En estos momentos, en que en nuestra Sociedad y en nuestras leyes impera la ideología de género, que cuenta con el beneplácito de la inmensa mayoría de las clase política y los partidos, así como de casi todos los medios importantes de comunicación social, Está claro que esta ideología relativista, anticatólica y diabólica, que no distingue entre lo lícito y lo ilícito, lo bueno y lo malo, lo normal y lo anormal, y además pretende destruir el matrimonio y la familia, no es la adecuada a la hora de contraer matrimonio, y menos matrimonio cristiano, y es que a todo manipulador, y especialmente al demonio, le estorba la familia.
En cambio en el noviazgo auténticamente cristiano es muy conveniente la presencia de Cristo haciendo que sea un tiempo de oración y de gracia en el que se frecuenten los sacramentos y se viva una vida verdaderamente religiosa, teniendo ideas claras sobre lo que está bien y lo que está mal. Una fe religiosa fuerte que oriente de verdad la vida indiscutiblemente une a la pareja y les ayuda a cumplir a cumplir sus compromisos y obligaciones, promover los valores espirituales y combatir las inclinaciones pecaminosas. La castidad es la mejor preparación para el matrimonio y para su vivencia cristiana, y es que «según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverla hacia su realización plena» (Exhortación de san Juan Pablo II «Familiaris Consortio» nº 33). Y es que la castidad protege y desarrolla el amor y supone el dominio de la sexualidad por la recta razón.
Para preparar un buen matrimonio es necesario educar y afianzar el carácter, así como cultivar esas formas de amor y ternura adecuadas para una relación que todavía es provisional. Es preciso ser veraz, no despertando falsas expectativas ni hacer promesas que no podrán cumplirse, lo que incluye también algunas expresiones de afecto, que podrían ser mal entendidas. Además, estos signos de amor a menudo no se hacen por el solo amor, sino por motivos también sensuales. Entonces son mayores los peligros del egoísmo y búsqueda de sí mismo. Los novios que se portan como verdaderos cristianos, ciertamente hoy una minoría, pero no casos raros, resuelven de común acuerdo y con toda claridad respetarse mutuamente la intimidad de sus cuerpos, hasta que Dios manifieste su voluntad con el sacramento. Pero es muy conveniente que esta decisión de posponer la entrega sexual hasta después del matrimonio sea concordada por ellos, a fin de poner los medios pertinentes para que así ocurra, tanto más que si ambos saben lo que pretenden y tienen objetivos comunes, les será más fácil conseguirlo. Y si ocurre algún desliz, el verdadero amor cristiano se mostrará exhortándose y ayudándose al arrepentimiento y a una mayor cautela.
Con el dominio personal, que es la base de la propia libertad, que consiste en saber mandar en sí mismo, crece el respeto recíproco, que es el presupuesto más importante para una futura donación matrimonial. Es indudable que la castidad prematrimonial no es idéntica a la castidad monacal. El noviazgo es una preparación y un aprendizaje del amor matrimonial, que se expresa a través del lenguaje sexual. En este tiempo se debe aprender desde la consideración mutua a integrar todos los elementos de la sexualidad y darle su sentido humano y cristiano. El límite en el que la ternura se hace juego sexual varía de pareja a pareja y cada pareja debe buscarlo en el juicio honrado de su conciencia, preocupándose sobre todo en cómo alcanzar el fin de una preparación amplia y humana al matrimonio.
Amor, libertad (no libertinaje) y responsabilidad han de ser las cualidades esenciales del noviazgo, debiendo nosotros los sacerdotes educar y fomentar la responsabilidad personal, evitando cuidadosamente en nuestras intervenciones el convertirnos en dictadores del noviazgo. Y cuando hablamos de libertad no nos olvidemos de que el noviazgo es una relación temporal que puede terminar de dos maneras: 1) por ruptura entre ambos, para la que basta que cualquiera de ellos piense sería un error dar el paso hacia el matrimonio; 2) por matrimonio, cuando se da el paso y se transforma en definitivo lo que hasta ese momento sólo era provisional.
La Iglesia debe, mediante su ayuda y consejo, contribuir a crear los presupuestos necesarios para el futuro éxito de los matrimonios jóvenes y para su maduración en etapas ulteriores de la vida. Son muchos los novios que consideran su noviazgo como un verdadero itinerario de fe, preparándose con seriedad al matrimonio y tratando de darle un verdadero sentido cristiano, pues son conscientes de que Dios es el creador e inventor del amor, y por tanto el que los dos se quieran ya es una gracia de Dios y el que busquen, tanto individualmente como en pareja la presencia de Dios en sus vidas, contribuye indiscutiblemente a mejorar la calidad de su amor, sin olvidar la mutua relación y apoyo que hay entre el amor a Dios y al prójimo. Es indudable que el éxito de un matrimonio depende en gran medida de los fundamentos en que se basa. Allí donde estos fundamentos son considerar al matrimonio como una verdadera vocación divina, allí donde hay vida familiar cristiana, fe y castidad, allí está presente esa realidad que es un sacramento y cuyas consecuencias son la bendición de Dios y los buenos frutos. Por ello, el servicio propio de la Iglesia habrá de consistir en capacitar a los jóvenes para el amor a partir de la fe. La iniciación y ejercitación en la fe es la mejor preparación para el matrimonio que la Iglesia puede proporcionar.
Pedro Trevijano, sacerdote
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