Presencia de Cristo en la liturgia

Todo lo que se ha ido viendo (la gracia, la obra de la salvación, etc.) sólo es posible y real si la liturgia no es una construcción humana, una celebración emotiva que el grupo fabrica, un símbolo para canalizar sus vivencias y compromisos.

La liturgia, como obra de la salvación de Dios y comunicación de la gracia, es posible sólo porque Cristo está presente en la liturgia. Es decir, la liturgia es obra de Cristo, no de los hombres o del grupo o de la comunidad; la liturgia es glorificación de Dios y sólo tiene, sólo puede tener, un único protagonista, Jesucristo, hacia quien convergen las miradas y los corazones, y nos eleva al Padre: ¡levantemos el corazón! Es un craso y grave error la distorsión de la secularización: los participantes se convierten en protagonistas, acaparando el espacio y la atención, y Cristo queda como una excusa o justificación para celebrarse ellos mismos a sí mismos. Es la liturgia convertida en espectáculo, el sacerdote en showman o telepredicador, los fieles en actores que suben y bajan al presbiterio para hacer algo cada uno (una monición, una petición, llevar una ofrenda, la que sea con tal de subir) reclamando su derecho a tener su minuto de gloria. No hay silencio en ningún momento, ni oración, ni escucha contemplativa, ni ofrenda de la propia vida, ni adoración. Nada de esto aparece en el Vaticano II ni en la Constitución sobre la sagrada liturgia, más bien lo contrario.

Al estar Cristo presente en la liturgia, ésta es acción de Cristo por su Espíritu Santo y todo en la liturgia debe contribuir a que brille sólo el Señor, a que sólo Cristo sea el centro de toda la liturgia, eliminando cualquier otro protagonismo (del yo, del grupo, del sacerdote, del movimiento) que oscurezca la gloria de Cristo en la liturgia. 

La Iglesia puede continuar la obra de la salvación porque Cristo está presente y actúa: “Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica” (SC 7). La Iglesia nada hace por sí misma, ni se da la vida a sí misma… sino que todo lo recibe del Señor y actúa con el poder de Cristo porque Cristo está presente en ella.

¿Cuáles son estas presencias de Cristo, de qué modo se realizan? 

1. En el gran sacramento de la celebración eucarística, el Señor está realmente presente:

“Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas” (SC 7).

El sacerdote ejerce el ministerio litúrgico no como líder o como delegado de la comunidad, sino in persona Christi. Jesucristo actúa por medio de la persona del sacerdote, su voz, sus manos, hasta el punto de poder decir: “Esto es mi cuerpo”. Las vestiduras litúrgicas para la Misa, entre otras cosas, significan –y por eso son obligatorias, incluida la casulla- cómo el sacerdote deja de ser él mismo para que Cristo lo tome por completo y él sea sólo un icono del Señor. Ya no es él mismo, sino Cristo por medio del sacerdote o del Obispo. Por eso los acólitos le hacen inclinación al acercarse a él o al incensarle. Por eso, cuanto más humilde y discreto, cuanto más fiel sea sin convertirse en protagonista locuaz, más brillará el Señor por medio del sacerdote. 

Sobre todo, ¡y de qué manera única!, está presente en las especies eucarísticas: el pan y el vino consagrados son verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado, glorioso. Es una presencia real “por antonomasia”[1]. Esto supera una pobre concepción que los valores sólo como símbolos, o el modo desgarbado de celebrar ampliamente con moniciones y extensa homilía para luego apresuradamente realizar el rito eucarístico, la consagración, fracción y comunión; o el modo desenfadado de tratar el Cuerpo y la Sangre de Cristo o distribuir la comunión. ¡Es Él mismo, es su Presencia real y sustancial! Poco se insistirá ante la grandeza de este Misterio.

2. Todos los sacramentos tienen por Autor a Cristo comunicando su gracia y santificando. Los “humildes y preciosos sacramentos”[2] son actuaciones salvadoras de Cristo bajo el velo de los ritos y oraciones, no juegos simbólicos o creaciones artificiosos de éste o de aquél.

La verdad de los sacramentos está garantizada por la presencia de Cristo: es el Autor de los sacramentos y es Él mismo quien los realiza mediante el ministro. Sacrosanctum Concilium lo afirma citando una conocida frase de S. Agustín:

“Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza” (SC 7).

Siempre es Cristo quien bautiza, quien unge con el Santo Crisma, quien absuelve de los pecados, quien unge a los enfermos… y da eficacia al ministro, que sea santo o sea pecador e indigno, en ese momento es instrumento de Cristo y actúa in persona Christi. No están supeditados los sacramentos a la santidad del ministro (o a su simpatía, o a su oratoria, o…) sino que son eficaces porque es Cristo quien los realiza y está presente.

3. La proclamación litúrgica de la Palabra de Dios está lejos de ser un relato más, o una instrucción moralizante, o una exposición intelectual. Estos fines se dan en la catequesis, en una clase o en un retiro. Pero en la liturgia, las Sagradas Escrituras se leen con la fuerza del Espíritu Santo, son eficaces y tocan a los fieles en su corazón introduciéndolos en el Misterio y abriéndolos a la Revelación para que respondan “Amén”, el asentimiento racional y cordial. 

Para tal fin, en la Iglesia se proclaman las Escrituras en un lugar destacado y elevado (el ambón), con un rito (se anuncia, hay una aclamación final, se inciensa el Evangelio y se besa…) porque, por la vez de los lectores, Cristo sigue hablando a la Iglesia, su Esposa.

Es ésta otra presencia más de Cristo en la liturgia: 

“Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla” (SC 7).

4. Una presencia de Cristo que menos se trata o se explica, la refiere SC 7: cuando la Iglesia se reúne y canta salmos, es decir, presencia de Cristo en la celebración del Oficio divino, la Liturgia de las Horas.

La voz de los fieles cantando el Oficio divino es la voz de Cristo alabando y glorificando al Padre. Cuando la Iglesia celebra la Liturgia de las Horas –aunque sea una persona sola- es Cristo quien canta y adora al Padre. Él está presente cuando la Iglesia canta salmos porque, como predicaba san Agustín, “Cristo ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros” (Enar. In Ps. 85,1). 

La Liturgia de las Horas se realiza con la presencia de Cristo y por la presencia de Cristo, que entabla un diálogo esponsal con su Iglesia. ¿Obligación canónica? No. Precioso diálogo de amor entre Cristo y su Iglesia cantando juntos los salmos:

“Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, pues él mismo prometió: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (SC 7).

A lo cual habría que extender también la presencia de Cristo a la asamblea litúrgica, reunida en su nombre, pues el Señor se hace presente allí, en medio de ella. No entendiendo asamblea en el sentido asambleario, como si la Iglesia se constituyese a sí misma y se diera carta de identidad, sino comprendiendo que es el Señor quien convoca a la Iglesia, y cuando la Iglesia está convocada en asamblea litúrgica, el Señor está en medio de ella. Ese es el sentido de los saludos litúrgicos del sacerdote, recordando la presencia de Cristo: “El Señor esté con vosotros”.

Javier Sánchez Martínez, pbro.

Córdoba



[1] "Se llama real, no por exclusión, como si las otras presencias no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es sustancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro” (Pablo VI, Mysterium Fidei, 5)

[2] JUAN PABLO II, Reconciliatio et Paenitentia, 31.

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