El cuerpo humano, como cualquier realidad de la naturaleza, no se compone solamente de células aisladas sino que estas se agrupan en órganos diferenciados que establecen una serie de distinciones orgánicas donde, siendo una unidad, existe multiplicidad. Así, una célula de un músculo del dedo pulgar, al mismo tiempo, es de la mano, del brazo, del tren superior y del cuerpo entero, y todo esto sin dejar de ser del pulgar. De modo análogo sucede con la sociedad. Los seres humanos, como las células, no somos únicamente individuos de un Estado sino que desarrollamos a lo largo de nuestras vidas comunidades sociales intermedias más grandes o más pequeñas que, abarcándose unas a otras, constituyen un país.
Estas comunidades son de carácter natural, ya que para surgir no necesitan de un planteamiento apriorístico de un grupo de eruditos, sino de la espontánea sociabilidad humana, que discrimina o distingue las diferencias y comunica lo que se relaciona. Sería bastante curioso dejar de llamar mano a la mano y pie al pie solo para evitar menospreciar a ninguna célula. Y de igual manera resulta llamativo evitar reconocer las comunidades intermedias y sus naturales jerarquías y potestades para reforzar que somos todos ciudadanos de un mismo Estado.
Todos nacemos en una familia en la que hay padres, hermanos mayores y hermanos menores, es decir, con una jerarquía, potestades y autoridades diferenciadas. Además, vivimos en un entorno que tiene unas características propias diferentes a las del resto del país. También trabajamos en diferentes entidades y diferentes oficios y estudiamos en diferentes escuelas. Y, sin embargo, reconocer y valorar esta multiplicidad no atenta contra la unicidad del país.
Más bien, cada una de estas comunidades sociales naturales que median entre el individuo solo y el Estado, que son las comunidades intermedias, enriquecen el país y limitan el poder del Estado de modo orgánico, evitando que cada individuo sea un ente atomizado frente a un mega Estado que se impone con todo su peso. Por esto, es de extrema urgencia que se revalore el papel de las comunidades intermedias, que ahora se asemejan a anécdotas del paisaje, y retomen su protagonismo en la sociedad.
Es necesario que cada cosa viva como lo que es y, como cada comunidad intermedia tiene una jerarquía, tiene por tanto una potestad natural que ha de ser efectiva y no solo nominal. La familia, la escuela, la empresa, el oficio, la comarca, el municipio o la región son comunidades que se han visto desprovistas de su atribuciones y prerrogativas naturales y han sido absorbidas en sus funciones por el Estado, que cada pocos años fluctúa entre una ideología y otra, impidiendo el desarrollo de una identidad y cultura orgánicas.
En el Perú, como comentábamos hace un par de semanas, se pretende impedir que las escuelas eduquen el vestir. En España una madre acaba de ser condenada por dar un par de cachetadas a su hijo que no se quería duchar. En Canadá está prohibido que un gerente hable en femenino a una empleada si esta se imagina que es un hombre, etc. ¿Y qué le impide a un Estado imponer lo que le venga en gana, si no hay comunidades intermedias naturales que, libres de la politiquería general, sean un contrapeso real?
Actualmente, lo más parecido a esto son los sindicatos generalistas que, cada vez que desean reclamar algo, presionan hasta donde pueden y, como en un pulso del oeste, gana el más fuerte y el que cede lo hace sin mayor intención que el evitar perder el poder que le queda, en clave maquiavélica. El problema es que estos sindicatos la mayor de las veces ha corrompido su naturaleza y se han constituido de modo artificial, como una metástasis que hace parecer una falsa comunidad donde no la hay. Ciertamente una célula podrida de la mano no se distingue de otra podrida del pie, y aquí podemos afirmar con Benjamin Constant que «la variedad es vida y la uniformidad muerte.»
No se trata de presiones o de reclamaciones. Se trata de reconocer y gustar la verdad de las cosas para favorecer el perfeccionamiento de la propia naturaleza como bien particular de cada comunidad intermedia, y de la naturaleza humana como bien común de toda la sociedad. Al final, lo que evitará que las ideologías se impongan, es la ley natural. Ella es la medicina contra las ideologías modernas por medio de una sociedad orgánica, que reconoce todas las potestades: las menores, las mayores y, sobre todo, aquella en la que se fundamentan todas: la divina potestad.
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo
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