“Jesús se dirige suplicante al Padre como si fuera el criminal y no la víctima. Su agonía toma forma de culpa y de compunción. Está haciendo penitencia. Parece llevar a cabo una confesión. Ejercita la contrición con un realismo y una virtud infinitamente mayores que los de todos los santos y penitentes juntos, porque es la única víctima por todos, la única satisfacción, el verdadero penitente: es todo menos el auténtico y real pecador“.
Beato John Henry Newman, Discourses to mixed congregations.
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De pequeño, me sorprendía un poco la escena de Jesús en el Huerto de los Olivos. Entendía que Jesús era consciente de la muerte terrible que le esperaba y que por eso sufría y se angustiaba, pero había algo que no me cuadraba del todo. Ha habido en la historia muchos mártires cristianos e incluso personajes paganos o de otras religiones que sabían que iban a morir, algunos de muerte horrible, pero fueron capaces de afrontar esa muerte con tranquilidad. En ese sentido, que Jesús dijera que estaba triste hasta la muerte e incluso sudara sangre ante la perspectiva de la crucifixión me parecía, de algún modo, menos admirable, exagerado o por lo menos impropio del hombre perfecto y modelo de toda virtud.
Como es lógico, el defecto estaba en mí, que no me enteraba de nada, y no en Cristo. Me había tragado una interpretación secularizada de la Pasión que era y es frecuente en muchos libros y predicaciones y que reduce el sufrimiento de Jesús a algo puramente natural y ante todo físico. Cuando falta la fe y se entiende la pasión de forma meramente humana, como una historia de injusticia y opresión, inevitablemente deja de tener sentido.
En realidad, como señala Newman, el sufrimiento de Cristo es ante todo sobrenatural. El tomó sobre sus hombros todos los pecados del mundo, todas las ofensas a Dios y todas sus consecuencias de muerte, oscuridad, tristeza y sufrimiento. Eso es lo que hizo que el alma de Cristo estuviera “triste hasta la muerte". Las culpas de la humanidad entera cayeron sobre él, aplastando su naturaleza humana y sobrepasando sus fuerzas. De forma incomprensible para nosotros, tomó sobre sí la gran masa purulenta y cenagosa de oscuridad, odio, envidia, malicia, rencor, ofensas, desesperanza y aflicción, causada por el alejamiento de Dios de todos los hombres, hasta que sus sentidos y potencias quedaron completamente extenuados.
Ese fue el caliz amargo que su mismo ser rechazaba con todas sus fuerzas (¿cómo no iba a rechazar las consecuencias del pecado, radicalmente contrario a la naturaleza humana?), pero que aceptó beber para cumplir la Voluntad de su Padre. Así, su obediencia sanó la desobediencia primordial de Adán y las incontables desobediencias de todos sus hijos.
El sufrimiento físico, causado por la ejecución más cruel e infamante que existía, fue sin duda terrible, horroroso, inhumano y abrumador. Aun así, ese dolor físico fue la parte más pequeña de los sufrimientos de Cristo, el signo material y visible de un sufrimiento sobrenatural incomparablemente mayor. La traición de su amigo Judas, el abandono de sus discípulos y las traiciones y pecados de cada uno de los hombres que han existido y existirán hasta el fin de los tiempos fueron la causa profunda de su dolor. Cargado con nuestros pecados, subió al leño. El que no tenía pecado, cargó con los pecados de muchos; la víctima inocente fue castigada en lugar de los criminales, el que no tenía culpa alguna, asumió todas las culpas. Nuestros pecados lo destruyeron y, a cambio, sus heridas nos han sanado.
Cuando contemples a Cristo en su Pasión, en el Huerto de los Olivos, en el pretorio o en la Cruz, recuerda que está cargando con tus pecados concretos, los tuyos, los de cada uno de los días de tu vida, y que esa carga es más pesada que el madero mismo que tuvo que llevar sobre sus hombros. Recuérdalo y llora.
(El resto del texto de Newman, en el estupendo blog Bensonians, de Beatrice Atherton)
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