El fin último de nuestra existencia consiste en alabar a Dios y darle gloria; y como segundo fin y derivado del primero, conseguir la vida eterna (Ripalda, n. 17). En esto se resume nuestra entera existencia, en comenzar a alabarlo ahora en este mundo para poder gozar de su visión en el cielo contemplando su majestad.
Aunque parezcan dos fines separados y distintos (dar gloria a Dios y conseguir la vida eterna) en realidad son el mismo fin, sólo que proyectado, bien en esta tierra o en la eternidad.
Darle la gloria que Dios merece es el movimiento primordial que nos conduce hacia nuestra propia santificación y no hay otro medio de conseguirla. Podemos decir que no tiene sentido buscar la santidad personal sin la alabanza de gloria a Dios, y alabar a Dios sin buscar nuestra propia vía de perfección. En ambos casos estaríamos hablando de una santidad convertida en un cuerpo sin su esqueleto, y de una alabanza hueca y desprovista de su último fin que es el de acercarnos cada vez más a Dios.
Si nos acercamos aunque sea levemente al significado de lo que llamamos «la gloria de Dios», sabemos que Él en su intimidad trinitaria, goza de un amor que se comunica a sí mismo y que llamamos gloria intrínseca porque constituye la propia esencia de Dios. Este es el abrazo amoroso que el Padre ofrece al Hijo, que es una imagen de sí mismo, por medio del Espíritu Santo que es el chorro del amor que les une.
Para hacernos partícipes de algún modo de esa gloria de Dios, Él quiso por su divina voluntad concebir en su mente a la Creación entera para que esa gloria íntima de Dios desbordara también hacia las criaturas. De este modo quiso comunicar ese amor nacido en su seno para que las criaturas, carentes de la condición divina, también pudieran gozar de ese mismo amor.
«Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.»
(Ef 1, 5-6).
A esto llamamos la gloría extrínseca de Dios, o amor que Dios comunica a las criaturas y que éstas le retornan en forma de glorificación y alabanza. La Creación no es un mero divertimento de Dios con el que Dios se entretiene caprichosamente, sino el objeto destinatario de ese amor íntimo suyo, proveniente de su misma esencia y que proyecta fuera de sí de manera que cada criatura le pueda reconocer a Él como su Creador y le devuelva el amor recibido en forma de gloria, reconocimiento, honor y alabanza.
Ese retorno del amor recibido en forma de glorificación a Dios, para cualquier criatura no racional, consiste simplemente en existir y revelar la grandeza de Dios que lo creó, de muy diversas maneras, como lo hacen las montañas, los animales, los árboles, etc. A la criatura racional, precisamente por serlo y por tener un alma inmortal, le es imprescindible darle gloria a Dios con todas sus facultades, con el entendimiento y la voluntad, dominando los impulsos que las llevan a divagar y a extraviarse por los caminos que no conducen a Dios.
El centro de la Creación, su núcleo, es por tanto la criatura racional, la que con sus facultades superiores es capaz de reconocer a su Creador y tributarle el homenaje que merece por la semejanza que le une a Él.
«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra» (Gn 1, 26).
Este dominio sobre la Creación se manifiesta en que la creación del hombre aparece como culminación de toda la obra creadora, al final de toda ella, como señor de lo creado. Su condición de ser racional le hace ser el espejo mejor pulido de toda la creación, el que es capaz de reflejar hacia Dios todo lo recibido de Él y proyectar ese reflejo también hacia los hermanos. Pero también es el espejo que por ser más susceptible de impurezas y manchas que son las que nublan ese reflejo hasta volverlo distorsionado y carente de luz.
Pero este plan de Dios se vio frustrado porque mientras en Dios no existe vestigio alguno del mal, la criatura racional por abuso de la libertad que Dios le concedió, eligió desviarse del camino recto y eligió la anti-gloria de Dios: creerse igual a Él. Creyó que la luz que recibía no venía de Dios, sino de sí mismo y pensó que esa luz le pertenecía.
Comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, el pecado original, es la antiglorificación de Dios, la glorificación del hombre a sí mismo que pretende convertirse en autor de la norma moral. Y el camino por el que Dios en su sabiduría infinita nos había colocado, terminó en la desviación del pecado y la negación de Dios. La criatura que se rebela contra su creador, el non serviam del diablo que fue el primero en introducir el mal y el odio en lo creado, y que convierte al hombre en cómplice de aquella rebeldía primera.
Cristo vino a restaurar todo este desastre y reconducirnos hacia el cielo que había quedado cerrado para nosotros.
«Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).
Ningún hombre era capaz de levantar a la humanidad entera que se había desviado de su fin primordial de dar gloria a Dios por causa de Adán. Y Cristo, con su condición divina, restauró todo, pero al precio de su propia sangre. La insubordinación del hombre mortal, su antiglorificación de Dios, le costó a su Hijo encarnado su vida mortal. La diferencia infinita entre la bajeza del hombre caído y el valor del sacrificio redentor de Cristo, Nuestro Señor, es el tesoro inmenso de gracias que nos dejó a través de su Iglesia y con el que Él mismo intercede por nosotros continuamente ante el Padre.
Una vez abierta la puerta de la salvación nuevamente, somos nosotros los que hemos de encontrar el camino por el que glorifiquemos a Dios mediante el dominio de nuestras facultades orientadas hacia Él y a su servicio; es decir, la via perfectionis, el camino de la santidad que nos conduce hacia Él mediante el olvido de nosotros mismos. Llamamos a esto camino de perfección, porque lo perfecto es lo completado, lo que ha llevado a término todas sus potencialidades, y ese es el camino que todo cristiano debe recorrer progresivamente hasta completarse en Dios.
Él no nos crea porque necesite nada de nosotros. No podemos darle a Él nada que no hayamos recibido de su infinito poder y su infinita bondad. Por ello darle gloria no supone ningún incremento de ninguna cualidad ni satisfacción para Dios. Somos nosotros los que, dándole gloria a Él, salimos enriquecidos mediante nuestra santificación.
El camino de nuestra perfección, por mera voluntad suya, pasa por la cruz (CIC 2015), la que Él mismo llevó. De esta forma la subida hacia Dios es un camino ascético y sacrificado. Y esto es así porque nada impuro se haya en la presencia de Dios y si queremos estar con Él cuando seamos convocados, será necesaria la purificación de nuestros pecados y nuestras imperfecciones.
Y este camino ascético se completará con la vía mística de manera que incluso ya aquí mismo aspiremos a una cierta presencia y gozo en Dios, a la felicidad verdadera que solo encontraremos en la práctica de las virtudes, la vida de los sacramentos y la oración. El camino áspero de la disciplina y el sacrificio nos va revelando el rostro de Dios poco a poco al ir expiando nuestras faltas y liberándonos de nuestros vicios acercándonos a la presencia de Dios que nos bañe completamente.
De esta manera el camino ascético seguido (o simultaneado) con el camino místico se constituyen en los medios seguros para el avance en la santificación personal. Y como vehículo imprescindible para recorrerlo tenemos la Caridad, en su doble vertiente de amor a Dios y amor a los hermanos a través de Dios o por medio de Él (Mt 22, 36-40). Y precisamente porque la Caridad es la más grande de las virtudes, no acabará nunca (1 Cor 13, 8.13) y siempre podrá crecer en nosotros durante nuestra vida mortal sin encontrar ninguna limitación, debido a la diferencia infinita entre nosotros y Dios como fin último de ella.
Hay quien piensa que la búsqueda de nuestra santificación y de la glorificación de Dios es un camino del pasado, un regusto de viejos tiempos en los que importaba sólo el Yo y terminaba por menospreciar a los demás. Pero quienes opinan esto nada han entendido. Es en el camino de mi propia santificación donde voy a darme cuenta de mis pecados y vicios, de mis debilidades, de nuestra pequeñez. Y quien se mira a sí mismo de esta manera auténticamente y sin falsedad, empieza a mirar a los demás con mansedumbre y amor fraternal, como quienes comparten miserias y no como nuestro enemigo. De esta forma llegamos a los hermanos a través de nuestra propia santificación que viene de Dios y nace de Él, que nos vivifica con su amor y que nos da la gracia necesaria para amarle y reconocerle también en nuestro prójimo. En esto consiste la Caridad.
Diversos autores espirituales han tratado sobre el ascenso del alma hacia Dios, pero no podemos dejar de mencionar a Santa Teresa de Jesús, en su libro Las Moradas o Castillo Interior, y a San Juan de la Cruz, en su Subida al Monte Carmelo. Cualquiera de ellos daría para escribir innumerables volúmenes por la sabiduría que contienen y por lo valioso de su aportación a la santificación personal de tantos fieles en la Iglesia.
En la primera edición de Subida al Monte Carmelo, San Juan de la Cruz hizo unos esbozos de lo que él se representaba en su mente ser ese monte cuya subida es el camino de la perfección cristiana y en el que Dios habita en lo alto. De los originales que él dibujó no se conserva ninguno conocido, pero sí tenemos copias. Y gráficamente él quiso colocar un aviso en la cima de ese monte para recordarnos cómo tenemos que acercarnos a él:
«En este monte sólo mora la honra y gloria de Dios».
Manuel Pérez Peña
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