1. La liturgia es el culto perfecto que la Iglesia tributa a Dios, es la glorificación de Dios.
Este lenguaje ha dejado de ser común, tan influenciados como estamos por la desacralización de la liturgia (casi vulgaridad en muchos casos), y, sin embargo, es lenguaje conciliar: «esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (SC 7).
La liturgia realiza el mandato que el Señor dio: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto» (Dt 6,13) que repite Jesús a Satanás al ser tentado (Mt 4,10). El culto a Dios es la expresión sensible y visible, interior a la vez que exterior, del reconocimiento y entrega obediente a Dios de la fe. El culto y la adoración son signos humildes que proclaman la grandeza absoluta y única del Señor:
«La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el «Rey de la gloria» (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios «siempre [...] mayor» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas» (CAT 2628).
Toda la liturgia de Israel, en el Antiguo Testamento, es adoración a Dios, escucha de su Palabra y culto exclusivo a quien es el único Dios verdadero. Israel recibe como misión particular, por elección amorosa de Dios, «glorificar al Señor» (cf. Sal 147), «alabad al Señor» (Sal 112; 145), la bendición es que «generaciones sin fin cantarán vítores» (Tb 13), el fin perfecto es «ofrecer una ofrenda pura desde donde sale el sol hasta el ocaso» (Mal 1,11), acompañando la liturgia –no despreciando la liturgia- con la sinceridad del corazón, no sólo de los labios (cf. Is 1), y de la misericordia y el conocimiento de Dios más que lo exterior y ritual cuando está vacío (cf. Os 6,6) y se vuelve un mero formalismo.
Jesucristo –«al Señor, tu Dios, adorarás» (Mt 4,10)- anuncia y enseña que llega la hora en que se rinda al Padre «un culto en Espíritu y en Verdad» (Jn 4,23). No ha abolido Cristo la liturgia para sustituirla por el subjetivismo religioso, sino que la conduce a su plenitud verdadera. Él mismo adora al Padre al ofrecerse a Sí mismo en la Cruz (Hb 10), su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34) y lo glorifica constantemente y en todo, participando de la liturgia sinagogal «como era su costumbre» (Lc 4,1), de las fiestas de Israel, o con su oración y alabanza o con el rezo de los salmos. La liturgia así es nueva, crística, al modo de Cristo, con Cristo.
Las cartas paulinas y católicas a su vez exhortarán: «glorificad» (1Co 6,12; 1P 3,15), «ofreceos como hostia viva, santa, agradable a Dios, éste es vuestro culto razonable» (Rm 12,1) y que todo se haga «para gloria de Dios» (1Co 10,31; Col 3,17); por ello se ofrece la Acción de gracias (Col 3,12), es decir, la Cena del Señor o Eucaristía (1Co 11,23-26) y se realiza el rito bautismal, se cantan himnos, cánticos y salmos (Col 3,16; Ef 5,19), se ora sin cesar (1Ts 5,17).
La liturgia es el culto de adoración por el cual la Iglesia glorifica a Dios (glorifica al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo). Conlleva la sinceridad del corazón, la ofrenda de la propia vida con Cristo, el adecuar la propia existencia con la Ofrenda de Cristo y la misericordia, y este aspecto espiritual imprescindible va visibilizado en la misma liturgia como glorificación de Dios en sus ritos, solemnidad, sacralidad propia e inherente (inclinaciones, incensación, genuflexión, ornamentos litúrgicos, etc.), oración, canto litúrgico, la belleza trascendente, el espacio litúrgico adecuado y simbólico de las realidades celestiales -¡como pide el mismo Concilio!-. Y, ¡cómo no!, el canto diario del Oficio divino, la Liturgia de las Horas, que acompasa el ritmo cotidiano de la Iglesia glorificando a Dios y santificando la jornada, incluso rezado por una persona sola. (Es sintomático: donde crece la desacralización, o una concepción secularista de la liturgia, lo primero que se produce es el abandono del Oficio divino).
Todo converge para adorar y glorificar a Dios en la liturgia, y este sentido de la divina liturgia merece ser destacado, recuperado, vivido, explicado.
2. Además de la glorificación de Dios, «los hombres son santificados» (SC 7).
La liturgia, en línea vertical ascendente, glorifica a Dios, y en línea descendente, desde Dios, es la santificación del hombre, de los fieles cristianos. El interior de la liturgia es misterio de gracia; es la gracia lo que Dios entrega al hombre –gratis et amore, gratis y por amor– en las distintas celebraciones litúrgicas y sacramentales.
Así la liturgia se convierte en el canal transmisor que Dios ha elegido para unirnos a Él y darnos su vida sobrenatural tocando, realmente pero invisiblemente a un tiempo, al hombre en su ser. Por eso la liturgia es una obra divina porque sólo Dios puede santificar al hombre; la liturgia es la intervención de Dios.
Caen de este modo las consideraciones de la liturgia como simples fiestas de la comunidad o del grupo que busque expresarse a sí mismo, o la consideración únicamente didáctica de la liturgia que la confunde con una sesión de catequesis (y que trata a todos, incluso a adultos, con lenguaje, gestos y formas ni siquiera infantiles, sino pueriles).
Pero también cae, y no es menos importante, el pensamiento pelagiano –tan usual otra vez desde hace unos años– de que el hombre se santifica a sí mismo porque ni es tan malo ni tan pecador, sino que el hombre es bueno por naturaleza («¡todo el mundo es bueno!», buenismo moral, siempre ingenuo) y que basta que el hombre tome conciencia y se lo proponga para que ya sea buena persona, buen cristiano, constructor del Reino, etc.
En esta concepción pelagiana –tan extendida– Cristo no es un absoluto ni es el Redentor, sino un «ejemplo y modelo» de compromiso, ni hace falta la gracia ni los sacramentos porque ya todo lo conseguimos nosotros, ni la liturgia nos va a entregar nada, sino que la hacemos nosotros para recordarnos nuestros compromisos, lanzar proclamas y consignas y reforzar nuestros ideales.
Pero, sin la gracia nada podemos y nada somos. «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5), su gracia «vale más que la vida» (Sal 62) y es la gracia la que mueve el querer y la actividad (Flp 2,13). La liturgia santifica porque nadie se hace santo a sí mismo, sino que lo recibe por gracia, y cada sacramento y toda liturgia comunican distintas gracias.
La Iglesia santa se convierte en santificadora, por la acción de la Trinidad, mediante la liturgia:
«La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y en Él, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir «la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios» (SC 10). En la Iglesia es en donde está depositada «la plenitud total de los medios de salvación» (UR 3). Es en ella donde «conseguimos la santidad por la gracia de Dios» (LG 48)» (CAT 824).
¡Qué diferente es comprender así la liturgia! Pero es que son palabras (ignoradas o silenciadas) del Vaticano II: «esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (SC 7).
Javier Sánchez Martínez, pbro.
Córdoba
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