El pasado 30 de abril, un grupo de clérigos e intelectuales católicos publicó una carta abierta en la que se afirmaba que nos encontramos en “una de las peores crisis en la historia de la Iglesia Católica”.
En los días posteriores, el número original de diecinueve firmantes ha crecido hasta superar el medio centenar. Entre estos firmantes se encuentran los sacerdotes Thomas Crean OP y John Hunwicke y los catedcráticos Matteo d’Amico, María Guarini, Robert Hickson, Paolo Pasqualucci, Anna Silvas, Claudio Pierantoni, Robert Cassidy y W. J. Witteman. Destaca la presencia del P. Aidan Nichols OP, uno de los más importantes teólogos ingleses en la actualidad.
A diferencia de anteriores textos críticos con ciertos desarrollos doctrinales recientes, que presentaban súplicas, peticiones, declaraciones o correcciones filiales al Papa, esta carta va más allá y plantea una acusación: “Estamos acusando al Papa Francisco del delito canónico de herejía”, una acusación que, según los mismos autores, es un “paso extraordinario”. Se advierte, sin embargo, que esto no iría en contra de las promesas de Cristo y la indefectibilidad de la Iglesia, ya que la acusación de herejía no se refiere a pronunciamientos papales infalibles, que el Papa Francisco no ha realizado en ninguna ocasión. Lo contrario “sería imposible, ya que sería incompatible con la guía dada a la Iglesia por el Espíritu Santo”.
Los firmantes quieren dejar muy claro, en cualquier caso, que su denuncia no es un ataque al Papa, sino, al contrario, “un deber de caridad fraterna hacia el Papa, así como un deber hacia la Iglesia”. En ese sentido, es significativo que la carta esté fechada el día de Santa Catalina de Siena, conocida por haber criticado muy duramente al Papa de su época, pero que manifestaba a la vez un gran amor a él.
Conviene señalar que la carta no está dirigida al Papa, sino a los obispos de la Iglesia. Los autores reconocen que no les corresponde a ellos “declarar al Papa culpable del delito de herejía de una manera que tendría consecuencias canónicas”, y por lo tanto se dirigen a los obispos, como “nuestros padres espirituales, vicarios de Cristo dentro de vuestras propias jurisdicciones y no vicarios del Pontífice romano”, pidiéndoles que amonesten “públicamente al Papa Francisco” para que “abjure de las herejías” y, si no lo hiciera, cumplan con su “deber de oficio de declarar que ha cometido el delito canónico de herejía”, con las correspondientes “consecuencias canónicas”.
Con una saludable dosis de realismo, los firmantes no aspiran a convencer a todos los obispos: “no es necesario que estas medidas sean tomadas por todos los obispos de la Iglesia Católica, ni siquiera por la mayoría de ellos. Una parte sustancial y representativa de los obispos fieles de la Iglesia estaría facultada para tomar estas medidas”.
Críticas doctrinales al Papa
En opinión de los autores, las razones para considerar que el Papa ha caído en herejía son “sobreabundantes”. En concreto, el Papa habría mostrado su creencia en siete proposiciones, que, según la carta, “contradicen la verdad divinamente revelada”, tal como la expresan el Concilio de Trento, el magisterio de San Juan Pablo II y otros textos. Estos errores consistirían en afirmar que:
- a pesar de la gracia de Dios, a veces es imposible cumplir la ley divina,
- un cristiano puede conocer la ley divina, incumplirla voluntariamente y no estar en pecado mortal,
- obedecer la ley de Dios, en algunos casos, puede ser un pecado,
- la conciencia puede juzgar rectamente que las relaciones sexuales entre dos personas, al menos una de las cuales está casada con otra, son queridas o incluso ordenadas por Dios,
- las relaciones entre marido y mujer no son los únicos actos sexuales moralmente buenos,
- no existen los actos intrínsecamente malos (es decir, aquellos que siempre son malos, al margen de la intención y las circunstancias), y
- Dios quiere positivamente la diversidad de religiones.
Resulta inmediatamente evidente que la acusación de herejía relativa a que todas las religiones son queridas por Dios es mucho más débil que las demás, porque recientemente fue rechazada de forma expresa por el propio Papa. Con ocasión una afirmación contenida en el documento firmado conjuntamente por el Papa y el Imán de Al-Azhar en que parecía afirmarse lo que indican los autores, el Papa Francisco aclaró posteriormente su postura.
En efecto, a través de Mons. Schneider el Papa explicó que se refería únicamente a la voluntad permisiva de Dios y no a la voluntad positiva. Esta aclaración impide realizar una acusación de herejía, ya que la misma exigiría tanto el error como la pertinacia en él. Otras conductas de carácter indiferentista que alegan los autores parecen ser de carácter más bien ambiguo y poco concluyentes.
Las otras seis proposiciones se refieren a la exhortación postsinodal Amoris Laetitia y a documentos y acciones posteriores relacionados con ella. Como prueba se ofrecen en la carta numerosas citas literales del capítulo octavo de la exhortación, en las que los adúlteros son considerados “miembros vivos” de la Iglesia, no pueden “cumplir plenamente las exigencias objetivas de la ley”, no se puede decir que “viven en pecado mortal” o que estén “privados de la gracia”, que el adulterio es, en ciertos momentos, “la respuesta más generosa que se puede dar a Dios” y “lo que Dios mismo está pidiendo” y que las reglas generales no pueden “contemplar absolutamente todas las situaciones particulares” (y, por lo tanto, no existen actos intrínsecamente malos).
A esto se suman las afirmaciones de los obispos de la región de Buenos Aires sobre la aplicación de la exhortación que, posteriormente, el mismo Papa ratificó como la única interpretación posible de la misma y como magisterio auténtico (“No hay otras interpretaciones”). En su declaración, estos obispos decidieron dar la comunión a aquellos que persisten en el adulterio cuando consideran que es necesario para no caer “en una ulterior falta”, algo que nunca podría ser fruto de una conciencia recta, según lo definido en el Concilio de Trento.
Si bien la afirmación de herejía sobre las diversas religiones no resulta muy convincente, los errores ligados a Amoris Laetitia parecen más claros y difíciles de negar. Las frases citadas de Amoris Laetitia sugieren con claridad errores frontalmente contrarios a la práctica y a la doctrina tradicional e infalible de la Iglesia. Asimismo, la conducta de varios obispos en ese sentido, con el aval de la Santa Sede, no deja un gran margen para dudar de que el sentido rupturista es, en efecto, el querido por el mismo Papa.
Crítica de acciones del Papa
Junto a estos puntos, directamente doctrinales, en la carta se incluye una recopilación de actuaciones públicas del Papa Francisco que, a juicio de los autores, demuestran que el Papa es culpable de estas herejías. En ese sentido, quieren señalar “ocasiones en que ha negado públicamente algunas verdades de la fe, y luego ha actuado coherentemente, de una manera que demuestra que no cree estas verdades”.
Los autores consideran que mostrar la unión de palabras y acciones da más fuerza a su crítica, porque indica que no se trata de un mero error intelectual sin consecuencias, sino de una doctrina errada que está transformando la práctica y la vida de la Iglesia. En ese sentido, se defiende que “prescindiendo de la cuestión de su adhesión personal a estas creencias heréticas, el comportamiento del Papa […] justifica la acusación del delito de herejía”. Es difícil, sin embargo, evitar la impresión de que la crítica a algunas acciones puede restar fuerza a la carta en vez de incrementarla. A fin de cuentas, esa parte de la carta, por su propia naturaleza, corresponde al ámbito de lo discutible, ya que las interpretaciones de las conductas criticadas puede variar y, en muchos casos, no se cuenta con los datos necesarios para realizar esa interpretación.
A esto se suma que algunas conductas que se le reprochan al Papa parecen haber sido consideradas a la peor luz posible. Por ejemplo, se afirma que “en la misa de apertura del Sínodo sobre la Juventud en 2018, el Papa Francisco llevó un bastón en forma de ‘stang’, un objeto utilizado en rituales satánicos”. Ciertamente, el báculo en cuestión era una de esas horrendas creaciones modernas a las que algunos clérigos son tan aficionados, en la que Cristo crucificado aparece solamente esbozado, pero de ahí a considerarlo un objeto satánico hay un abismo. Los jóvenes que le regalaron el báculo, de hecho, lo hicieron hablando del corazón desgarrado de Jesús en la cruz, una imagen que difícilmente podría considerarse satánica.
Algo parecido podría decirse de los elogios que ha hecho el Papa a personajes anticatólicos o que han llevado una vida moralmente reprochable, como Emma Bonino (la gran activista en pro del aborto italiana) o Monseñor Juan Carlos Maccarone (obispo argentino que tuvo que renunciar después de que se hicieran públicas sus conductas de carácter homosexual). Se puede considerar que esos elogios han sido imprudentes, inoportunos o errados en sí mismos, pero no deja de ser muy aventurado determinar el grado exacto de responsabilidad que conllevan y en qué medida se trataba o no de gestos meramente protocolarios, captationes benevolentiae o simples afirmaciones políticamente correctas, que no indicarían una postura contraria a la fe.
Otras actuaciones se refieren a cuestiones más graves, relacionadas con el encubrimiento de abusos sexuales, la homosexualidad o el silencio ante la introducción del aborto en Irlanda, entre otros temas. De nuevo, se trata generalmente de actos ambiguos que resulta muy difícil valorar.
Por ejemplo, se declara que el Papa “ha protegido y promovido a los clérigos homosexuales activos y a los clérigos apologistas de la actividad homosexual. Esto indica que él cree que la actividad homosexual no es gravemente pecaminosa”. La segunda afirmación, sin embargo, no se deduce de la primera. Incluso si se acepta que esa protección y promoción se han realizado con conocimiento pleno del Papa o directamente por él, no necesariamente se deduce de ellas la herejía que suponen los autores de la carta, sino que podría tratarse simplemente de acciones erradas, imprudentes o incluso pecaminosas, pero que no serían manifestación de una herejía.
Quizá las acciones más claras de las mencionadas sean, de nuevo, las que están relacionadas con Amoris Laetitia. Los autores señalan que resulta muy significativo que el Papa haya elogiado y ascendido a eclesiásticos que promovían la interpretación rupturista de Amoris Laetitia, como el cardenal Oswald Gracias, el cardenal Farrell, Mons. Mendonça o los padres James Martin SJ y Timothy Radcliffe OP. Particularmente graves son, en ese sentido, los nombramientos como miembros de la Academia Pontificia para la Vida de personas que defienden la legitimidad en algunos casos de la eutanasia, el aborto o los anticonceptivos, como el P. Thomasset, el P. Yánez, el P. Chiodi o los profesores Thiel y Biggar.
El silencio agrava la situación
A todo esto se suma el que quizá sea el signo más grave: la persistencia en el silencio ante los dubia presentados por los cardenales Meissner, Brandmüller, Cafarra y Burke (dos de los cuales ya han fallecido). Estos cardenales, utilizando un formato tradicional y muy frecuente en la Iglesia, enviaron al Papa cinco dudas o dubia para que aclarase la continuidad entre Amoris Laetitia y la doctrina perenne de la Iglesia. Sin embargo, sorprendentemente, el Papa se negó incluso a darse por enterado de la petición.
Lo mismo ha sucedido con otras declaraciones similares más detalladas, firmadas por obispos, clérigos y seglares, que se han ido dirigiendo al Papa en los años anteriores y posteriores a la publicación de Amoris Laetitia. Por ejemplo, la Filial súplica sobre el futuro de la familia de septiembre de 2015, la Solicitud al Papa de julio de 2016, la Carta abierta al colegio cardenalicio, también de julio de 2016, la Declaración de Fidelidad a la Doctrina Inmutable de la Iglesia de septiembre de 2016, la petición de los tres obispos de Kazajstán de enero de 2017, la carta del P. Thomas G. Weinandy de julio de 2017 o la Correctio filialis de agosto de 2017 o la Profesión de las verdades inmutables sobre el matrimonio de diez obispos de diciembre de 2017, entre otras. En conjunto, estos documentos representan las inquietudes de en torno a un millón de católicos, incluidos una docena de cardenales y dos centenares de obispos. El Vaticano ha preferido dejarlas sin respuesta y no reconocer siquiera la existencia de estas preocupaciones legítimas en un grupo numeroso de católicos. Otras afirmaciones que podrían considerarse críticas indirectas, como el reciente manifiesto de fe del cardenal Müller, antiguo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, también han sido ignoradas.
Si bien esta última la carta no ha obtenido hasta el momento el apoyo formal de ningún obispo, ha conseguido mostrar que el silencio no es una solución y que el problema no va a desaparecer por el hecho de que la Santa Sede siga ignorándolo. Al contrario, la urgencia y el tono crítico crecientes de las diversas declaraciones indican que ese silencio se interpreta cada vez más como persistencia en el error, aunque algunos medios y comentaristas prefieran plantearlo como un reflejo del silencio de Cristo ante sus acusadores.
A fin de cuentas, la misión principal del Papa es, precisamente, confirmar en la fe a sus hermanos. En ese sentido, no cabe guardar silencio ante las dudas fundadas y legítimas sobre afirmaciones papales que parecen contradecir la fe de la Iglesia. Esta contradicción tendría como único resultado el menoscabo de la propia autoridad papal, porque, como señaló el cardenal Ratzinger, “el Papa no es en ningún caso un monarca absoluto, cuya voluntad tenga valor de ley. Él es la voz de la Tradición; y sólo a partir de ella se funda su autoridad”.
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