Se acerca la conmemoración, en 2017, de los 500 años del inicio de la Reforma protestante (el 31 de octubre de 1517 Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la Iglesia del Palacio de Wittenberg), una efeméride que algunos consideran que la Iglesia católica debería de aprovechar para rehabilitar al antiguo fraile agustino. Precisamente el cardenal Kasper, que no pierde una oportunidad, incluía recientemente a Lutero en la “gran tradición” que incluye, según el cardenal, también a San Agustín, San Francisco, Santo Domingo, Santo Tomás de Aquino o el Concilio Vaticano II.
Estos comentarios me hacían reflexionar acerca de que en todo lo existente se pueden encontrar aspectos positivos (el mal siempre necesita del ser para existir); también recordaba aquello de Chesterton de que las herejías son ideas verdaderas que se han vuelto locas al creerse únicas y aislarse de otras ideas también verdaderas. Pensaba también en la pléyade de efectos negativos que tuvo la ruptura luterana, los conflictos que provocó, la quiebra del principio de autoridad, la elevación del capricho individual a última regla de juicio, la consolidación de un poder político invasivo que provocó…
Entonces cayó en mis manos un librito de Jacques Maritain titulado Tres reformadores. Lutero, Descartes, Rousseau, y lo que dice Maritain me parece un juicio completísimo, definitivo, de una claridad y penetración admirables. Y cuidado, no es Maritain un ultra ni un fanático inquisidor al estilo de las caricaturas que se suelen presentar, por lo que sus palabras son aún más devastadoras.
¿Qué dice Maritain de Lutero?
Empezaremos citando dos pasajes de su libro:
- “La única preocupación de Lutero era el sentirse en estado de gracia, ¡como si la gracia en sí misma fuera objeto de sensación!”.
- “Se apoyaba en sus solas fuerzas para alcanzar las virtudes y la perfección cristiana; creía en sus propios esfuerzos, en sus penitencias, mucho más que en la gracia. Practicará así ese pelagianismo que achacaba a los católicos y del que nunca podrá librarse.
Al igual que los fariseos, sólo mirará a sus obras, y de ahí su crispación de escrupuloso, pues ofrece todos los caracteres del escrupuloso.”
Siguiendo su itinerario espiritual llegamos a su “noche del alma”. Escribe Maritain, a propósito de ese momento: “¿Se arroja en Dios? Nada de eso. Deja la oración, se arroja de lleno en la acción. Se aturde en una labor insensata”. El mismo Lutero, en una carta escrita en 1516 a Lang, prior de Erfurt, pidiéndole dos secretarios que le ayuden en su quehacer diario, confiesa “rara vez me queda tiempo para recitar mis horas y decir la misa”.
Otra confesión: “No soy más que un hombre sujeto a la atracción de la sociedad, a la embriaguez y a los impulsos de la carne. Me falta lo que se precisa para vivir en la continencia”.
Es entonces cuando, explica Maritain, “Lutero cumple este acto de perversa resignación, renuncia a luchar, declara que la lucha es imposible. Sumergido en el pecado, o lo que él cree el pecado, se deja arrastrar por la ola y llega a esta conclusión práctica: la concupiscencia es invencible“.
En resumen, sintetiza el filósofo francés, “Nada tenemos que hacer para salvarnos. Por el contrario, pretender cooperar en la acción divina es no tener fe y condenarse. […] Cuanto más peques, más creerás, mejor te salvarás […] incapaz de vencerse a sí mismo, transforma sus anhelos en verdades teológicas y su propio estado de hecho en ley universal de la naturaleza humana. […] No es más que un fariseo al revés, un escrupuloso desbocado”.
Ya libremente desbocado por esta pendiente, escribe Maritain, “Lutero cede a las potencias del instinto, sucumbe bajo la ley de la carne” y predica desde lo alto del púlpito, son sus propias palabras: “Así como no está en mi poder el dejar de ser hombre, no depende tampoco de mí el vivir sin mujer”, y refiriéndose a la vida de oración, ayuno y mortificación de los religiosos, exclama “Ese género de santidad, los perros y los puercos también pueden, más o menos, practicarlo todos los días”. Y exclama su deseo de “Beber, jugar, reír más y más fuerte y cometer algún pecado para desafiar y despreciar al demonio”. Concluye esta parte Maritain con el siguiente juicio: “el inmenso desastre que fue la Reforma protestante para la humanidad no es más que el efecto de una prueba interior fracasada, de un religioso sin humildad”.
Sigue a continuación el análisis detallado de otros aspectos de la figura de Lutero y de su obra. No voy a reproducirlos todos, pero sí voy a señalar brevemente algunos:
- Egocentrismo presuntuoso: escribe Lutero en junio de 1522: “No admito que mi doctrina pueda juzgarla nadie, ni aún los ángeles. Quien no escuche mi doctrina no puede salvarse”.
- Esclavitud del sentimiento y de los apetitos: señala Maritain: “Lutero es un hombre entera y sistemáticamente dominado por sus facultades afectivas y apetitivas, […] apenas se trata aquí de la voluntad; se trata del apetito concupiscible y, sobre todo, del apetito irascible”.
- Irracionalismo: sobre las cosas espirituales, la razón, afirma Lutero, “es ceguera y tinieblas”, “sólo puede blasfemar y deshonrar todo lo que Dios ha dicho y hecho”; “la razón se opone directamente a la fe y deberían dejarla que se vaya; en los creyentes hay que matarla y enterrarla”.
No sé ustedes, pero entre Kasper y Maritain, me parece mucho más sólido, acertado y convincente el segundo. No estaría de más, pienso, que la próxima vez que un obispo o cardenal se anime a hacer alguna declaración conciliadora en relación a Lutero, leyera y reflexionara antes el librito de Maritain. Igual nos evitaríamos alguna que otra tontería con pretensión de ecumenismo pero que no es más que un irenismo de corto alcance.
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