Conceptos
En neonatología, se consideran fetos a término aquellos que nacen entre las 37 y las 42 semanas de gestación, con un peso medio de unos 3400 gramos. Se llama prematuro o pretérmino a aquel nacido antes de las 37 semanas de gestación. Oscilan entre el 8 y el 12% del total de partos, según partes del mundo.
La prematuridad se ha asociado a malnutrición y falta de higiene o condiciones de marginalidad familiares, al estrés laboral y el esfuerzo físico, al bajo peso de la gestante y al abuso de alcohol, tabaco o estupefacientes. También se ha observado una mayor incidencia en gestaciones múltiples, sobre todo en los procedentes de reproducción humana asistida. Iams J; Creasy R. Preterm labor and delivery. En: Iams J; Creasy R; Resnik, Y. Maternal-fetal medicine: principles and practice, Saunders, Philadelphia 2004, pp. 623-661. Allen V; Wilson R; Cheung A. Pregnancy Outcomes after assisted reproductive technology. Journal Obstetric Gynaecology Canadian 2006; 28(3): 220-250.
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Problemas de la prematuridad. Viabilidad del neonato pretérmino
El parto pretérmino se asocia invariablemente a una mayor incidencia de mortalidad y morbilidad (riesgo de enfermedades o secuelas): un tercio de las muertes neonatales se producen en bebés pretérmino. De estas, el 95% en fetos de menos de 32 semanas y peso menor de 1500 gramos. Dos tercios de estas muertes, en las primeras 24 horas de vida.
El término “viabilidad” comenzó a emplearse públicamente, tras la legalización del aborto provocado en Estados Unidos con la célebre sentencia Roe vs Wade de enero de 1973 en la Corte Suprema, que estableció que la madre podía mandar acabar con la vida de su hijo mientras este no fuese “viable”.
En 1995, Norma Mc Corvey, la “Roe” del caso (sus dos abogadas emplearon un seudónimo para ella) se arrepintió de haber iniciado aquel proceso, reconoció que había mentido al alegar que su embarazo había sido producto de una violación, y en 2005 pidió que el caso fuese revisado, a la vista de las consecuencias que el aborto provocado causaban en las mujeres, pero su petición fue denegada.
Esta sentencia, y la consecuente legalización del feticidio condujo a un nuevo debate bioético, pues se obligó a los neonatólogos a establecer con cierta precisión en qué momento un feto era “viable”, esto es, capaz de sobrevivir fuera del útero materno, para establecer los límites legales a la legalidad del aborto provocado. Inicialmente se estableció en las 28 semanas de edad gestacional.
La sentencia Planned Parenthood of Central Missouri vs Danforth, de 1976, admitió que la viabilidad no podía ligarse a una edad o peso determinado, traspasando la responsabilidad de la decisión al criterio del facultativo en cada caso. En 1979, la sentencia Colautti vs Franklin especificaba más: la viabilidad se alcanzaba cuando el médico consideraba que había una “razonable probabilidad de seupervivencia del feto, con o sin medios artificiales”, lo cual no dejaba de ser sumamente vago, al menos desde un punto de vista de estricta ciencia médica.
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La “zona gris”
Como se puede apreciar, la viabilidad es un término, como otros (piénsese en “preembrión”) que ha sido introducido en la medicina por juristas que desean buscar una cierta justificación científica a la decisión soberana legal de la madre con respecto a la vida de su hijo.
Hasta entonces, tales especificaciones no se planteaban: el ginecólogo trataba por todos los medios de salvar la vida del prematuro, con mayor o menor éxito. Un efecto colateral de esta intromisión jurídica en la medicina es la de establecer parámetros conducentes a asistir o no a un neonato prematuro con problemas de salud, precisamente en función de su “viabilidad” o no. Esto es, prestarle la asistencia médica debida a todo galeno por su código deontológico. Como veremos, esto se relaciona con las prácticas eugenésicas y el concepto “calidad de vida” y “vidas que merecen (o no) ser vividas”.
Naturalmente, los consensos que se puedan alcanzar sobre la viabilidad de un prematuro carecen de cualquier rasgo paradigmático, a la vista de la evolución de los conocimientos y la tecnología. En la década de 1990, se consideraba que la semana 25 era el límite de la viabilidad fetal extrauterina, pues aproximadamente la mitad de los nacidos en esa fecha fallecían. También se creía que por debajo de la semana 22 no era posible la viabilidad (Hack M; Horbar JD; Malloy MH et al. Very low birth weight outcomes of National Institute of Child Health and Human Development Naonatal Network. Pediatrics 1991; 87(5): 587-597.). Esto nos deja una “zona gris”, entre las 23 y las 24 semanas, en las que se discute si el feto es viable o no. La morbimortalidad es inversamente proporcional a la edad gestacional, mientras la tasa de supervivencia lo es directamente: cuanto mayor es un feto, mayores probabilidades de sobrevivir y menos de tener secuelas y enfermedades.
Hoy en día se considera que el límite de supervivencia extrauterina depende fundamentalmente del desarrollo de los alveolos pulmonares, que permiten la respiración eficiente autónoma del bebé. Dicho desarrollo ocurre en circunstancias normales entre la semana 22 y la 23. Actualmente ninguna técnica médica ha logrado adelantar en el tiempo dicho desarrollo.
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Avances en supervivencia y morbilidad de los prematuros.
Naturalmente, cada década que pasa los avances científicos y tecnológicos permiten, no sólo incrementar la tasa de supervivencia de los neonatos pretérmino, sino también su desarrollo libre de enfermedad y secuelas, que son, principalmente, síndrome de dificultad respiratoria, enterocolitis necrotizante, hemorragia cerebral intraventricular, parálisis cerebral, retinopatía del prematuro, retraso en el neurodesarrollo o trastornos psicológicos; todas ellas como consecuencia de la inmadurez de los sistemas afectos. (Steinmacher J; Pohlandt F; Bode H et al. Neurodevelopmental follow-up of very preterm infants after proactive treatment at a gestational age of less or equal 23 weeks. J Pediatr. Jun 2008; 152(6): 771-6).
Por ejemplo, actualmente, los prematuros de 25 semanas de edad gestacional sobreviven en más de un 80%. El 50% sanos. Los de las 24 semanas sobreviven en torno al 70%, pero únicamente el 30% libres de enfermedades o secuelas. A las 23 semanas, sobreviven el 50%, pero sólo el 10% sanos. Los prematuros de 22 semanas no sobreviven más que en un 10% de los casos, y prácticamente todos con alguna secuela. (Hussain N; Rosenkrantz TS. Ethical considerations in the management of infants born at extremely low gestational age. Semin Perinatol. 2003; 23(6):458-70.)
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Controversias bioéticas con respecto a los prematuros: el aborto
En medio de la corriente eugenesista que se implanta con firmeza en Occidente, también los prematuros han merecido un espacio en el menú de la eliminación física de los enfermos, ancianos o “imperfectos”. Como decíamos, el término “viabilidad” sirvió al tribunal supremo estadounidense para poner un mojón antes del cual se podía abortar voluntariamente. A partir de esa edad se suponía que el feto, viable por sí mismo o con ayuda fuera de la madre, merecía la protección legal de la que disfruta todo recién nacido.
Tal protección se fundamente en arenas movedizas: si inicialmente no se consideraba que dicha supervivencia pudiera pasar de las 28 semanas, hoy en día (pocas décadas después), se tiene la seguridad de viabilidad a partir de las 25 semanas, y se duda en las dos semanas previas. Hoy en día, no obstante, la ley española permite el aborto voluntario por encima de 22 semanas si se detecta una “anomalía fetal incompatible con la vida o cuando se detecte en el feto una enfermedad extremadamente grave e incurable en el momento del diagnóstico” (ley orgánica 2/2010 de 3 de marzo, artículo 15.c). Esto incluye, por ejemplo, el síndrome de Down. De hecho, la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia pidió en 2008 que a partir de dicha fecha no se llamase aborto sino “eliminación de feto viable”.
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Controversias bioéticas con respecto a los prematuros: la eugenesia
La misma filosofía que subyace detrás de esta última consideración es la que viene siendo empleada desde hace unos años por los eugenesistas para plantear la inutilidad de actuaciones médicas sobre prematuros de 22 a 25 semanas, precisamente por las “fundadas posibilidades de secuelas o discapacidades si sobreviven al parto”. Para ello se recurre al concepto de “calidad de vida”, otro añadido moderno a la legislación, por el cual se plantea que una existencia condenada a graves discapacidades “no merece la pena ser vivida”.
La peligrosidad de este tipo de juicios, siempre externos a la persona que sufre dichas discapacidades y sin contar con su opinión, es evidente. Comenzando porque los criterios para evaluar esa “calidad de vida” son muy etéreos. Y esa ambigüedad viene alimentada por la propia definición de salud promulgada por la OMS (“la salud es el estado de completo bienestar físico, mental y social”) que abre la puerta a infinidad de situaciones de insania de todo tipo y gravedad, cuya valoración sobre la calidad de vida es imposible de especificar. Por ejemplo, es frecuente que una persona sana pueda pensar que vivir con ciertas discapacidades físicas o mentales no merece la pena. Lo cierto es que cuando son los discapacitados los que evaluan su percepción de calidad de vida, sus resultados apenas difieren de los de la población general: ellos no consideran su vida de menor valor (Saigal S; Feeny D et al. Self-perceived health status and heatlh-relates quality of life of extreme low-birth-weight infants at adolescence. The Journal of the American Medical Association. 1996; 276:453-9).
Un estudio realizado por Ventura-Juncá descubrió que en el ámbito neonatal, el concepto de “calidad de vida” incluía principalmente aspectos relacionados con el entorno familiar, el trabajo, la educación, el coste sanitario, etc. Es decir, ajenos a la medicina. Por tanto, más que de “calidad de vida” del paciente, habría que hablar de “impacto personal, familiar y social” de la enfermedad y sus consecuencias.
En este sentido, los aspectos más importantes a tener en cuenta con respecto al impacto de la enfermedad y sus secuelas son:
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La plasticidad de los niños, que les acredita una capacidad de recuperación ante las enfermedades muy superior a la del adulto. Hemos de contar además con la tendencia mostrada por la medicina en el último siglo a una mejoría exponencial de terapias, lo cual hace preveer que, incluso a corto plazo, las secuelas perinatales van a ser mejor controladas en el futuro de lo que lo son en el momento presente.
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El soporte familiar y social. Parece haberse instalado la idea de que el hecho de que un enfermo vaya a depender de sus padres o de cuidadores ajenos durante toda su vida es insoportable, y en sí mismo imposible de aceptar como “vida de calidad”.
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La capacidad del neonatólogo para establecer con fiabilidad tanto la edad gestacional (hay margen para el error, de hasta 2 semanas, que en estos casos es una diferencia importante) como un riguroso diagnóstico y pronóstico (siempre incierto) de las lesiones que se puedan producir por un parto prematuro.
Asimismo, se ha de poner sobre la mesa la injusticia que supone negarle la asistencia médica a un recién nacido únicamente porque podría quedarle como secuela cierto grado de capacidad. ¿Acaso se actúa del mismo modo ante recién nacidos a término? Esa incongruencia se pone de manifiesto en el estudio de Janvier A; Bauer KL, Lantos JD. Are newborns morally different from older children? Theor Med Bioeth. 2007; 23(9): 503-14. Igualmente: ¿acaso no se trata con todos los medios disponibles a un politraumatizado grave de 50 años con riesgo evidente de secuelas?
La actitud ética correcta es la de actuar en esa “zona gris” como se actúa en cualquier otra edad: hacer todo lo posible por salvar la vida del recién nacido, evitar las secuelas y enfermedades a las que su prematuridad predispone, y minimizarlas en lo posible si son inevitables. Y cesar los esfuerzos únicamente cuando se compruebe, para ese paciente en concreto, que son inútiles.
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El papel de los progenitores
Naturalmente, los tutores legales del recién nacido son los padres, y ellos han de tomar las decisiones por él. Hemos de recordar, no obstante, que como todo tutor, su potestad se basa en el exclusivo bien e interés del hijo, quedando cualquier otra consideración subordinada a aquella. Es obvio que el primer y principal derecho es el de la vida.
Para algunos autores, en la “zona gris” (23 a 25 semanas) la decisión de los padres debe ser el factor decisivo en la toma de decisiones clínicas (Nuffield Council of Bioethics. Critical care decisions in fetal and neonatal medicine: ethical issues. November 2006. Véase esta dirección). Aunque sobre el papel parece un criterio sensato, antes de precipitarnos hemos de considerar la iniciativa en condiciones reales.
Muy frecuentemente, el parto prematuro es inesperado. Asimismo, la decisión sobre iniciar o no medidas de resucitación o terapéuticas (normalmente agresivas) se ha de tomar en pocos minutos o incluso segundos. Añádase el estrés y dolor del parto y alumbramiento, lo inesperado de la situación (con frecuencia el padre, sorprendido en su trabajo, ni siquiera está presente), la llegada de un hijo en una situación muy alejada de la que habían ideado los padres. ¿Es esperable que los padres se hallen lo suficientemente serenos para tomar la decisión correcta?
Asimismo, lo más habitual es que la información que deben recibir con los riesgos y beneficios esperables, el pronóstico, los inconvenientes y secuelas, con sus estudios y estadísticas, que en cualquier procedimiento importante suelen requerir más de una visita, varios documentos de información, con frecuencia una reflexión posterior en casa antes de decidirse, etc… aquí se ha de recibir precipitadamente, en un ambiente de estrés y probablemente en menos de un minuto (el tiempo que tarda la ausencia de oxígeno en dañar el tejido cerebral). No es esperable tener una comprensión correcta de la información y su importancia, y tomar una decisión tan difícil acertadamente en estas condiciones.
La realidad en las salas de parto nos indica que, casi invariablemente, los padres tomarán aquella decisión que les sugiera o recomiende el médico asistente. Por otra parte, resulta una descarga de responsabilidades del profesional el traspasar la “patata caliente” de la decisión a unos padres agobiados, desinformados y desorientados.
La decisión final de intervenir a un recién nacido extremadamente prematuro es, por tanto, una decisión médica. Decisión del profesional de la salud, el único que puede analizar correctamente la situación, basándose en criterios estrictamente clínicos, y teniendo como principal objetivo el mejor interés del paciente. Sin perjuicio de que los padres sean informados continuamente y paso a paso sobre lo que se está haciendo con su hijo, su evolución y estado, y permiténdoseles no sólo efectuar cuantas preguntas consideren, sino también tomar decisiones en el proceso. Pero siempre sobre la base del criterio del profesional.
Por ello es tan importante la existencia de una bioética médica fuerte. La autonomía del paciente (en este caso, sus padres), siendo buena y necesaria, no puede servir como excusa para eximir al médico de su responsabilidad moral.
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El papel del médico
En efecto, el médico es quien mejor puede ponderar lo proporcionado o desproporcionado de una actuación sanitaria, en base a sus conocimientos y su experiencia, y de acuerdo con su profesionalidad y su prudencia.
En la práctica médica se ha abierto paso con fuerza el empleo creciente de protocolos para uniformizar, y hacer más objetivas, las actuaciones médicas. Su papel es fundamental, y sin duda positivo y valioso, pero es obvio que, no siendo el profesional mero robot, sino agente activo en el cuidado de la salud, no puede reducir toda su actuación al mero seguimiento del protocolo (del mismo modo que un juez no se limita a aplicar la letra de la ley automáticamente). Hay casos límite que el protocolo no puede específicar, y sin duda los prematuros entre las semanas 23 y 25 son uno de ellos (en años recientes, se podría ampliar esta serie a no pocos prematuros de 22 semanas).
Es interesante un estudio neozelandés que reveló que los neonatólogos que tienen mayor miedo a la enfermedad o a la muerte son los más predispuestos a suspender precozmente la atención a prematuros para evitar una eventual baja calidad de vida. Barr P. Relationship of neonatologists´end of life decisions to their personal fear of death. Archives of Disease in Childooh-Fetal and Neonatal Edition. 2007; 92: F104-107. Una relación similar halla otro estudio italiano: Bellieni C; Bounocore G. Flaws in the assesment of the best interest of the newborn. Acta Paediatrica. 2009; 98(4): 613-7. Ello demuestra (algo que empíricamente se puede detectar) que las creencias propias del profesional acerca de la “calidad de vida” influyen en el consejo que dará a los padres.
La actitud ética correcta del profesional es la misma que tendría lugar en un paciente de otra edad, sin anteponer estadísticas (asimismo cambiantes con el tiempo) a la realidad natural de un niño enfermo. Lo contrario sería deslizarnos por un nihilismo médico (“no vale la pena comenzar/prolongar esta actuación terapéutica”) por “lo que pudiera suceder luego”. El prematuro tiene el mismo derecho que cualquier otro neonato a que se le apliquen las medidas de soporte y actuación para salvar su vida y evitar secuelas en lo posible, hasta el momento en que se compruebe fehacientemente que no tiene sentido continuar. Pero hacerlo individualizando en cada caso, y no anteponiendo la edad gestacional a la realidad del paciente concreto.
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El protocolo de Groninga
Pasises Bajos ha sido el país europeo pionero en la eutanasia. Fue despenalizada en 1993, y declarada legal y regulada en 2002. En 2005 la Real Sociedad Médica holandesa y la sección de Neonatología de la Asociación holandesa de Pediatría consensuaron y publicaron el llamado Protocolo de Groninga, que regula la eutanasia neonatal (Verhagen E; Sauer P. The Groningen Protocol. Euthanasia in severely ill newborns. NEJM. 2005; 352(10): 959-62.). Los legisladores nacionales, tanto del Ministerio de Justicia como del de Sanidad, se basaron en este protocolo para establecer un comité consultivo sobre eutanasia en neonatos que comenzó a funcionar en 2006.
El protocolo divide a los neonatos en “categorías”. En la primera categoría se engloban aquellos niños que por su estado no tienen ninguna esperanza de supervivencia. En ellos es legítimo no iniciar o prolongar actuaciones terapéuticas extraordinarias (ATE), esperando el fin inevitable. En la segunda categoría se encuentran pacientes que podrían sobrevivir con las ATE, pero con un pronóstico vital nefasto a corto o medio plazo. El protocolo aconseja emplear medicación que expresamente sirva para acabar con la vida del neonato (eutanasia). A la tercera categoría pertenecen aquellos que sufren enfermedades incurables (¡con los conocimientos médicos actuales, claro!) pero no letales, que no necesitan ATE y que presentan lo que el protocolo llama “sufrimiento insoportable sin posibilidad de ser aliviado”. Esta es la madre del cordero: ¿quién y de qué modo se define el “sufrimiento insoportable”? ¿con que parámetros medimos lo aliviable que pueda ser? En esta tercera categoría (que incluye patologías como la espina bífida o la epidermolisis bullosa) se aconseja la eutanasia pasiva (retirar medios de soporte vital en espera de la muerte) o activa (suministrar un fármaco letal), tras la aprobación de un comité ético.
La respuesta de la comunidad médica a dicho protocolo ha sido generalmente opuesta, con pocos autores que lo defiendan (véase un artículo español (página 22) que si lo hace, naturalmente desde las páginas de la revista oficial de la asociación mundial pro-eutanasia DMD). La mayoría proponen profundizar en los cuidados paliativos, que en el caso de los dolores intensos (la mayor parte de los casos considerados sufrimiento insoportable) son subsidiarios de recibir analgesia a dosis altas e incluso la sedación. Asimismo, un tratamiento multidisciplinar del sufrimiento familiar (que suele ser el único verdaderamente insoportable que se puede objetivar). Feudtner, por ejemplo, opina que “hasta que la actuación de la medicina paliativa no haya sido evaluada por un mecanismo de control objetivo y externo, no se puede plantear la certificación de que el sufrimiento de un paciente es verdaderamente intratable”. Véase al respecto Jotkowitz A; Glick S; Gesundheit B. A case against justified non-voluntary active euthanasic (The Groningen Protocol). American Journal of Bioethics. 2008; 8(11): 23-6. Murphy M; Pritchard J. To the editor. New England Journal of Medicine. 2005. 352:2353-4. Sauer P et al. Ethical dilemmas in neonatology. Recommendation of the Ethics Working Group of the CESP. Eur J Pediatr. 2001; 160(6): 364-8. Feudtner C. Control of suffering on the slippery slope of care. Lancet. 2005; 365(9467): 1284-6. Etcétera (recomiendo ver la bibliografía del libro que cito al final del artículo).
También aspectos concretos del Protocolo han recibido críticas. Por ejemplo, un grupo de pediatras neerlandeses (De Jong, Kompanje), en coordinación con la Federación Internacional de Espína bífida e hidrocefalia, consideraron totalmente fuera de lugar que se incluyera esta patología como de “sufrimiento insoportable”, aportando numerosos trabajos que demostraban que la mayoría de estos pacientes ni siquiera presentaban dolor contínuo ni mucho menos intratable, o que es imposible al nacimiento preveer el grado de discapacidad o alteración de la inteligencia que el paciente iba a sufrir. Otros autores criticaron que la no explicación de los términos “mejor interés del paciente”, “desesperación y sufrimiento insoportable”, “calidad de vida” o “valores médico-éticos” invalidaban por completo su empleo en el documento. Bellieni fue más allá, indicando que “sería más apropiado decir que la eutanasia del neonato ayuda a aliviar el sufrimiento de los padres, pero no podemos aceptar la idea de que la muerte de alguien sea empleada para satisfacer necesidades de otros”. Más aún, establece una relación directa entre eutanasia neonatal y handifobia. Bellieni C. Paterlini G. Parravicini E. Whose suffering does euthanasia cure? BMJ.com. April 12 2005.
Por último, diversas asociaciones de discapacitados respondieron públicamente al protocolo de Groninga, señalando que padecer dichas enfermedades crónicas no impide ser feliz.
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Conclusión
En este tema la Iglesia no distingue entre neonatos prematuros y otra edad o situación: “Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable. Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre (véase Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona)” (CIC 2277).
Es decir, el hecho de que el neonato sea prematuro, no importa en qué semana, no debe influir en el juicio sobre las actuaciones a realizar, sino el estado médico del mismo. Si no existe expectativa alguna de supervivencia, mantener el soporte vital, tratar adecuadamente los síntomas y evitar actuaciones desproporcionadas o innecesarias hasta el advenimiento del fin natural.
En los demás casos, jamás la posible o hipotética secuela, por grave o frecuente que sea, deberá impedir realizar al profesional (y exigir a los padres) un tratamiento similar al de cualquier otra persona en la misma situación. La sacralidad de la vida humana y la absoluta singularidad de cada persona priman por encima de consideraciones subjetivas y externas sobre el mayor o menor sufrimiento que pueda padecer el paciente. No tenemos derecho a decidir por él cuánto le afecta el sufrimiento hasta el punto de matarlo por ello.
Como en todas las eutanasias activas a terceros (que son las que realmente dan problemas éticos en la práctica), existe un innegable componente de handifobia al servicio de una eugenesia social homicida formalmente condenada por la Iglesia (CIC 2268). El hecho de que se enrole a los padres en esta práctica lo hace aún más detestable, por cuanto supone una falta de ética y profesionalidad del médico, verdadero responsable de actuar correctamente, y que por miedos o convicciones propias, o incluso simplemente por deseo de no afrontar los malos resultados de su actuación (abandono del deber del médico de acompañar a su paciente, sea exitosa o no su terapéutica). Los testimonios aducidos por los pro eutanasia infantil están plagados de médicos fríos e irresponsables.
La extensión de la mentalidad eutanasista en nuestra sociedad (entre padres y profesionales de la salud) es consecuencia lógica de la pérdida del valor de la vida. En la misma línea en que se piensa que una vida con enfermedades crónicas limitantes “no merece la pena ser vivida”, se piensa igual de quienes viven en la miseria, o con enfermedades mentales, o sujetas a un régimen de explotación laboral. Si no se logran cambiar sus condiciones, la frase “para estar así, mejor morirse” adquiere una peligrosa encarnación real.
El sujeto que juzga tales situaciones de salud (médicos, padres, hijos, cónyuges) deja de respetar el don mayor que tenemos en este mundo, y se erige en un pequeño dios que decide sobre la vida o la muerte de otro. Y lo hace sobre parámetros de pretendida perfección que clasifican a las personas en categorías: los que viven vidas “plenas” o “con sentido”, y el resto, que son deshechables. Eso conduce a una sociedad inhumana.
La respuesta cristiana es diáfana: naturalmente que no hay que obstinarse cuando ha llegado el momento de morir. La atención al paciente deberá ser suficiente y proporcionada. Pero mientras no llegue la muerte, merece todos los cuidados, sin importar qué enfermedades o secuelas vaya a tener, asumiendo que no somos quienes para decidir si le damos o no la oportunidad de vivir, de experimentar los gozos y las tristezas del paso por el mundo e incluso, por qué no, de encontrar curación o alivio a sus males con un desarrollo futuro de la medicina.
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Datos, referencias y citas tomadas del libro “El no nacido como paciente”, de José María Pardo Sáenz. EUNSA. 2011, cuya lectura recomiendo encarecidamente a cualquier lector interesado en el tema.
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