El último número de la revista Sedes Sapientiæ (n. 137, X-2016), editada por la Fraternité Saint-Vincent-Ferrier, publica con la firma de Vincentius el estudio titulado L’imputabilité du péché mortel dans l’exhortation apostolique Amoris lætitia (4-X-2016). No se halla (todavía) el texto en la página-web de la Fraternidad. Pero la revista católica L’homme nouveau (4-X-2016) ha publicado un amplio extracto del mismo, que puede verse aquí. Presento, pues, del citado extracto una traducción hecha por mí, y que por eso mismo no sé si tendrá alguna deficiencia.
Escribe Vincentius:
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Evaluación teológica
La exhortación apostólica [Amoris lætitia], aunque no tenga un valor normativo de nivel doctrinal, no puede menos de atraer la atención del teólogo. En efecto, la afirmación central del capítulo 8º de AL sobre la imputabilidad del pecado mortal resulta inédita en un documento del Magisterio. Lo cual plantea la cuestión de su compatibilidad con la enseñanza formal de la Iglesia sobre el tema.
1. Una enseñanza nueva
«El Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) distingue dos categorías de pecado en función de su gravedad: el pecado mortal, grave infracción de la ley divina, que destruye la gracia santificante y la caridad: “El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. Y el pecado venial deja subsistir la gracia santificante, pero se opone a la actual tendencia del hombre hacia Dios» (CEC nº 1855).
Según el Catecismo, «para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene por objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Juan Pablo II, Reconciliatio et pænitentia 17) (CEC nº 1857). «La materia grave, condición objetiva del pecado, es precisada por los Diez mandamientos» (CEC nº 1858)». Por otra parte, «el pecado mortal requiere pleno conocimiento y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf. Mc 3,5-6; Lc 16,19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado» (CEC n° 1859).
Según el Catecismo, peca mortalmente quien tiene conciencia de que tal acto versa sobre una materia grave, y que sin embargo lo hace objeto de una elección deliberada (la ignorancia voluntaria o el endurecimiento de corazón, es decir, el firme propósito de persistir en el pecado conocido como tal, o al menos la aprobación formal de un comportamiento moralmente malo, agrava subjetivamente la gravedad de la falta; cf. Rm 1,32). Es verdad que, alterando el carácter voluntario del acto, ciertos condicionamientos pueden disminuir la gravedad subjetiva, e incluso suprimirla.
«La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave. Pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado por malicia, por elección deliberada del mal, es el más grave» (CEC nº 1860).
La imputabilidad de una falta depende, pues, de su carácter voluntario. Por tanto, todo aquello que perturba el funcionamiento de la inteligencia y de la voluntad, y en consecuencia el dominio del hombre sobre sus actos, tiende a disminuir la gravedad de la falta. Una ignorancia involuntaria, una pasión violenta capaz de perturbar el juicio de la conciencia o de impulsar las facultades motrices antes de la deliberación, patologías que suscitan conductas compulsivas, «presiones exteriores» que limiten o supriman la autonomía del sujeto, pueden, pues, hacer que un acto que implica una materia grave sea, por el sujeto que lo comete, un simple pecado venial o incluso un acto indiferente.
Sin embargo, a estos condicionamientos, AL añade otros factores, considerando que disminuyen la imputabilidad del acto sin disminuir su carácter voluntario, ya que el acto gravemente desordenado sigue siendo deliberadamente elegido:
«Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender los “valores inherentes a la norma”, o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa» (AL 301).
Se trata, pues, de hacer la elección de vivir o de continuar viviendo en una situación objetiva de pecado, sin que esta elección sea imputable o plenamente imputable, en razón de circunstancias que vuelven moralmente imposible otra decisión. Romper con el pecado, poniendo los medios apropiados, sería demasiado oneroso para el sujeto y su entorno, dada su situación concreta. Esta afirmación central del documento […] pretende apoyarse en dos pasajes del Catecismo:
El Catecismo de la Iglesia Católica se expresa claramente en referencia a estos condicionamientos: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas por la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores síquicos o sociales» (CEC nº 1735). Y en otro número se refiere de nuevo a las circunstancias que atenúan la responsabilidad moral, mencionando en una gama variada «la inmadurez afectiva (…), la fuerza de los hábitos contraídos, (…) el estado de angustia o de otros factores psíquicos o sociales» (CEC nº 2352)» (AL 302).
Estos dos números del Catecismo, es cierto, indican los factores que disminuyen la imputabilidad de la culpa; pero se trata de factores que tienden a alterar su carácter deliberado.
El primer número [1735] concierne a las condiciones que pueden disminuir la responsabilidad del hombre en relación a sus actos. Y el número anterior precisa que «la libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que estos son voluntarios» (CEC nº 1734). Por tanto, en tanto que los factores en cuestión disminuyen el carácter voluntario del acto, disminuyen su imputabilidad. Ahora bien, en el número siguiente afirma que «todo acto directamente querido es imputable a su autor» (CEC nº 1736). En efecto, si la elección de la voluntad lleva directamente a realizar un acto, éste es resultado de una decisión verdaderamente personal.
El segundo número del Catecismo citado por la Exhortación trata de la masturbación, cuya imputabilidad puede ser disminuida por factores exteriores a la inteligencia y a la voluntad, pero en tanto justamente que perturban su ejercicio normal (CEC nº 2352). Este acto, aunque gravemente desordenado por su objeto, puede ser una acción al menos parcialmente compulsiva, de manera que el pecado no siempre será plenamente deliberado y, por tanto, plenamente imputable.
Sin embargo, apoyándose en estos dos números, AL afirma la existencia de situaciones en las que el sujeto puede realizar deliberadamente un acto contrario a la ley divina en materia grave sin pecar mortalmente, ya que «las normas generales no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares» (304). Existirían, pues, situaciones en las que la inobservancia voluntaria de una norma que prohíbe un acto intrínsecamente malo en materia grave no se aplicaría o, al menos, no obligaría bajo pena de pecado mortal (sub gravi). Se podría, pues, a veces faltar gravemente a la ley de Dios, con toda conciencia, sin pecar mortalmente.
«A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado –que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno– se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia» (305).
La ley divina, en estas situaciones particulares, no haría más que indicar un «ideal objetivo» (AL 303), que no se impondría sub gravi, porque la persona no podría actuar de otra manera. Recordemos que en los casos considerados la no-imputabilidad del pecado objetivamente mortal no es consecuencia de una disminución del carácter voluntario, porque el fiel, ayudado de su pastor, en forma deliberada, decide persistir en su comportamiento desordenado, buscando por lo demás responder a la llamada de Dios dentro de la complejidad de su situación concreta. Pues bien ¿esa afirmación puede ser considerada como un desarrollo homogéneo de la doctrina católica?
2. Crítica teológica de la imputabilidad del pecado según la Amoris lætitia
En realidad, la teoría propuesta parece oponerse a la enseñanza de la Iglesia, según la cual los preceptos de la ley de Dios que prohíben los actos desordenados por su objeto no sólo obligan en todas las circunstancias, sino también bajo pena de pecado mortal siempre que la materia es grave. Expliquemos cada uno de estos dos puntos.
a) Los preceptos negativos obligan en todas las circunstancias
En primer lugar, según la enseñanza constante de la Iglesia, no hay equivalencia entre los preceptos positivos de la ley de Dios, que prescriben un acto bueno, y los preceptos negativos, que proscriben una conducta intrínsecamente mala. En efecto, mientras que los primeros no obligan en todas las circunstancias, los segundos obligan siempre y en todas partes.
El Catecismo explica que ciertos comportamientos no pueden en ninguna circunstancia ser objeto de una elección de la voluntad que sea legítima: «El objeto de elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos –como la fornicación– que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral» (CEC nº 1755). Ninguna circunstancia puede legitimar la elección de la fornicación, y a fortiori del adulterio.
«Es, por tanto, erróneo juzgar acerca de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (…) que son su marco. Hay actos que por sí mismos y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien» (CEC nº 1756).
Igualmente, en la encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II explica que la elección de un acto intrínsecamente desordenado es siempre errónea, y en consecuencia no puede ser considerada jamás por la conciencia verdadera como permitida. Este principio, fundamentado en la Escritura, no admite ninguna excepción:
«La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: “¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios” (1Cor 6,9-10).
«Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos “irremediablemente” malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: “En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) –escribe san Agustín–, como el robo, la fornicación, las blasfemias u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que, cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados o –conclusión más absurda aún– que serían pecados justificados?»
«Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección» (Veritatis splendor [VS], 6-VIII-1993, n° 81).
«Un acto intrínsecamente malo elegido deliberadamente no es, por tanto, jamás lícito (cf. igualmente Pablo VI, Humanæ vitæ, 25-VII-1968, nº 14)»
A la luz de estos textos magisteriales, ciertos pasajes de la AL se muestran en contraste:
«Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano. Ruego encarecidamente que recordemos siempre algo que enseña santo Tomás de Aquino, y que aprendamos a incorporarlo en el discernimiento pastoral: “Aunque en los principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más indeterminación hay […] En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, ésta no es igualmente conocida por todos […] Cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la indeterminación” [Summa Theologiæ I-II, q. 94, a.4]. Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares» (AL 304).
Un texto semejante nos deja dubitativos. Es verdad que la conformidad de un comportamiento exterior a un mandamiento particular de la ley divina –como el que prohíbe el adulterio– no es suficiente para medir la rectitud de una persona delante de Dios. Sin embargo, la no-conformidad deliberada con la ley moral basta para emitir un juicio sobre la elección tomada. En efecto, como explica Juan Pablo II: «… el mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento» (VS, nº 52). El documento parte de un principio verdadero, pero la conclusión que saca del mismo no se deduce de la premisa, sino que va más allá de ella.
En cuanto a la proposición de Santo Tomás invocada por el texto, se aplica a los preceptos positivos, que prescriben una acción buena, pero de ningún modo a los preceptos negativos que proscriben los actos intrínsecamente malos, como el adulterio, la fornicación, la blasfemia, la mentira. Para Santo Tomás, en efecto, algunos actos, como la fornicación o el adulterio, jamás pueden ser elegidos lícitamente (cf. p. ej. Quodlibet 9, q. 7, a. 2, c.; Quodlibet 8, q. 6, a. 4, c.). Si ocurre que el precepto positivo de asistir a una persona en peligro no obliga, por ejemplo, cuando la persona que acudiera en ayuda de su prójimo pusiera en peligro la vida de otras personas, ninguna circunstancia en cambio puede dispensar del precepto negativo que prohíbe el adulterio:
«En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una determinada acción “semper et pro semper”, sin excepciones, porque la elección de ese comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos» (VS, nº 52).
Afirmar lo contrario es oponerse a la doctrina católica muy firmemente establecida:
«La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben elegir comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos…: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso” (Mt 19,17-18)» (ibid.).
En consecuencia el adulterio y los otros actos intrínsecamente malos, cuando son elegidos deliberadamente, al mismo tiempo que es percibida su oposición a la norma moral, constituyen pecados imputables.
Y en cuanto a la objeción de que una ley universal no puede regular todos los casos particulares, ya fue respondida en 1952 en un discurso de Pío XII, en el que denunciaba las morales de situación:
«Se preguntará alguno de qué modo puede la ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y “de una vez”. Ella lo puede y ella lo hace, porque, precisamente a causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia del simple fiel percibe inmediatamente y con plena certeza la decisión que se debe tomar (9)»] (disc. Congreso de la Federación Mundial de las Juventudes Femeninas Católicas; sobre la moral de situación, 18-IV-1952).
Así, cada vez que una persona comete voluntariamente un adulterio, transgrede la ley moral que prohíbe el adulterio, ya que todos los adúlteros concretos verifican y realizan la noción abstracta que la ley divina prohíbe absolutamente. Es verdad que la prudencia debe ejercitarse siempre en la vida moral, porque la ley universal no basta nunca para regular perfectamente un comportamiento concreto. Sin embargo, jamás es conforme a la prudencia no aplicar un principio moral universal que prohíbe un acto intrínsecamente malo. Ésta es la doctrina católica constante e irreformable. Por tanto, no puede decirse que ciertas circunstancias, sin suprimir el carácter deliberado del pecado, suprimen su imputabilidad, y por consiguiente son suficientes para excusarlo.
b) Los preceptos negativos que prohíben los actos gravemente desordenados por su objeto obligan siempre bajo pena de pecado mortal
Si los preceptos que prohíben ciertos comportamientos gravemente desordenados por su objeto obligan siempre ¿lo hacen siempre bajo pena de pecado mortal?
Según el Catecismo de la Iglesia Católica, las condiciones del pecado mortal son una materia grave, un pleno conocimiento de la gravedad del acto considerado y el consentimiento entero de la voluntad para realizar el acto en cuestión. Ahora bien, si existen actos gravemente desordenados por su mismo objeto, como es el caso del adulterio, la materia grave se da inmediatamente por su solo objeto, independientemente de las circunstancias. Es cierto que las circunstancias pueden hacer venial un pecado deliberado sobre estos objetos en cuestión, que no serán siempre gravemente ilícitos, sino únicamente en general (in genere suo), como es el caso, por ejemplo, de la difamación, mala por su objeto, pero que admite a veces una levedad de materia. Pero justamente, según la doctrina de la Iglesia, el adulterio, la fornicación, el homicidio, la blasfemia o la apostasía son siempre gravemente ilícitos por el objeto, de manera que una elección deliberada de esos objetos, cualesquiera que sean las circunstancias, será siempre gravemente errónea, es decir, subjetivamente mortal:
«Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos» (VS nº 52; subrayado nuestro).
Los preceptos que prohíben actos intrínsecamente deshonestos obligan, pues, siempre sub gravi. Lo afirma igualmente, según su significación obvia, este pasaje de la exhortación apostólica Reconciliatio et pænitentia:
«… existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave» (Juan Pablo II, Reconciliatio et pænitentia, 2-X-1984, nº 17; subrayado nuestro).
Estas frases implican que las circunstancias no pueden hacer venial una falta gravemente mortal por su objeto, si esa falta es cometida con una conciencia clara y un consentimiento pleno. En efecto, en tal caso la voluntad se decide libremente a realizar un acto que muy bien podría evitar:
«… siempre es posible que al hombre, debido a presiones o a otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal» (VS nº 52).
Por lo tanto, el adulterio cometido deliberadamente, desde el momento en que la razón percibe su grave oposición a la ley moral, jamás será un pecado venial.
¿Cómo explicar, pues, un error tan grave? En realidad, parece que la tesis propuesta en la exhortación parte de la confusión entre la «voluntariedad perfecta», mezclada de involuntariedad, con la «voluntariedad perfecta», no mezclada. Pongamos un ejemplo para aclarar este punto. Roberto y Enzo son dos mafiosos unidos por una vieja amistad. Un día Roberto recibe de su Padrino la orden de eliminar a Enzo. Roberto sabe que si no obedece, su familia se verá en peligro. Para proteger a los suyos, va donde su amigo y acaba con él, con la muerte en el alma. Hay en ello un voluntario perfecto, es decir, suficiente para realizar un acto plenamente deliberado, aunque esté evidentemente mezclado de involuntariedad: Roberto quisiera poder obrar de otro modo, pero, bien considerado todo, se decide a matar a Enzo. Por el contrario, si recibe la orden de matar a Luigi, al que odia, lo abatirá sin sentir pena alguna. Este segundo pecado, sin duda, será más grave que el primero. Pero ¿quién osaría pretender que el asesinato de Enzo no es más que un pecado venial, porque no es realizado de buena gana?…
Mutatis mutandis, las personas que están en situación objetivamente contraria al precepto negativo de la ley natural que prohíbe el adulterio, pero que, sabiéndolo, estiman no poder obrar de otra manera, están en un caso análogo al del mafioso que mata a su mejor amigo para proteger a los suyos. En ambos casos se da un carácter voluntario perfecto, es decir, suficiente para decidirse a tal elección, aunque este carácter voluntario perfecto esté mezclado de involuntariedad en un cierto aspecto. Esta comparación confirma nuestra conclusión: las circunstancias no pueden convertir en venial lo que por su objeto es un pecado objetivamente mortal, a no ser que esas circunstancias sean de tal naturaleza que modifiquen su calidad de acto humano, hasta el punto que no habría ya en su autor una voluntad que comprometa plenamente su responsabilidad personal.
Un último argumento, no menos importante, se opone a la hipótesis propuesta por AL. Si las circunstancias pueden hacer que un pecado deliberado en materia grave no sea pecado mortal a falta de imputabilidad suficiente, está claro que eso valdría para todos los campos de la vida moral, ya que puede encontrarse una dificultad semejante para obrar de modo diferente frente a cualquier acto gravemente desordenado que haya que evitar. En ese sentido, ningún precepto negativo obligaría sub gravi en todas las circunstancias, y se podrían transgredir todos deliberadamente en ciertos casos sin perder el estado de gracia: se podría deliberadamente matar, suicidarse, blasfemar o renegar de la fe en ciertas circunstancias difíciles, conservando sin embargo la amistad divina.
Pero tal conclusión se opone de modo evidente a la enseñanza del evangelio: «Al que reniegue de mí ante los hombres, yo lo renegaré ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,33; cf. 10,22 y 28). Jesús enseña aquí que es necesario preferir la muerte a la apostasía, porque la vida del alma vale más que la del cuerpo. Y esta consideración que es válida acerca de la apostasía es válida acerca de todo acto gravemente desordenado. La ruptura con el pecado puede implicar ciertamente grandes renunciamientos, pero no por eso deja de ser obligatoria bajo pena de ser rechazado en el Reino: «Si tu mano o tu pie te induce a pecar, córtatelo y arrójalo de ti. Más te vale entrar en la vida manco o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno» (Mt 18,8). Así lo explica Pío XII:
«Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy numerosos, también en nuestro tiempo. Pero la madre de los Macabeos y sus hijos, las santas Perpetua y Felicitas –no obstante sus recién nacidos–, María Goretti y otros miles, hombres y mujeres, que venera la Iglesia, ¿habrían, por consiguiente, contra la situación, incurrido inútilmente –y hasta equivocándose– en la muerte sangrienta? Ciertamente que no; y ellos, con su sangre, son los testigos más elocuentes de la verdad contra la “nueva moral”» (Disc. al Congreso de la Federación Mundial de las Juventudes Femeninas Católicas, 18-IV-1952: AAS 1952, pg. 418).
La hipótesis propuesta por AL sobre la imputabilidad del pecado no tiene, pues, en cuenta la enseñanza constante de la Iglesia, que deriva de la revelación divina. Por tanto, si ocurre que unas personas cometen deliberadamente actos de fornicación o de adulterio sin pecar mortalmente, a pesar de conocer bien la ley divina, es porque su conciencia está involuntariamente deformada acerca de lo que implica la ley moral en su caso particular. En realidad, estas personas entienden como materia leve lo que constituye claramente una materia objetivamente grave. No pecan formalmente, es cierto, pero es por ignorancia. En efecto, una cosa es el conocimiento nocional de la ley, y otra cosa es la percepción de aquello que en un caso concreto obliga bajo pena de pecado mortal. Por medio de un juicio de conciencia erróneo, estas personas estiman que su acto no es gravemente pecaminoso en su caso particular.
VINCENTIUS
Dos notas de J. M. Iraburu
1. Ciertamente puede haber una deformación de la conciencia que haga aparecer como venial un pecado mortal… Pero cuando eso sucede, la primera misión de la Iglesia, del pastor, es ayudar a reformar esa conciencia para que sea recta, de tal modo que pase la persona de la oscuridad a la luz, de la mentira a la verdad. Ése es el quid de la cuestión.
2. San Vicente Ferrer, O.P. nació en Valencia (1350) y murió en Vannes, Bretaña (1419). Fue uno de los más notables predicadores de la historia de la Iglesia. El Señor, por medio de su predicación, tanto en España como en Francia, convirtió a muchos pecadores cristianos, y a judíos, mahometanos, valdenses y cátaros. En la iconografía clásica se le suele representar señalando el cielo con la mano derecha (pensad en Dios, en el cielo, en las cosas de arriba, de donde vienen todas las gracias); con una llama del Espíritu Santo sobre la cabeza (como los Apóstoles en Pentecostés); con un crucifijo o con un libro (el Evangelio); y a veces con una trompeta (por su frecuente predicación del último día: la Parusía y el Juicio final).
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