Cómo deben ser los gobernantes

En Perú nos hemos acostumbrado a desconfiar de las autoridades políticas y a dar por hecho que todos son corruptos. El desengaño moral de nuestra generación es el de quienes, acostumbrados a descubrir un nuevo escándalo de corrupción cada semana, consideran que en la política «no está pasando nada» si una semana no sale a la luz un nuevo audio, una nueva colaboración eficaz o un nuevo juicio que comienza o termina de un modo que solo se explica desde una lógica interesada y politizada.

Así, esta semana ha sido «tranquila», después de la crisis de la cuestión de confianza y todo lo que le acompañó. En esta semana tan «tranquila», solo ha pasado que el Ejecutivo se ha metido con el Legislativo por archivar una investigación al antiguo fiscal de la Nación, hecho que afecta las relaciones de los denominados 3 poderes del Estado. También, simplemente ha sucedido que el Presidente del Congreso ha solicitado una medida cautelar para evitar que los parlamentarios lo suspendan, que están a punto de hacerlo. Por otro lado, tan solo ha pasado que un juez se ha inhibido de evaluar el caso de la exprimera dama y excandidata a la presidencia Keiko Fujimori. Asimismo, junto con todas estas «pequeñas cosas», se ha realizado la primera sentencia de prisión para un político del caso Odebrecht: tan solo un exgobernador, no vayan a pensar que se trataba de alguien importante: solo era la máxima autoridad política de la región de Áncash… Y, por último, el exalcalde de la capital, Luis Castañeda, se encuentra esta tranquila semana con el agua al cuello después de que el expresidente de la empresa corruptora OAS declarara que aportó de modoirregular para su campaña. Pues eso, una semana tranquilita…

Y ante la abundancia y cotidianidad de estos escándalos, el riesgo para la población es repudiar la existencia misma de los gobernantes o caer en la tentación de esperar que tal o cual figura resulte un adalid o caudillo mesiánico que, de una vez, ponga fin a toda la corrupción y establezca un nuevo sistema de reformas políticas. Todo esto sospechando que se trata de un corrupto más, pero de uno que parece que va a dar un golpe en la mesa tan fuerte que todo se va a remecer. Y las encuestas al alza.

Sin embargo, ninguna de esas opciones es prudente, y parece que la figura clásica del gobernante, en la que este se configura como el ciudadano por excelencia y el modelo de virtud y probidad moral, se acerca más a una utopía que a una realidad posible. Pero esto no es así, no es una quimera irrealizable sino que es una exigencia porque es posible, del modo que veremos a continuación.

El hombre, por su naturaleza social y racional, exige que la sociedad sea, justamente, ordenada y, por tanto, es de ley natural que en las sociedades haya un gobierno: quien mande y quien es mandado. Y, si es inseparable la naturaleza humana y la existencia de la potestad y autoridad políticas, entonces estas tienen que ser buenas para el hombre. Es decir, no puede ser una utopía el hecho de que los gobernantes sean justos.

En este sentido, volvemos a recurrir al texto de Juan Fernando Segovia, del que nos inspiramos en nuestro último artículo, para entender este asunto entre lo que es y lo que debe ser la política y los gobernantes.

¿Qué sentido tiene que haya autoridades políticas? ¿No estaríamos mejor sin ellas? Santo Tomás de Aquino responde y Segovia lo resume de este modo: «Así como las inclinaciones básicas del ser humano deben someterse a la razón, que domina y dirige las demás potencias del hombre; así también la sociedad política debe someterse a la autoridad del príncipe prudente que dirija a los hombres al bien común.»

Pero esto requiere, justamente, que el gobernante sea prudente. Y la prudencia no es sino reconocer de dónde le viene al gobernante su dignidad y potestad, y actuar rectamente de acuerdo a esta verdad.

Así, el político que cree que su poder le viene otorgado por el voto y el sentir popular, se deberá al pueblo. Pero quien se debe al pueblo, siendo la masa tan humana como él, podrá manipularla y procurará quedar bien con ella y engañarla por medio del populismo, como el Primer Ministro peruano, quien para atacar a su enemigo, el Congreso, lo acusa de actuar «en contra del espíritu de la ciudadanía». Sin embargo, quien reconoce que todo poder viene de Dios aun cuando la autoridad haya sido designada (que no conferida) por democracia, se debe al pueblo en el servicio, pero más a Dios, de quien participa por su gobierno con la autoridad divina misma. Así, buscará ser del agrado de Dios antes que de las masas y, por tanto, dado que a Dios no se le puede engañar, solo un gobernante que tenga verdaderamente presente a Dios podrá ser garantía de honestidad, pues ya no procurará el engaño y manipulación demagógica a la que estamos tan acostumbrados.

Pero esto es imposible y utópico solamente desde un espíritu religioso natural. Sin contar con la gracia, ningún gobernante puede responder debidamente y sin excepción contra la corrupción personal e institucional, ni siquiera el más piadoso de los hombres; pues hay que tener en cuenta que todo hombre y, por tanto, todo gobernante, está afectado por el pecado, con sus fuerzas debilitadas y propenso al mal y al error.

De este modo, sólo reconociendo que el poder que posee le viene de Dios y con el auxilio de la gracia sobrenatural a través de la recepción frecuente de los Sacramentos, dejará de ser una utopía lo que León XIII afirmaba en la Diuturnum illud:

«Para que la justicia sea mantenida en el ejercicio del poder, interesa sobremanera que quienes gobiernan los Estados entiendan que el poder político no ha sido dado para el provecho de un particular, y que el gobierno de la república no puede ser ejercido para utilidad de aquellos a quienes ha sido encomendado, sino para bien de los súbditos que les han sido confiados.»

No se trata, pues, de «mandar todo al tacho» ni de esperar en tal o cual líder político mundano. Se trata de poner nuestras esperanzas en Quien es la fuente de todo poder y, reconociendo nosotros Su divina majestad para con nuestro amado Perú, procurar por medio de esta conciencia la corrección moral y prudencia política de quienes designamos en el gobierno, o la nuestra para involucrarnos y no acabar embarrados, por medio de la recepción frecuente de los Sacramentos.

¡Viva Cristo Rey!

Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo 

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