El carácter sobrenatural del apostolado de san Alberto Hurtado

Una providencial ejemplaridad

Dios ha bendecido nuestra pequeña nación, Chile, con dos grandes santos: san Alberto Hurtado y santa Teresa de los Andes. Estos son, podríamos decir, como sendas imágenes de los dos patronos universales de las misiones: san Francisco Javier y santa Teresita de Lisieux, respectivamente. Ambos jesuitas, de gran talento humano y una carrera futura encaminada hacia el éxito humano, lo dejaron todo por el celo de llevar a Cristo hasta los últimos rincones. Y ambas carmelitas descalzas, llamadas a temprana edad a la vocación del Carmelo, llevaron una vida sencilla y ordinaria de constante entrega de amor por el Señor, y ambas también fueron llevadas por Dios a los pocos años.

Ahora que Chile sufre una revolución de intención pretendidamente social, queremos detenernos en el jesuita chileno, para contemplar aquel aspecto central de su vida --muchas veces olvidado y hasta silenciado-- sin el cual, todo su «apostolado social» hubiese sido como una campana que resuena (I Cor, 13,1) porque no habría sido aquel reflejo del dulce amor misericordioso del Señor. Queremos detenernos en el carácter sobrenatural de su acción apostólica, que nace de la configuración de su vida en base a los Ejercicios espirituales de san Ignacio, y mirar en san Alberto Hurtado un modelo de vida entregada por el Señor para llevar aquel mensaje que es el único remedio de nuestras sociedades: el reinado del Corazón de Jesús.

Para este propósito queremos detenernos más en los textos del mismo santo que en las reflexiones que podamos aportar nosotros sobre su vida.

Principio y fundamento

Como es natural hay que empezar por el principio, y, como enseña el Filósofo, en lo práctico el principio es el fi n. Los Ejercicios de san Ignacio, cuya formalidad --como decía el padre Orlandis-- es práctico-práctico, son para ordenar nuestra vida, y el orden procede del fi n. El fi n para el cual hemos sido hechos es, por ende, el Principio y fundamento de nuestra vida, el criterio de nuestras elecciones y lo que nos mueve a obrar.

Este principio y fundamento de la vida en san Alberto es clarísimo:

«Toda actividad, todo deseo, toda esperanza que nos atrae nos envía, nos remite a un bien ulterior no poseído, real (…). Este bien último, supremo hacia el cual tienden todas nuestras aspiraciones es Dios, bondad final. Nos creaste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (San Alberto Hurtado, S.J., Un disparo a la eternidad. Escritos inéditos v.I. Santiago: Ed. Universidad Católica de Chile, 2002. «Principio y fundamento», p.165).

Si hemos sido creados para Dios, Bondad final, es porque Él nos amó primero. La constatación de nuestra ordenación a Dios y la consiguiente determinación a alcanzarlo es una respuesta de amor a un Amor gratuito e infinito, que lejos está de un cumplimiento estoico y voluntarioso del deber:

«Bondad infinita de Dios conmigo. Él pensó en mí hace más de cientos de miles de años. Comenzó (si pudiera) a pensar en mí, y ha continuado pensando, sin poderme apartar de su mente, como si yo no más existiera. Si un amigo me dijera: los once años que estuviste ausente, cada día pensé en ti, ¡cómo agradeceríamos tal fidelidad! ¡Y Dios, toda una eternidad!» (Ibid., «Principio y fundamento», p. 173-174).

Dios nos revela su amor no sólo en la creación, sino más aún en el Corazón de su Hijo Jesucristo:

«¿Su corazón? Ama a Dios su Padre en el Espíritu Santo con un amparo substancial y ama a los niños pobres y desharrapados, ama a los leprosos, ama a los ciegos y a los paralíticos, y a Pedro, a Judas, a la Magdalena, a Zaqueo… ¿A quién no ama? ¡¡A mí!! Me ama… Me ama: ¡¡En esta fe y en esta confianza quiero vivir y quiero morir!!» (Op. Cit., «Segunda semana», p. 226).

He ahí también la determinación tajante del santo chileno:

«¡Mi vida pues, un disparo a la eternidad! No pegarme aquí, sino a través de todo mirar a la vida venidera. (…) El fin de mi vida es Dios y nada más que Dios, y ser feliz en Dios. Para este fin me dio inteligencia y voluntad, y sobre todo libertad» (Op. Cit., «Principio y fundamento», p. 174).

Este es también, como decíamos, el motor de su vida y el criterio de sus elecciones:

«¡Usar y dejar! Tanta fortaleza para lo uno, como para lo otro. Lo único que persevera purísimo es el amor al fi n sobrenatural, a la santidad. Por eso esta fórmula ignaciana será pura fórmula para aquel que no se mueva por un intenso amor a la santidad, fi n de la vida. El alma no se mueve por fórmulas, sino por amor. De ahí que hay que mirar y remirar el ideal central de la vida: el principio y fundamento» (Ibid. p. 181).

Devoción al Sagrado Corazón de Jesús

El fin del hombre, decíamos, es la respuesta a este amor del Corazón de Cristo, y esta consiste en la donación total de sí mismo, que el santo las refiere a las palabras de san Ignacio tanto del Principio y fundamento como a las de la consagración con que acaba la Contemplación para alcanzar amor:

«Esta donación total es el resumen de la espiritualidad de la Compañía de Jesús, el primero y el último acto de los Ejercicios. La noción esencial de la devoción según santo Tomás» (Ibid. p. 185).

Santo Tomás, en efecto, define la devoción como «la voluntad pronta para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios» (S. Th., II-II q.82 a.1 c.)

Por eso podemos decir, con san Alberto (y con toda la autoridad del magisterio de la Iglesia) que la devoción al Sagrado Corazón es la síntesis de toda la religión y la norma de vida perfecta. De ahí también que el santo chileno fundamente su vocación en ella:

«El secreto de esta adaptación y del éxito, está en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es decir, al Amor desbordante de Nuestro Señor, al Amor que Jesús, como Dios y como hombre, nos tiene y que resplandece en toda su vida.

Si pudiéramos nosotros en la vida realizar esta idea: ¿qué piensa de esto el Corazón de Jesús, qué siente de tal cosa…? Y procurásemos pensar y sentir como Él, ¡cómo se agrandaría nuestro corazón y se transformaría nuestra vida!» (San Alberto Hurtado, S.J., Op. Cit., «Principio y fundamento», p.101).

La divinización del cristiano

Como afirmaba san Alberto en los textos antes citados, el fi n para el cual fue creado el hombre es de carácter sobrenatural, es decir, algo que está sobre la naturaleza humana. Es por esto que en san Alberto está muy presente aquel dogma de fe que el padre Ramière acusaba estar tan olvidado entre los cristianos: la divinización del cristiano. Se trata del dogma que reza: porque la gracia ha sido derramada en nuestros corazones, el mismo Espíritu Santo habita en nosotros, y por eso «estamos realmente divinizados y somos capaces de hacer actos verdaderamente divinos y de merecer una felicidad cuyo objeto es el mismo Dios» (Henri Ramière, S.J., El Corazón de Jesús y la divinización del cristiano. Barcelona, Scire, 2004, p. 15).

Así encontramos este dogma señalado en el jesuita chileno:

«Ya sabemos que esa santidad se realiza substancialmente por la elevación de nuestras vidas a la vida divina mediante la gracia santificante, que hace que seamos en verdad hijos de Dios, verdaderos, auténticos hijos de Dios. (…) Este ideal de la santidad sobrenatural es la única fl or que Dios quiere recoger del universo para regalarse… Es la razón de ser del mundo y de los inmensos mundos que nos rodean. La gloria de Dios es la santificación del hombre participando de la divinidad (…) Esta gloria divina da valor a todo, aún a la más pequeña realidad ¡y sin ella los más grandes imperios y las amplias fortunas carecen de todo sentido! ¡Oh, si fuésemos como san Ignacio los hombres de la mayor gloria de Dios!» (San Alberto Hurtado, S.J., Op. Cit., «Principio y fundamento», p. 168-179).

Por esta divinización, obrada por la gracia santificante, somos incorporados en Cristo:

«Con el sacrificio de Cristo nace una nueva raza, raza que será Cristo en la tierra hasta el fi n del mundo. Los hombres que reciben a Cristo se transforman en Él. Vivo yo, ya no yo, Cristo vive en mí, decía san Pablo (Gal 2,20), y vive en mi hermano que comulga junto a mí, y vive en todos los que participamos de Él. Formamos todos un solo Cristo. Vivimos su vida, realizamos su misión divina. Somos una nueva humanidad, la humanidad en Cristo. Estrechamente unidos, más que por la sangre de familia, por la sangre de Cristo formamos el Cuerpo místico de Cristo, y en Cristo y por Cristo y para Cristo vivimos en este mundo» (Op. Cit., «Tercera semana», p. 298).

He aquí también la razón por la cual la determinación del santo no puede ser confundida con un voluntarismo y un optimismo ciego:

«De aquí nuestro profundo optimismo, nuestro sentido de triunfadores, pues en Cristo hemos iniciado la victoria que iremos completando cada uno de nosotros y será perfecta al final de los tiempos» (12. Idem).

Centralidad de la Eucaristía y la oración

Si la vocación del cristiano es de carácter sobrenatural, si la divinización del cristiano es derramada en nosotros por la gracia que recibimos de los sacramentos que brotan del Corazón de Jesús, entonces la Eucaristía, la renovación del sacrificio de la Cruz y por la que somos incorporados en Cristo, estará en el eje central de su vida:

«La Eucaristía es el centro de la vida cristiana. Por ella tenemos la Iglesia y por la Iglesia llegamos a Dios. Cada hombre se salvará no por sí mismo, no por sus propios méritos, sino por la sociedad en la que vive, por la Iglesia, fuente de todos sus bienes (…).

Por la Eucaristía-sacramento, descienden sobre los fieles todas las gracias de la encarnación redentora; por la Eucaristía-sacrificio, sube hasta la Santísima Trinidad todo el culto de la Iglesia militante. Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo.

Toda la obra de Cristo se perpetúa en el mundo por la Hostia: mediante ella desciende la vida a las almas y eleva las almas hasta Dios. La Comunión realiza este descenso de la Trinidad hasta los hombres por Cristo. El sacrificio de la Misa eleva los hombres identificados con el Hijo, hasta el seno del Padre.

(…) Hermanos: he aquí el inmenso don que Jesús dejó al alcance de nuestras almas. La gran palanca para su santificación, el medio más eficaz para realizar la divinización de nuestras vidas» (Ibid., p. 302).

Porque en la Eucaristía somos incorporados al sacrificio de Cristo, en ella podemos también ofrecernos y completar los padecimientos de Cristo:

«El fuego de la inmolación eucarística, como el de la cruz, es el amor infinito del Corazón de Jesús. También abrasa y consume nuestras inmolaciones este fuego divino. Hay que ofrecer en la Misa los sacrificios ya hechos y los que pensamos hacer. En la Misa hay que adquirir, actuar, robustecer, endulzar y levantar de punto el espíritu de sacrificio.

¡Qué horizontes se abren aquí a la vida cristiana! La Misa centro de todo el día y de toda la vida. Con la mira puesta en el sacrificio eucarístico, ir siempre atesorando sacrificios que consumar y ofrecer en la Misa» (Ibid., p. 294).

Luego añade:

«Jesús se hace presente y permanece en la Eucaristía, para vivir con nosotros y que nosotros vivamos con Él. Jesús espera nuestras visitas. (…) Jesús recibe nuestras visitas como de un amigo con otro amigo querido. Aunque invisiblemente, quiere comunicarse con nosotros, nos atiende, nos habla…» (Ibid., p. 295)

Cristo presente en la Eucaristía «quiere comunicarse con nosotros», por eso también es fundamental para san Alberto la oración:

«La oración es para el apóstol la luz de la vida. (…) En medio de tantas cosas el apóstol ha de marchar con paso firme. ¿Quién le mostrará el camino? La oración y sólo la oración. La prudencia de la carne es enemiga de Dios y los pensamientos de Dios no son como los de los hombres y la oración es la única que nos hace conocer a Dios y a los ideales divinos.

San Ignacio y sus primeros compañeros resolvían todas sus cosas en la oración como si las leyesen en la santa Providencia de Dios.

Jesús, después de 30 años de oración, el desierto, las noches preparando el mañana. ¡Ay del apóstol que no obre así! Se hará traficante de cosas humanas y de pasiones personales, bajo apariencia de ministerio espiritual…» (Op. Cit., «Segunda semana», p. 247).

Es por esto que el incansable apostolado del santo no puede ser confundido con un «activismo humano» (Op. Cit., «Principio y fundamento», p.173), sino que nace del alimento y luz de la oración.

Llamamiento del Rey

El Amor infinito del Corazón de Cristo que se nos revela y dona en la Eucaristía y que nos incorpora a la vida divina, es el amor que nos apremia a difundirlo por el mundo golpeado por el naturalismo:

«¿Tengo un alma entera? ¿Quiero una causa grande? ¿Me entusiasma la milicia, el apostolado, una causa desinteresada? Aquí la tengo: conquistar todo el mundo, y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre…

(…) El mundo entero que perece, que agoniza asfixiado por ideas malsanas, ha de ser salvado (…). Se trata del mundo entero que agoniza y muere por falta de verdad y de la vida. Más necesario que los generales, que los profesionales, que los artistas, son los apóstoles: esos se necesitan ad melium esse; estos, ad simpliciter esse. ¡Salvar al mundo! Piénselo bien, el mundo que agoniza por el marxismo, el racismo, el individualismo, el epicureísmo… disfraces todos del egoísmo que tiende al yo con olvido de Dios… pero perece aquí y va a perecer después eternamente si no se remedia a su suerte. Y hay un médico que puede sanarlo: es Jesús. Hay una doctrina que puede devolverle la verdad: es el Evangelio. Hay una vida que puede fortalecerlo: es la de Jesús… Allí está la Fuente de aguas vivas, que brota hasta la vida eterna (cf. Jn 7, 37-38). ¡Venid a beber!» (Op. Cit., «Segunda semana», p. 227-229).

Esta obra de los apóstoles, este llamamiento del Rey que consiste en imitar el Corazón de Cristo, así en el sufrimiento como en la victoria, no sería posible sin el misterio de la divinización:

«Ofrecen sus personas: Todo su querer y libertad para que su divina Majestad, así de su persona como de cuanto tiene se sirva, conforme a su santísima voluntad (EE 5). Aceptan la invitación a la santidad, porque a esto se reduce en primer término el llamamiento de Cristo: para la conquista de las almas hay que ser otro Cristo, Cristo divinizado por la gracia santificante, Cristo obrando, como Jesús, en pobreza, humillación y dolor, que son las características más claras de la vida del Maestro. Aceptar este ideal es dejar toda ilusión, de una vida entregada a la sensualidad y al amor propio, carnal y mundano, y aun al amor espiritual que consista en regalos y consuelos» (Ibid., «Segunda semana», p. 230).

La falta de Cristo, de Dios, de sobrenaturalidad en Chile, es lo que apremia a san Alberto al apostolado:

«¡1.400.000.000 no lo conocen! ¡Pueblos en guerra! Inmoralidades; matrimonios deshechos; ignorancia; vicios que se enseñorean; su corazón amargados… Pongamos nuestro corazón en el Corazón de Cristo para que Él nos inflame, nos encienda en sus mismos sentimientos: este será el fruto que irá produciéndose mediante la comunión diaria, la misa bien oída, la Palabra meditada del Evangelio, el examen de conciencia a la luz de Cristo, para ver si pienso como Él, si hago lo que Él: ¿Qué haría Él en mi lugar? Esto es lo primero» (Ibid., p. 264-266).

De ahí también que vea tan fundamental el sacerdocio (¡y pensemos en la actual crisis de sacerdotes que vive nuestro país!):

«Qué honda impresión la que produce la vista de nuestros campos chilenos tan abandonados espiritualmente, tan desprovistos de ayuda sobrenatural. Al pensar en la Encarnación pienso en la voluntad generosa de un Dios, que por amor al hombre se hizo hombre y derramó su sangre por Él. Pero es necesario que otros hombres vayan y lleven esa sangre de Cristo a los que mediante ella serán salvos. Cristo vino y nos enseñó su doctrina y allí está, en el santo Evangelio y en la tradición de la Iglesia, pero es necesario que otros hombres la enseñen; los ejemplos de Cristo son la solución: que les recuerden que su gracia nos diviniza, pero se necesita otro hombre, el sacerdote que nos la comunique mediante los sacramentos: el bautismo, que nos hace hijos de Dios; la penitencia, la reconciliación; la Eucaristía, el alimento.

(…) Correspondamos al llamamiento de Cristo. Continuemos su obra de redención y de amor, apliquemos nuestra vida a la más divina entre las obras: a la salvación de las almas que fue el motivo que determinó a Cristo a emprender el gran viaje del Cielo a la tierra; de la gloria del Cielo a los rigores de Belén, a los trabajos de Nazareth, a la agonía del Calvario» (Ibid., p. 237-238).

Este mismo celo por llevar la luz de Cristo es también el motor de su infatigable entrega por los pobres:

«Y este llamamiento es para cada uno de ellos, para los más miserables, para los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados de ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para todos ellos (cf. Jn 1, 5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados» (San Alberto Hurtado, S.J., Un fuego que enciende otros fuegos. Páginas escogidas de san Alberto Hurtado. Santiago: Ed. Universidad Católica de Chile, «¿A quiénes amar?», p. 31).

Ante el horror de la segunda guerra mundial y la crisis económica que se vivía en Chile:

En estos momentos, hermanos, nuestra primera misión ha de ser que nos convenzamos a fondo de que Dios nos ama. Hombres todos de la tierra, pobres y ricos, Dios nos ama; su amor no ha perecido, pues, somos sus hijos. Este grito simple, pero mensaje de esperanza no ha de helarse jamás en nuestros labios: Dios nos ama, somos sus hijos… ¡Somos sus hijos!

La devoción a los Sagrados Corazones no puede contentarse con saborear el amor de Dios, sino que ha de retribuirlo con un amor efectivo. Y la razón magnífica que eleva nuestro amor al prójimo a una altura nunca sospechada por sistema humano algo, es que nuestro prójimo es Cristo.

Al levantar nuestros ojos y encontrarnos con los de María, nuestra Madre, nos mostrará ella a tantos hijos suyos, predilectos de su corazón, que sufren la ignorancia más total y absoluta; nos enseñará sus condiciones de vida en las cuales es imposible la práctica de la virtud, y nos dirá: hijos, si me amáis de veras como Madre, haced cuanto podáis por estos mis hijos los que más sufren, por tanto, los más amados de mi Corazón (Op. Cit., «La sangre del Amor. Congreso de los Sagrados Corazones», p. 45).

El celo del apostolado del santo jesuita entonces, es sobre todo por la falta del pan de vida eterna:

El hombre necesita pan, pero ante todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe y esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos corazones… Ellos hablarán de Jesús en todas partes y contagiarán a otras almas en el fuego del amor (Ibid., p.46)

La hora de la lucha en Chile

En las palabras de san Alberto se ve reflejada la voz del magisterio de la Iglesia que no se cansa de proclamar que el único remedio al mal que aqueja a nuestras sociedades modernas es el Corazón de Cristo: «Hay uno solo que puede darles la paz y la felicidad: ¡Cristo! Yo he venido para que tengan vida; Camino, Verdad y Vida». Y esta falta de Dios en el mundo moderno, es el mismo drama que encontramos en nuestra nación:

Si Jesús apareciese en estos momentos en medio de nosotros, extendiendo compasivo su mirada y sus manos sobre Santiago y sobre Chile, les diría: Tengo compasión de esa muchedumbre…(Mc 8,2).

Allí, a nuestros pies yace una muchedumbre inmensa que no conoce a Cristo, que ha sido educada durante años y años sin oír apenas nunca pronunciar el nombre de Dios, ni el santo nombre de Jesús.

Yo no dudo, pues, que si Cristo descendiese al San Cristóbal (Cerro ubicado en el corazón de Santiago y coronado por la imagen de la Inmaculada) esta noche caldeada de emoción les repetiría mirando la ciudad oscura: Me compadezco de ella, y volviéndose a ustedes les diría con ternura infinita: Ustedes son la luz del mundo… Ustedes son los que deben alumbrar estas tinieblas. ¿Quieren colaborar conmigo? ¿Quieren ser mis apóstoles?

Una vida íntegramente cristiana, mis queridos jóvenes, he ahí la única manera de irradiar a Cristo. Vida cristiana, por tanto, en vuestro hogar; vida cristiana con los pobres que nos rodean; vida cristiana con sus compañeros; vida cristiana en el trato con los jóvenes…Vida cristiana en vuestra profesión; vida cristiana en el cine, en el baile, en el deporte.

¡Oh, Señor!, si en esta multitud que se agrupa a tus pies brotase en algunos la llama de un deseo generoso y dijera alguno con verdad: Señor, toma y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad, todo lo que tengo y poseo, lo consagro todo entero, Señor, a trabajar por ti, a irradiar tu vida, contento con no tener otra paga que servirte y, como esas antorchas, que se consumen en nuestras manos, consumirse por Cristo…. Renovarían en Chile las maravillas que realizaron los apóstoles en la sociedad pagana, que conquistaron para Jesús (Op. Cit. , «Ustedes son la luz del mundo. Discurso en el Cerro San Cristóbal», p. 67).

¡Cuánto más valdrían estas palabras del santo chileno para los tristes días en que vivimos! ¡Qué diría san Alberto de la revolución que estamos presenciando! ¡Qué diría de la crisis de nuestra Iglesia, de nuestros sacerdotes, del entibiamiento de la caridad!¡Qué diría de nuestro descuido y negligencia por lo sobrenatural, por la Eucaristía, por la misa, sobre todo ahora ante la pandemia, so pretexto de cuidar la salud! ¡Sólo el amor de Cristo puede remediar nuestra sociedad, pues es el Principio y fundamento de nuestra vida!:

¿No estaremos aburguesados? ¿Si viniese san Ignacio estaría contento de mí? La hora de la lucha suena en Chile. Hay que reconstruir la sociedad. Somos muy pocos (San Alberto Hurtado, S.J., Un disparo a la eternidad. Escritos inéditos v.I., «Segunda semana», p. 235)

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