En la felicitación de Pascua de Resurrección del año pasado («Vida Resucitada», 1-04-2018), me atreví a arrancar mi escrito desde una pregunta un tanto irónica: «¿Hay vida antes de la muerte?».
La pérdida de fe en la vida eterna de una buena parte de Occidente, ha llevado a vivir el presente con un estilo de «vida mortecina». La realidad ha resultado ser muy distinta a la que suponían los que creían que la «muerte de Dios» habría de traducirse en disfrutar con más intensidad del momento presente, sin esperar al cumplimiento de una promesa futura de felicidad, que fácilmente podría resultar alienante. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que tantas heridas como observamos en el panorama actual (agresividad, amargura, y tantas otras que provienen de la crisis antropológica y de la dictadura del relativismo), sugieren una enmienda a la totalidad a aquella profecía que auguraba una cultura liberada del lastre de sus raíces religiosas. Nuestra sociedad del bienestar y de la abundancia, teniéndolo todo carece de lo principal: la esperanza.
El tiempo nos ha demostrado que la escatología cristiana es, por sí misma, contraria a toda alienación; ya que las consecuencias de la victoria de Cristo sobre la muerte no esperan a sentirse hasta el fin de los tiempos, sino que se adelantan encarnándose en la historia. A los hechos me remito: ¡Cuántas experiencias de liberación y de dignificación del ser humano inspiradas por el resucitado! ¡Cuánta paz y alegría, en medio de las dificultades, en aquellos que han sido alcanzados por Él!
A lo largo de este último año he tenido la oportunidad de descubrir a un magnífico filósofo francés, cuyo nombre es Fabrice Hadjadj, varias de cuyas obras han sido ya traducidas al español. Es reconfortante comprobar la potencia de pensamiento que puede llegar a derivarse de la inspiración cristiana. Entre sus obras, me llamó la atención una, cuyo título es un buen aguijón a la indiferencia agnóstica: «Tenga usted éxito en su muerte».
Si de la negación de la vida eterna se ha derivado una crisis de sentido para vivir el presente, parece lógico subrayar la importancia de tomar partido ante la pregunta por el más allá de la muerte. Aunque en nuestra «cultura de la avestruz» pueda parecer una excentricidad propia de filósofos frikis, no puede haber una pregunta más clave en esta vida que la siguiente: ¿Qué planes tienes para después de tu muerte?; como tampoco se puede expresar hacia nuestra prójimo un mejor deseo que éste: ¡Que tengas éxito en tu muerte!
El reciente debate sobre la eutanasia, que discute el derecho al suicidio, ofrece una buena oportunidad para formular las preguntas definitivas sobre el sentido de la vida; esas mismas preguntas que con frecuencia solemos pretender ignorar a lo largo de nuestra existencia, como si la muerte no fuese con nosotros…
La vida, muerte y resurrección de Jesucristo, nos muestran que la dignidad del hombre no puede traducirse en la reivindicación de un supuesto derecho a morir, sino en la vocación a entregar la vida. A esto hacen referencia, de una u otra forma, muchos pasajes evangélicos: Los talentos no han de ser enterrados, sino que deben multiplicarse al servicio de los demás (cfr. Mt 25, 14-30); el que busca salvar su vida, la pierde; mientras que el que la pierda por la causa de Cristo, la encontrará (cfr. Mt 16, 25); si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto (cfr. Jn 12, 23-25); etc…
El Evangelio es especialmente claro a la hora de mostrarnos que el objetivo de la vida no es conservarla, ni cabe huir de ella cuando llega el sufrimiento; sino que su razón de ser se concreta en una entrega en gratuidad: «Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis» (Mt 10, 8)… Ahora bien, para poder llegar a entender que nuestra vocación es la de «dar la vida», es necesario haber descubierto primero que Dios dio la suya en favor nuestro.
En el citado libro del filósofo Fabrice Hadjadj podemos leer: «Este es el problema: la gente muere porque no tiene nada por lo que morir. Se dan muerte porque no se les propone una Verdad a la que entregar sus vidas. Se destrozan por no sacrificarse». Ya en el siglo XII decía San Bernardo de Claraval: El desconocimiento de uno mismo genera soberbia; pero el desconocimiento de Dios genera desesperación». En esa misma línea, Viktor Frankl, un discípulo aventajado de Freud, y conocido fundador de la Escuela de la Logoterapia de Viena, afirmaba: «Cuando un hombre tiene un porqué, es capaz de afrontar cualquier cómo». Por ello, la mayor pobreza de nuestra generación es la falta de sentido, y la necesidad más urgente es la de conocer la revelación de Dios en Cristo.
Ahora bien, la Resurrección de Jesús es la clave de nuestra fe en Él; además de ser el principio y la fuente de nuestra resurrección futura. Así nos lo recuerda San Pablo en su Carta a los Romanos: «Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 8-11).
¡Feliz Pascua de Resurrección para todos, con el deseo de que la alegría, la paz y la fuerza del resucitado se manifiesten en el día a día de nuestra existencia!
Jesus piztu da! Pazko zoriontsua guztiontzat!
* José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián
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