Hay cuatro conceptos de la Doctrina social de la Iglesia que vuelven a utilizarse con frecuencia, dada también la polémica sobre soberanía y globalismo. Las cuatro palabras son las siguientes: poder, autoridad, soberanía y realeza. Puede ser útil volver a examinarlas para ver si, en la actualidad, pueden sernos de ayuda.
El poder es la capacidad de ordenar algo a otra persona utilizando sólo la fuerza. Platón, en La República, escribía que todo el que fuera al ágora con un cuchillo bajo el brazo tenía poder de vida y de muerte sobre cualquiera. Si alguien me apunta una pistola a la sien tiene poder sobre mí. El poder se basa en el miedo ya que es la lucha de todos contra todos. Hobbes hacia depender de esto el pacto social, estipulado precisamente para huir de este poder, pero creando otro aún más fuerte: el del Leviatán. Sin embargo, el poder puede ser también el de una mayoría democrática que se base sólo en la prevalencia del número. El poder no tiene legitimación, se impone con la fuerza, con cualquier tipo de fuerza. Ni tan siquiera busca justificaciones, no las necesita, le basta la fuerza para imponerse.
La autoridad es el poder moralmente legitimado. Tiene autoridad quien manda sobre otra persona, pero para el bien. La autoridad tiene una cualidad que le es propia [en italiano, la cualidad de la autoridad –autorità– se llama autorevolezza; en español coinciden ambos términos, ndt], como la fuerza lo es para el poder. La legitimación de la autoridad debe ser moral: cualquier legitimación de otro tipo no es suficiente. Una legitimación procesal, o institucional, o electoral no crean la autoridad en sentido pleno y último. El derecho/deber de mandar sobre los otros no puede, en última instancia, derivar de reglas que lo establecen, ni de funciones institucionales fijadas en cualquier Constitución o Carta Magna, ni de la mayoría de votos obtenidos en una competición electoral. Todas estas fuentes pueden, como máximo, indicar quién debe mandar y gobernar, pero no son capaces de legitimarlo moralmente, ni de establecer hasta el fondo el deber de obedecer por parte de quien está por debajo. Mientras que el poder no tiene necesidad de atenerse a la verdad y al bien, la autoridad sí, porque es de ahí de donde sale su legitimación.
Carl Schmitt escribió en 1954 un breve Diálogo sobre el poder en el que constataba que, en precedencia, su legitimación estaba indicada en la naturaleza o en Dios. Dado que estas dos fuentes han sido prácticamente abandonadas, ¿en qué fundamos hoy el poder para que no sea sólo poder, sino también autoridad? Hay que reconocer que la pregunta aún espera respuesta, dado que el poder del hombre sobre el hombre no se puede fundar en el hombre mismo, sino sólo en algo superior.
La soberanía es el poder que se confiere a sí mismo la autoridad y que no reconoce tener por encima de sí ningún otro poder ni ninguna otra autoridad. Es Napoleón el que se pone a sí mismo la corona en la cabeza, para después lamentarse, cuando está en la isla de Santa Elena, del vacío del poder sin Dios. El poder no piensa en legitimarse; la soberanía, en cambio, se legitima sola porque piensa que, así, se convierte en autoridad pero sigue siendo poder. El Estado moderno, desde Bodin (“Príncipe es aquel que no depende más que de su espada”) a hoy, se ha basado en este concepto de soberanía. También nuestra Constitución utiliza este concepto cuando dice que el pueblo es soberano. Algo inaceptable ya que es la transformación democrática del principio del absolutismo de Estado: que sean soberanos uno o muchos, cambia poco desde el punto de vista cualitativo.
Por último, tenemos la realeza. Esta indica el poder legitimado moralmente y que no pretende ser soberano, sino que acepta estar al servicio de algo superior. Los emperadores y reyes cristianos no pensaban en poseer el mero poder sólo con la fuerza, ni pensaban en ser soberanos en el sentido de no tener que rendir cuentas a nada superior a ellos. Pensaban que eran los primeros funcionarios de la Cristiandad, que tenían que servir en el campo temporal a Dios y a la Iglesia, que tenían que responder a un orden natural y a finalidades naturales que les ponían leyes no escritas a las que tenían que obedecer. A diferencia del poderoso o del soberano, el rey sabe que goza de un primado legítimo, pero no absoluto, y sobre todo sabe que no puede ser ley para sí mismo. Los fundamentos últimos de su autoridad están en otro lugar y por encima; por esto, el rey sabe que es autónomo, pero no independiente de la Iglesia.
Con decía, actualmente estas palabras se utilizan a menudo. Se utilizan, por ejemplo, también en los debates sobre las próxima elecciones europeas. Se trata de cuatro conceptos muy importantes para la Doctrina social de la Iglesia y que pueden ser de ayuda para contextualizar bien los problemas políticos de hoy, y no sólo los de ayer.
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