Uno de los problemas con el que casi todos hemos de enfrentarnos alguna vez en la vida es cuál ha de ser nuestra actitud cuando nos enfrentamos a la enfermedad grave de alguno de nuestros parientes, especialmente cuando ha llegado a la fase terminal y cómo desearíamos que se comportase nuestra familia cuando el enfermo sea yo mismo.
Personalmente lo tengo muy claro: creo que la cosa más importante que me queda por hacer en esta vida es morirme y deseo llegar a ella bien preparado, tanto humanamente, como por supuesto religiosamente. Mi madre nos expresó en muchas ocasiones que su máximo deseo era morir en gracia y desde luego murió muy bien preparada y nunca olvidaré su expresión final de alegría. En cuanto a mi padre había pedido a mi hermano mayor de comunicarle la verdad antes que falleciese. Por ello cuando se le declaró un cáncer irreversible, estábamos todos de acuerdo que había que decírselo, pero como todavía faltaban varios meses según los médicos, de momento no le dijimos nada. Pero cuando vimos que la enfermedad se agravaba, pensamos que no era conveniente esperar hasta el último día, pues podía ser en un momento imprevisto o simplemente perder la cabeza. Así que cuando dijimos a mi padre, hombre de fe, que le íbamos a dar la Unción, él mismo preguntó qué tenía, pues por una artrosis fuerte no se suele administrar este sacramento. Mi padre murió con paz y tranquilidad plenamente consciente de que le había llegado su hora y bien preparado para aceptarla.
He oído muchas confesiones en mi vida, pero dos para mí han sido inolvidables. Íbamos a decir Misa en la habitación de mi padre, en esta enfermedad, los tres hermanos sacerdotes, cuando mi hermano segundo nos dijo: «uno de los sacerdotes, que me confiese». Era la primera vez que lo hacía conmigo y recuerdo que yo estaba más nervioso que él. Por supuesto no sabíamos que como consecuencia de un accidente él iba a morir esa misma tarde. Para nosotros fue un gran consuelo que los tres que murieron (él, su esposa y una tía) comulgaron en esa Misa y que no fue el culpable del accidente. La otra fue de mi hermano mayor, mucho más frío religiosamente, pero que también se confesó y le di la Unción con plena conciencia. Siempre he agradecido de ello a las oraciones de varios conventos, a quienes pedimos rezasen por esa intención.
¿Tiene el enfermo derecho a saber lo que le pasa? El médico y la familia tienen el deber de informar al paciente sobre su situación tan perfectamente como el paciente desee razonablemente conocerla. Normalmente, no hay que informar al paciente repentinamente, exponiendo todos los datos de una vez, sino que hay que ir paso a paso, de acuerdo con la capacidad del paciente para enfrentarse con ella, y también con el tiempo más o menos disponible para esa preparación.
Hay bastante gente que no informa al paciente para no asustarle. A veces sucede lo mismo con el paciente y los unos por el otro y al revés, la casa sin barrer. Al informar al paciente de su situación, cosa que la mayoría quiere, especialmente si se hace con delicadeza y afecto, se le permite afrontarla, recibir los sacramentos si así lo desea, y quitarse de encima un problema que con frecuencia le atormenta. Ahora bien, muchos de los que están seriamente en peligro, perciben intuitivamente su situación y no desean otra cosa sino ponerse en paz con Dios y así poder afrontar tranquila y serenamente su encuentro con Él. No olvidemos el derecho del enfermo a sobrellevar su enfermedad, especialmente si ésta es grave, confortado con los auxilios de la religión. Si creemos que el enfermo es algo más que un animal, hemos de procurar que pueda verse ayudado por su fe. El Sacramento de la Unción tiene como objetivo ayudar al enfermo en su enfermedad. Aunque la enfermedad termine con la muerte, la Unción le concede las fuerzas espirituales y corporales que necesita en ese momento importante y decisivo de su existencia. Por ello no es raro que tras su confesión y la recepción de la Unción el enfermo gane en paz y serenidad y ello le permita una mejora también en lo físico, y a veces incluso una curación, al desaparecer uno de los motivos principales de angustia. El sabernos bien preparados para encontrarnos con un Dios que nos ama, es un motivo de alivio, tranquilidad e incluso alegría.
Pedro Trevijano
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