(J.M. Iraburu/InfoCatólica) La revelación de la Santísima Trinidad en la Sagrada Escritura
El hombre puede por la razón conocer a su Creador. Es de fe que «por la grandeza y hermosura de las criaturas, mediante la razón, se llega [es posible llegar] a conocer al Creador de ellas» (Sab 13,5; +Rm 1,19-20; Vaticano I: Dz 3026). Puede la razón, con sus propias luces naturales, llegar a conocer que Dios existe, que es único, bueno, omnipotente, providente, etc. Pocos, sin embargo, llegan a ese conocimiento, como lo muestra la historia de las religiones.
Pero en todo caso nunca, sin la Revelación divina, puede el hombre alcanzar a conocer el misterio de las tres Personas divinas. Únicamente en Jesucristo se nos revela el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
«Nadie ha visto a Dios jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18; +1Jn 4,12) .
Antiguo Testamento
En la Revelación divina que Israel recibe, Yavé no se manifiesta en el misterio de las Tres Personas divinas. Y así como en muchas ocasiones la antigua Escritura habla de Dios en modo antropomórfico –alude a la mano de Dios, a su boca, a su brazo–, también habla, y con no poca frecuencia, del espíritu de Dios, del espíritu de Yavé (ruah Yavé): es decir, de su aliento vital. En el hombre, como en los animales, la respiración, el aliento, es la vida. Y en un sentido semejante se habla del santo espíritu de Yavé; pero no como Persona divina (+Is 63,10-11.14; Sal 50,13).
Las antiguas Escrituras suelen hablar del santo espíritu del Señor divino en cuanto fuerza vivificante de la creación entera, ya desde su inicio (Gén 1,2; 2,7). Y el Espíritu divino se alude muchas veces como acción salvadora de Yavé entre los hombres. Es el espíritu de Yavé el que impulsa a Sansón (Jue 13,25), el que establece y asiste a los jueces (Jue 3,10; 6,34) o a los reyes (1Sam 10,16), ilumina sobrenaturalmente a José (Gén 41,38; 42,38), a Daniel (Dan 4,5; 5,11), asiste con su prudencia a Moisés y a los setenta ancianos (Núm 11,17.25-26,29), y sobre todo, inspira a los profetas (Is 48,16; 61,1; Ez 11,5).
Vemos en estos casos que el Espíritu divino es dado a ciertos hombres elegidos, aunque todavía en forma medida. Por otra parte, desde el fondo de los siglos, anuncia la Escritura que, en la plenitud de los tiempos, Dios establecerá un Mesías, en el que residirá con plenitud el Espíritu divino (Is 11,1-5; 42,1-9). Y también revela que, a partir de este Mesías, el Espíritu divino será difundido entre todos los hombres que lo reciban (Is 32,15; 44,3):
«Yo les daré otro corazón, y pondré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su cuerpo su corazón de piedra, y les daré un corazón de carne, para que sigan mis mandamientos, y observen y practiquen mis leyes, y vengan a ser mi pueblo y sea yo su Dios» (Ez 11,19; +36,26-27; Zac 12,10; Joel 3,1-2).
Nuevo Testamento
La revelación plena de la Trinidad divina, y por tanto del Espíritu Santo, se concede por nuestro Señor Jesucristo. Es en los Evangelios donde el Espíritu divino se revela muchas veces como persona, en cuanto distinto del Padre y del Hijo. Señalo los momentos principales de esta gran revelación.
–«Por obra del Espíritu Santo» se encarna al Hijo divino en las entrañas de la Virgen María: (Lc 1,35). Y es el Espíritu Santo quien desvela este misterio a Isabel (Lc 1,41), a Zacarías (1,67), a Simeón (2,25-27).
–En el bautismo de Jesús en el Jordán, al mismo tiempo que se oye la voz del Padre, desciende el Espíritu Santo en figura de paloma sobre el visible Hijo encarnado (3,22). Ésta es en toda la historia de la salvación la primera epifanía de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Dios único, Creador del cielo y de la tierra, se manifiesta en el misterio formidable de las tres Personas divinas distintas.
–Es el Espíritu Santo quien conduce a Jesús al desierto, para que luego, saliendo de él, inicie su ministerio como Profeta enviado por el Padre (Lc 4,1). Es Él quien llena de alegría a Cristo, mostrándole la predilección del Padre por los pequeños (10,21). Por el Espíritu Santo hace Jesús milagros admirables, revelando su condición mesiánica de Enviado de Dios (Mt 12,28).
–En la última Cena, Jesús anuncia a sus discípulos que, una vez vuelto al Padre, recibirán «el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre» (Jn 14,26). Él permanecerá con ellos como Abogado defensor (14,16-17), y como «Espíritu de verdad, que os guiará hacia la verdad completa» (16,13). Tres Personas distintas, las tres divinas e iguales en eternidad, santidad, omnipotencia, bondad y belleza.
–Poco después, en la cruz redentora, «Cristo se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios por el Espíritu eterno» (Heb 9,14). Es en el fuego del Espíritu Santo, en la llama del amor divino, en el que Cristo ofrece al Padre el holocausto sacrificial de la redención.
La epíclesis eucarística nos lo recuerda cada día. «Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y + Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios» (Pleg.eucaristica III).
–«Por obra del Espíritu Santo» nace en Pentecostés la santa Iglesia (+Hch 2). Él es, con los apóstoles, el protagonista de la evangelización: «Recibiréis el Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría, y hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). Y ellos «llenos del Espíritu Santo, hablaban la Palabra de Dios con libertad» (4,31).
–«Por obra del Espíritu Santo», los hombres que reciben a Cristo vuelven a nacer «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). Y son nuevas criaturas, bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19).
En adelante, pues, toda la vida sobrenatural cristiana será explicada en clave trinitaria. Los que viven en Cristo, iluminados y movidos por el Espíritu Santo, ésos son los hijos de Dios Padre (+Rm 8,10-14). Y toda la vida litúrgica de la Iglesia se inicia «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
«La gracia del Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2Cor 13,13).
Tradición doctrinal.
La Santísima Trinidad, centro absoluto de la Iglesia
En el árbol inmenso de la sabiduría cristiana, lo primero que ha de afirmarse es la raíz de todo, el tronco, las ramas fundamentales que de él brotan, las hojas, las flores y los frutos. Y así fue en los primeros siglos de la Iglesia. La predicación de los Santos Padres, igual que los primeros Concilios, tratan principalmente de las raíces del árbol eclesial: el formidable misterio de la Santísima Trinidad, la Encarnación histórica del Hijo, la divinidad de Jesucristo, la condición también divina del Espíritu Santo.
Y esta «radicalidad» en la predicación y en la vida de la Iglesia es la causa fundamental de esa luminosidad maravillosa que la caracteriza en los primeros siglos. La predicación, los textos conservados, las catequesis y la liturgia, que se va formando por entonces, están siempre centrados en el centro del misterio cristiano: Trinidad, Encarnación del Hijo, efusión del Espíritu Santo… Esto es lo que predica y vive la Iglesia primitiva, pues es lo que lleva en su corazón, y «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34).
Con gran frecuencia, y al mismo tiempo con toda profundidad y sencillez, los antiguos Pastores de la Iglesia, en un lenguaje a un tiempo preciso y asequible a los fieles, predicaban ya desde las catequesis la fe en la Trinidad, la fe que nos salva. Y fundamentándose en esta fe, los Padres escribían impresionantes tratados De Trinitate, como el de San Hilario (+367) o el de San Agustín (+430), decisivo éste para la tradición católica posterior.
La excelsa doctrina de la Trinidad
La primera contemplación de los Padres va entendiendo que nuestro Señor Jesucristo es revelación del Hijo divino eterno. Y que al mismo tiempo, por su encarnación y su cruz, Jesucristo es la suprema revelación del Padre: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9). Y que el mismo Cristo es la revelación del Espíritu Santo: «yo os enviaré de parte del Padre el Espíritu de verdad, que procede del Padre» (15,26).
Así lo expresa y confiesa el venerable símbolo de la fe Quicumque, llamado «atanasiano», modernamente atribuido a grandes autores de los siglos IV-VI; entre ellos, a San Hilario (+367), San Ambrosio (+397), San Fulgencio de Ruspe (+532), San Cesáreo de Arlés (+543). Ese texto grandioso queda como dogma de la fe en la santísima Trinidad y se reza en las liturgias de Oriente y Occidente:
«La fe católica es que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas, ni separar la sustancia. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo; pero el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad.
«Cual es el Padre, tal el Hijo, tal el Espíritu Santo. Increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo. Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo. Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.
«Y sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno, como no son tres increados ni tres inmensos, sino un solo increado y un solo inmenso… Igualmente omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo; y sin embargo, no son tres omnipotentes, sino un solo omnipotente.
«Dios es el Padre, Dios es el Hijo, Dios el Espíritu Santo; y sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. Así, Señor es el Padre, Señor el Hijo, Señor el Espíritu Santo: y sin embargo, no son tres señores, sino un solo Señor […]
«El Padre por nadie fue hecho, ni creado ni engendrado. El Hijo fue por solo el Padre, no hecho ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, no fue hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede.
«…Y en esta Trinidad nada es antes ni después, nada mayor o menor; sino que las tres personas son entre sí coeternas y coiguales. De suerte que en todo hay que venerar lo mismo la unidad en la Trinidad que la Trinidad en la unidad.
«El que quiera, pues, salvarse, así ha de sentir de la Trinidad» (Denz 75-76).
Por confesar esta fe en el misterio de la santísima Trinidad, muchos antiguos cristianos sufrieron prisión o destierro, destituciones o exilios, confiscación de bienes o muerte. Ellos sabían bien que en el árbol de la sabiduría cristiana esa fe en la Trinidad es la raíz de donde brota y crece, florece y fructifica el árbol entero de la Santa Madre Iglesia.
Tomado del post original (596) El Espíritu Santo- 1. Revelación de la Trinidad del P. José Mª Iraburu.
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