotros «podemos hacer algo por los difuntos que están en el Purgatorio. Nuestro amor alcanza el más allá. Por medio de nuestras oraciones, ayunos y buenas obras, y especialmente por la celebración de la Sagrada Eucaristía, podemos pedir gracia para los difuntos» (YouCat 160) Para la persona que se ha salvado, pero se ha quedado lejos del ideal, el encuentro que se produce después de la muerte con el fuego del amor de Dios tiene una fuerza purificadora y transformadora que ordena, limpia, cura y completa todo lo que en el momento de la muerte era todavía imperfecto.
Ahora bien para el creyente está claro que el Purgatorio es un estado provisional en el que se realiza nuestra purificación para que así podamos disfrutar plenamente del Reino de Dios, ese Reino que el Prefacio de la Misa de Cristo Rey, que hemos leído este domingo, nos lo describe así: «reino eterno y universal, reino de la verdad y la vida, reino de la santidad y la gracia, reino de la justicia, el amor y la paz».
Pedro Trevijano, sacerdote
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