Jesús, nuestro Rey y Señor, llama y luego envía a los Doce apóstoles, dándoles poder sobre los espíritus impuros (cf. Mc 6, 7). La respuesta que dan los discípulos es una síntesis de lo que la Iglesia viene haciendo, desde hace dos mil años: fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo (Mc 6, 12-13). Predicación, conversión y sacramentos, para la gloria de Dios, y la propia santificación: he aquí el camino seguro para la vida eterna.
Las consignas que da Cristo a los suyos son bien concretas: que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas (Mc 6, 8). Y también que permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies en testimonio contra ellos (Mc 6, 10-11). Nótese que estas claras directivas las da el Señor, luego de haber experimentado, en carne propia, el rechazo en su pueblo, Nazaret (cf. Mc 6, 1-6). La enseñanza es contundente, para todos los tiempos: más allá de la vestimenta –que de hecho ha variado en estos dos milenios-, y de las provisiones para el camino, debemos ir bien cargados de Jesús, y bien ligeros de todo lo que nos aparte de Él. La misión siempre implicará generosidad y desprendimiento. Y, por supuesto, espíritu de sacrificio.
En la Primera Lectura vemos cómo el profeta Amós es rechazado en Israel, por sus inequívocas advertencias sobre las inminentes desgracias; que acabarían con la desaparición definitiva del Reino. Y, ante la amenaza del sacerdote Amasías, para que se fuera de allí, responde: Yo no soy profeta, ni hijo de profetas, sino pastor y cultivador de sicómoros; pero el Señor me sacó de detrás del rebaño y me dijo: «Ve a profetizar a mi pueblo Israel» (Am 7, 15). No habla en su nombre; habla en nombre del Señor. Pero, una vez más, los hombres muestran su rebeldía frente a lo que viene de Dios; confían únicamente en su poder, y así atraen hacia ellos las peores calamidades.
En el Salmo imploramos: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación (Sal 84, 8). Está en nosotros, entonces, proclamar lo que dice el Señor: el Señor promete la paz para su pueblo y sus amigos (Sal 84, 9).
San Pablo, en el célebre himno cristológico con el que comienza la Carta a los Efesios, bendice a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor (Ef 1, 3-4). No nos alcanzará toda la Tierra, y –si llegamos a él- todo el Cielo, para agradecerle a Dios tamaña dignación de amor. No había creado absolutamente nada, y ya nos había elegido en Cristo. No son vosotros los que me elegisteis a mí, sino yo el que os elegí a vosotros, y os destiné para que vayáis y deis fruto, y ese fruto sea duradero (Jn 15, 16), nos dice el propio Jesús. Elección, para la misión; y misión para la conversión, y la glorificación de Dios.
San Bernardo de Claraval nos exhorta a la generosidad con la obra del Señor: El ofreció por nosotros la Víctima más preciosa que tuvo, y no puede haber otra más preciosa; hagamos también nosotros lo que podamos, ofreciéndole lo mejor que tenemos, que somos nosotros mismos (Homilía en la Purificación, 3, 3). Y San Benito, a quien la Iglesia celebra cada 11 de julio, en su famosa Regla –que, aunque dirigida en primer lugar a sus monjes, es muy útil para todos los creyentes- propone establecer una escuela, en la que se enseñe la ciencia de la salvación, de tal forma que sus discípulos, perseverando en ella hasta la muerte, merezcan llegar a ser partícipes del Reino de Cristo. Nada de pereza, ni de excusas, entonces, en la evangelización. Sabemos, por cierto, que llevamos un tesoro en vasijas de barro (2 Cor 4, 7); somos conscientes de nuestras debilidades, flaquezas y egoísmos. Todo lo podemos, de cualquier modo, en Aquel que nos conforta (cf. Flp 4, 13).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que pertenece a la misión de la Iglesia emitir un juicio moral incluso sobre cosas que afectan al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y solo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones (CEC, 2246). Que quede, entonces, bien en claro: no debemos tener miedo; ni pedir perdón, ni permiso, para anunciar a Jesucristo, enseñar a cumplir todo lo que Él nos ha mandado (cf. Mt 28, 20), e iluminar todas las realidades de este mundo con la luz de la Verdad, que nos hace libres (cf. Jn 8, 32).
Hoy, con la excusa de la plandemia, los poderosos de este mundo buscan restringir la libertad de la Iglesia, e incluso silenciarla con todos los medios a su alcance. Por eso el ensañamiento que vemos, aquí y allá, contra la Eucaristía; que se busca limitar hasta lo inadmisible o, lisa y llanamente prohibirla, por la situación sanitaria. Son esos mismos gobernantes y globalistas que buscan imponer, a cualquier costo, una imposible gobernanza mundial; sin religión, sin fronteras, y sin ética. Y que no soportan a la Iglesia cuando asume la clara misión que le da Cristo; pero que recurren a ella para que se haga cargo de los pobres, enfermos e indigentes que ese perverso sistema genera y multiplica.
La Iglesia no está para dejar al mundo sin Dios, y abandonarlo en el mal y la muerte. Como lo viene haciendo, desde hace dos milenios, está para anunciar que la salvación solo viene de Cristo; y que la apariencia de este mundo es pasajera (1 Cor 7, 31). Y tiene en los Sacramentos la cura para todos los males. Ellos no dan la inmunidad de rebaño; de la que hoy tanto hablan algunos, que suelen defender más los derechos de los animales, que los derechos de las personas. Ellos nos dan el remedio definitivo para nuestra peor enfermedad, el pecado; y nos alimentan para llegar al destino final, el Cielo.
Vayamos siempre decididos, entonces, a la misión. Es el propio Señor quien nos manda, a través de la Iglesia. ¡Y que María Santísima, Esperanza del mundo, nuestra compañera del Camino, sea nuestro auxilio cuando flaqueen las fuerzas, y pretenda atropellarnos el desánimo!
Homilía del padre Christian Viña, en el XV Domingo del tiempo durante el año. Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres, 11 de julio de 2021
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