Dice un viejo refrán que «cuando quieras matar a tu perro debes decir que está rabioso». O sea, cuando quieras romper con alguien, provócale hasta que salte y entonces te dé una excusa para terminar con él.
Los Estados lo han hecho así muchas veces a lo largo de la historia: buscaban un «casus belli», una justificación para empezar una guerra que deseaban, y si no la encontraban la creaban.
Tengo la impresión de que algo así puede estar pasando en la Iglesia. Las cosas que suceden son tan rápidas y disparatadas que, o bien se debe a que los que las provocan ven con angustia que se les acaba el tiempo, o a que están buscando una reacción por parte de los que se sienten ofendidos por ellas.
No es normal que, en una misma semana, por ejemplo, los obispos alemanes se salten la prohibición que en su día les dio el Vaticano de dar certificados que permitan el aborto y, además, afirmen que van a bendecir las uniones homosexuales.
O que uno de los más próximos colaboradores del Papa Francisco, el argentino monseñor Sánchez Sorondo, diga que en la China es donde mejor se aplica la doctrina social de la Iglesia, mientras que el cardenal Zen, emérito de Hong Kong, denuncia la represión del régimen comunista.
No es normal que, mientras se está produciendo la mayor tragedia de las últimas décadas en Venezuela -con un millón de refugiados que han cruzado una de los pasos fronterizos con Colombia, el de Cúcuta, tan sólo durante el mes de diciembre- desde el Vaticano no haya una llamada internacional urgente para resolverlo, a la vez que una durísima crítica al régimen dictatorial que está provocando ese éxodo.
No es normal que se publique en la web de la Pontificia Academia para la Vida un artículo en el que se dice que el uso de la píldora anticonceptiva debería ser permitido, mientras que un numeroso grupo de católicos conversos del Islam escriben una dura carta al Papa en la que dicen sentirse abandonados por la Iglesia.
Como digo, los que provocan estas cosas, o tienen la impresión de que el tiempo para las reformas se les termina -y quizá alguno tenga datos que la mayoría ignora- y quieren aplicar la teoría de los hechos consumados, o están buscando que los que defienden la fidelidad a la Palabra de Dios y a la Tradición se vayan de la Iglesia creando un cisma. O las dos cosas.
Al principio, cuando empezaron los debates sobre la comunión de los divorciados vueltos a casar, se habló de la posibilidad de un cisma si eso sucedía. Luego, la «Amoris Laetitia» lo dejó en una ambigüedad tal que se podía interpretar en un sentido o en otro. Aquella confusión aún sin resolver ha dado paso a otras cosas, como las que he citado que han ocurrido esta semana.
Son demasiadas y demasiado juntas. Hay demasiada aceleración, y eso sólo se produce cuando el que conduce ya no lleva el control o cuando se quiere que el coche se salga de la carretera y choque. No sé si se podrá aplicar aquello de Shakespeare de que hay algo podrido en Dinamarca, pero desde luego esto no es normal. Yo no sé por qué, pero seguro que alguien lo sabe, y no me refiero a Dios, que lo sabe todo.
Sólo queda rezar y tener calma. La solución del cisma es muy mala solución, entre otras cosas porque quizá es lo que estén buscando los que están dando golpes al fiel perro guardián para que se enfade y poder decir que está rabioso.
P. Santiago Martín, sacerdote
Publicado originalmente en La Prensa
Publicar un comentario