En el capítulo 4 del libro de Hechos leemos: «Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (v. 29); »los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (v. 31); «los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor» (v. 33)
Ante estas afirmaciones, tengo que hacerme una pregunta: ¿pertenezco al grupo de personas que profesan abiertamente y con valentía su fe cristiana, o, por el contrario, me dejo llevar por el miedo o por el respeto humano? En pocas palabras, ¿soy católico de verdad o mi fe es tan débil que soy incapaz de dar razón de ella? En este caso tengo que tomar nota, pedir a Dios su gracia para no fallarle por cobardía, y, si es por razones intelectuales, prepararme para que la siguiente vez que me encuentre en una situación de esas, sepa razonar mi fe y esperanza, porque desde luego lo que tengo que pensar es que hay mucha gente que no tiene ni idea de para qué está en este mundo, y los creyentes tenemos el deber de ayudarles, si queremos ser de verdad apóstoles.
En uno de sus primeros sermones, el Papa Francisco decía: «Podemos caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor». Cuando se deja de anunciar a Jesucristo, ya no es la Iglesia ni los cristianos los que actúan.
El gran problema actual es el enfrentamiento entre la creencia y la increencia, la lucha entre dos concepciones del mundo que chocan entre sí, porque una se apoya en Jesucristo y la otra en el príncipe de este mundo, en Satanás. Nuestros adversarios tratan de cambiar los valores que han sustentado hasta hace poco nuestra civilización, empezando por los mismos signos cristianos, pues tratan de conseguir que desaparezca de la Sociedad cualquier referencia a Cristo, incluso derribando para ello las cruces que ornamentan algunos lugares públicos.
Quitados los signos cristianos, e incluso antes de conseguirlo, se trata que las personas no encuentren valores morales y religiosos en los que apoyarse. Cuando Jesucristo llamaba hijos del diablo a sus adversarios judíos, sabía bien lo que decía, porque era gente que no creía en Él, que era Dios hecho hombre, eran mentirosos y homicidas (cf. Jn 8,42-44). Estas condiciones, sólo que agravadas, se dan en nuestra Sociedad actual, porque hay que añadir más maldades de los hijos del diablo, como el intento de destruir el Matrimonio, la Familia e incluso la Maternidad, todo ello acompañado por una espantosa corrupción de costumbres, que llega incluso a tratar de destruir la inocencia infantil. Pero como el Mal tiene que presentarse con apariencia de Bien, están todo el día hablándonos de los nuevos derechos humanos.
Ahora bien, ¿cuáles son estos nuevos derechos humanos? Por supuesto no puede ser el derecho a la vida, desde la concepción a la muerte natural, porque en los nuevos derechos humanos están el aborto y la eutanasia, ni el matrimonio, que se entendía como unión de un hombre con una mujer y ahora puede ser cualquier tipo de unión, ni la familia, institución que la ideología de género combate abiertamente, ni el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones, porque esto corresponde al Estado, y ni siquiera la democracia, porque al no existir o al menos no tener en cuenta a Dios, la autoridad humana es la autoridad absoluta, sin frenos ni cortapisas, como estamos viendo estos días en España con el intento del Gobierno de terminar con la separación de poderes, cargándose el Poder Judicial.
Ante esta situación, ¿qué tengo que hacer? Por supuesto profesar mi fe con valentía y educación, recordando aquello de «discusión ganada, conversión perdida», no ocultando mi modo de pensar y denunciando no sólo los atropellos legales, sino también los morales, aunque sean legales, como el aborto. Si nos pisan, hay que chillar, utilizando los medios legales no violentos a nuestro alcance, aunque sólo sea para el que ha cometido la injusticia, se lo piense dos veces antes de volver a intentar atropellar, al modo que San Pablo hizo valer sus derechos de ciudadano romano (cf. Hch 16,35-39). Y en las elecciones, por supuesto ir a votar, pues el que no lo haga luego no tiene derecho a quejarse, y votar, teniendo muy en cuenta mi condición de cristiano que defiende los valores, que Benedicto XVI señaló como no negociables, es decir «el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas» («Sacramentum Caritatis» nº 83). En pocas palabras, no nos dejemos achantar.
Pedro Trevijano
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