En nuestro mundo turbulento e inquietante, el hombre necesita de fundamentos sólidos e inquebrantables sobre los que apoyarse, sobre los que construir con seguridad su propia vida. La sociedad laica, orientada principalmente a la satisfacción de los intereses individuales, no puede dar a la persona orientaciones morales claras. La crisis de los valores tradicionales a la que asistimos en las sociedades de consumo conduce al enfrentamiento entre distintos intereses, también en las relaciones familiares. Así, mientras el feminismo radical considera a la maternidad como un obstáculo para la realización de la mujer, tener un hijo es considerado cada vez más como un derecho de ésta, que puede conseguirse por cualquier medio. También cada vez más se considera que la familia es la unión de dos personas, independientemente de su sexo, y que el individuo puede elegir su pertenencia a uno u otro sexo, según su personal gusto.
Por otro lado, aparecen nuevos problemas que afectan directamente a los fundamentos de la familia tradicional. Los conflictos armados en el mundo moderno ocasionan el éxodo en masa de las regiones golpeadas por la guerra hacia los países más ricos. A menudo la emigración lleva a la ruptura de los lazos familiares y crea un nuevo ambiente social en el que nacen vínculos de carácter interétnico e interreligioso.
Estos retos y amenazas son comunes a todas las iglesias cristianas, que deben buscar respuesta siguiendo la misión que les confió Cristo, la de guiar a la persona hacia su salvación. Sin embargo, incluso en ambientes eclesiales, escuchamos frecuentemente voces que piden una «modernización» de la conciencia eclesial, esto es, rechazar la doctrina cristiana, aparentemente obsoleta, sobre la familia. Sin embargo, no debemos olvidar las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: «No os conforméis a la mentalidad de este siglo, sino transformáos, renovando vuestra mente, para poder discernir la voluntad de Dios lo que es bueno, lo que le agrada y es perfecto« (Rom 12,2)
La Iglesia está llamada a ser luz y faro en las tinieblas de este mundo, y los cristianos estamos llamados a ser «sal de la tierra« y «luz del mundo«. Ninguno de nosotros debe olvidar la tremenda advertencia del Salvador: «Pero si la sal pierde su sabor ¿con qué se la podrá volver a salar? No sirve para nada más que para tirarla a la calle y que la pisen los hombres« (cf, Mt 5,13-14). Como esa sal, que ha perdido la fuerza de su sabor propio, han venido a ser en nuestro tiempo algunas comunidades protestantes que se definen como cristianas pero que predican ideas morales incompatibles con el cristianismo. Si en comunidades de este tipo se introduce el rito de bendición de uniones homosexuales; o una lesbiana que se autodenomina «obispo» pide que se quite una cruz y se sustituya por una media luna islámica¿pueden tales comunidades considerarse «cristianas»? Desde nuestro punto de vista todos aquellos que están dispuestos a seguir el juego de la sociedad secularizada, desclericalizada y sin Dios, traicionan al cristianismo.
Las autoridades de diversos países de Europa y América, a pesar de numerosas protestasm también por parte de los fieles católicos, siguen desarrollando políticas deliberadamente orientadas a la destrucción del concepto mismo de familia. No sólo las uniones homosexuales son legalmente equiparadas al matrimonio, sino que se llega a perseguir penalmente a quienes, por causa de su fe cristiana, rehusan registrar esas uniones. Inmediatamente después de terminar la visita del Papa Francisco, el Presidente Obama ha declarado abiertamente que los derechos de los gays son más importantes que el de la libertad religiosa. Esto muestra claramente la intención de las autoridades civiles de proseguir el ataque contra las fuerzas sanas de la sociedad, que defienden los valores tradicionales de la familia. Los catolicos están en primera línea en esta lucha, y verdaderamente hay una auténtica campaña de mentiras y descrédito contra la Iglesia católica. Por eso, hoy es particularmente necesaria fortaleza en la defensa de las convicciones cristianas y de la fidelidad a las tradiciones de la Iglesia.
En nuestros días, en que la sociedad se parece cada vez más al hombre necio, «que construyó su casa sobre la arena« (cf. Mt 7,26), la Iglesia tiene el deber de recordarle su fundamento sólido –la familia como unión de un hombre y una mujer, que tiene como fin el nacimiento y la educación de los hijos. Solo una familia así, fundada por el mismo Señor en el momento de la Creación del mundo, está en condiciones de evitar, o al menos retardar, la caída de la sociedad moderna en el abismo del relativismo moral.
La iglesia ortodoxa, como la católica, en su doctrina sobre la familia, ha seguido siempre la Sagrada Escritura y la Santa Tradición, afirmando el principio de la santidad del matrimonio, que se funda en las palabras del Salvador (cf. Mt 19,6; Mc 10,9). En nuestro tiempo, esta postura debe ser más unida y unánime. Debemos defenderla juntos al dialogar con las autoridades legislativas y ejecutivas de nuestros países y en las instituciones internacionales, como la ONU y el Consejo de Europa. No podemos limitarnos solo a exhortaciones, debemos garantizar plenamente la tutela jurídica de la familia.
Es indispensable la solidaridad de las iglesias y todas las personas de buena voluntad, a fin de proteger la familia de las amenazas del mundo laico y así garantizar nuestro futuro. Espero que uno de los frutos de la Asamblea del Sínodo sea el posterior avance de la cooperación católico-ortodoxa en esta dirección.
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