Prescindir de Dios, ¿libertad o esclavitud?

Uno de los problemas que se nos plantea en el momento actual es si el no creer en Dios o, simplemente, ¿el prescindir de él, aumenta o disminuye nuestra libertad?

A primera vista parecería que la increencia favorece nuestra libertad. En efecto si fuese así nada impediría, aparentemente, que yo pudiese realizar hacer aquello que quisiera, no tener que obedecer a nadie, ser mi propio dios. Y es que si Dios no existe, si no hay un Ser Supremo por encima de mí, automáticamente paso a ser o mi propio Ser Supremo y puedo hacer lo que me venga en gana. Pero veamos qué sucede si prescindo de Dios y aplico esos tres principios que, en teoría, me debieran dar la libertad.

Ahora bien los exorcistas como el Padre Amorth me echan un jarro de agua fría, advirtiéndome que los tres principios que he enumerado provienen del Demonio, es decir del mentiroso por excelencia. Más aún, que esos tres principios, que he subrayado en negrita, son las tres grandes leyes del satanismo, tan difundido hoy en día.

Y es que si nos fijamos atentamente, estos tres principios, que aparentemente me llevan a una libertad omnímoda, en realidad me la quitan. En teoría hago lo que me da la gana, hasta que me encuentro con las otras personas, que tienen la misma libertad total que yo y como en muchas cosas no pensamos lo mismo, tiene que haber alguien que resuelva la disputa entre yo y el otro, entre los otros y yo. No hay problema, pienso, como soy demócrata, que sea la voluntad popular la que resuelva el asunto. ¿Pero dónde encuentro la voluntad popular? Pues muy sencillo, en el Parlamento. Pero cualquiera que sepa cómo funcionan los Parlamentos, al menos el nuestro, saben que los diputados tienen una obligación que se llama disciplina de Partido, que les impide votar como a ellos les gustaría, con lo que aquéllos que tienen la mayoría, que en nuestro caso se llaman Pedro Sánchez y Pablo Iglesias pueden decidir a su antojo cuáles van a ser las leyes. Y además, como para ellos Dios no existe, ni siquiera tienen la barrera de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29), porque la dignidad humana para ellos no proviene de Dios, sino que mis derechos es algo que me concede el Estado, que, por tanto, puede también quitármelos.

Tras esto, está claro que tengo que hacerme una pregunta: ¿dónde queda mi libertad? Porque creo que la he dejado por el camino, como lo prueba el hecho que en muchísimos casos no se me admite lo que es un derecho inalienable, causa su violación de tantos martirios: la objeción de conciencia.

Junto a estos tres principios, hay tres preguntas fundamentales a las que debo dar una contestación adecuada: ¿de dónde vengo, a dónde voy y cuál es el sentido de la vida?

¿De dónde vengo? Acepto el evolucionismo, pero éste me plantea un problema: el mundo tiene edad, tiene un origen, lo cual me plantea dos posibles respuestas. O hay un Ser Supremo, Creador del Universo, o es un fruto del azar o de la casualidad. Por supuesto creo como mucho más lógica y racional la primera respuesta. Que sea el Universo o mi propia persona fruto de la casualidad o de una energía impersonal, no racional, me parece demasiada casualidad, tanto más cuanto que descubro en el Universo y en mí auténticas maravillas.

¿A dónde voy? Que tengo que morirme, eso es claro. Que todo termine con la muerte, me parece una estafa que haría irrealizable mi máximo deseo de ser feliz siempre. Con lo cual entramos en la tercera pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?

La respuesta a esta pregunta nos la da la Revelación. Jesucristo se ha hecho hombre para salvarnos y abrirnos las puertas del cielo. Después de la muerte nos espera la resurrección: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5,29). «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1022).

Pedro Trevijano

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